EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
La impresionante multitud que se juntó el jueves en Plaza de Mayo –y amplísimos alrededores, hasta el punto de que cuesta encontrar parecidos– tuvo algunos agregados de enorme significación respecto de otras convocatorias similares.
La gente volcada a las calles, tanto en cantidad como en la muy variada contextura de clases, edades, colectivos sociales y participantes sueltos, sin estructura alguna, fue, es, un conjunto que excedió largamente a la manifestación en Buenos Aires. Resulta curioso que ese dato no haya sido enfatizado en los medios que todavía no cayeron bajo la aplanadora del mutismo. En las capitales y ciudades principales de las provincias, pero también en pueblos medianos y chicos, las marchas tuvieron un relieve impactante al medírselas con proporciones habitacionales y características conservadoras. Quizá corresponda citarlas priorizando lo ocurrido en el centro de la capital cordobesa, donde el cálculo de asistentes llegó a 50 mil para transformarse en una de las movilizaciones más grandes que se hayan visto allí en los últimos años. Fue así no sólo por el número sino por tratarse de la provincia, y el distrito en particular, en que el macrismo viene de alzarse con una victoria electoral aplastante, inédita y decisiva para haber llegado a Casa Rosada. No hay paradoja, empero: mayorías carentes de ánimo movilizador y minorías muy intensas suelen convivir. Aun así, el número global de asistentes pareciera indicar que la fuerza ahora desplegada es mucho más grande que lo supuesto.
El formidable muro de silencio mediático que continúa imponiéndose casi cómodamente, en cabeza de las corporaciones propagandísticas de alcance masivo, sirvió para ocultar esa trascendencia nacional de lo sucedido el jueves. De hecho, y salvo excepciones muy sueltas en el momento de la cobertura, el propio gentío en la Plaza fue relativizado por los portales de noticias más importantes y debió competir en relevancia con cada movimiento, gesto, comida, agasajo, baile, chupada de mate, paseos lacustres y cuanta minucia se quiera de Barack Obama, junto a los –sin duda notables– carisma, oratoria y vestuario de su mujer.
El visitante sirvió asimismo para que se privilegiaran las perspectivas de negocios formidables tan presuntamente abiertas como invisibles, porque en términos concretos ni siquiera pudieron anunciar el levantamiento de la visa para viajar a Estados Unidos. Lo mismo había ocurrido tras las visitas de Matteo Renzi y François Hollande, quienes, desde las conjeturas y tanto como Obama, llegarían con la valija cargada de ávidas inversiones. Nada de eso aconteció. En ese aspecto, quienes se indignan con el señalamiento de que la presencia del presidente norteamericano fue un show cipayo, propio de una acusación de estudiantinas que atrasan décadas, deberían contrarrestar más eficazmente con cuáles serán los beneficiosos efectos concretos de su visita. No lo hicieron, no lo hacen, por fuera de que si el jefe de la Casa Blanca se vino desde Cuba a la Argentina, que no queda muy de paso que digamos, el valor simbólico de apoyo al gobierno macrista es muy fuerte. Pero todo vale en la transmisión del mundo Heidi que aguarda a los argentinos una vez que acaben con la grasa militante y el reacomodamiento de la basura, según la habilidad del ministro Prat-Gay para incurrir en frases susceptibles de ser consideradas incitación a la violencia. Más, claro está, el arreglo con buitres que periodística e institucionalmente ya son apenas holdouts que ameritan reiniciar el ciclo de endeudamiento externo. En la fantasía es a cambio de una reintegración al mundo tan constatable como el desembarco inversor que habrían de traer un presidente norteamericano en el final de su mandato, uno galo con su popularidad en el último subsuelo y un primer ministro italiano que gracias si todavía puede pelear para no correr la misma suerte del francés, atrapados ambos por una crisis inmigratoria fenomenal, escándalos de corrupción, programas de ajuste, Europa devaluada, plasmaciones y amenazas extremistas, su ruta. Faltaría que hablen de la prosperidad que espera si acaso se llegase a buenos acuerdos de negocios con España.
Sin embargo, frente a ese dibujo más o menos universalizado de un mundo inestable, tembloroso y financieramente ilíquido (que, es cierto, algunos confunden por enésima oportunidad con un crisis grave del capitalismo), la fresca experiencia argentina de un gobierno de derechas, que vino a terminar con varios años de fiesta populista y corrupta, conserva altas dosis de aceptación. El mecanismo de acordar con los buitres a como sea, para lograr metas de relanzamiento económico, encandila y extorsiona. No es que sea el tema de inquietud popular por excelencia ni mucho menos. La inflación y la pérdida de empleo van muy por delante. Pero hay respecto de ese arreglo un símbolo de la capacidad de esperanzarse, con la ilusión de que este oficialismo de CEOs sabrá lo que está haciendo. Y un conjunto mayoritario de gobernadores, seguros, o eso dicen, de no les queda más cosa que ceder, para allegarse fondos y esquivar inflamaciones sociales. No hay más que la inmediatez. Después verán, si los bomberos del equipo oficial fracasan en el intento de extinguir el probable incendio que generarán ellos mismos. Es el mismo Macri quien acaba de sostener que no hay Plan B. En todo el país están paradas las obras públicas financiadas por Nación y que, acompañadas por el consumo interno, supieron ser motor de la economía. No hay siquiera vestigios de un plan antiinflacionario, como no sea la vía recesiva. Lo advierten ya algunos agentes especializados del palo macrista, inquietos por lo que más se parece a un elenco de coyunturalistas que a un equipo de cuadros formados y capaces de timonear situaciones conflictivas. Todo se reduce a que el arreglo con los buitres bastará para sacar al córner, ganando tiempo. Las últimas cifras conocidas de liquidación de divisas, y exportación agropecuaria, demuestran que el entusiasmo político de las patronales del sector no coincide con haber aflojado el bolsillo de sus amarroqueos. Quieren un dólar más alto todavía y se añaden a la voracidad de las cadenas de comercialización, para que se plantee como única respuesta crear una app de comparación de precios. Al cabo, entonces, no estamos hablando de sentimentalismo ideológico, de acuerdo a cómo pueden ser tomadas la afectación de soberanía, las banderas yanquis vistiendo a la Casa de Gobierno o que el terrorismo de Estado no mereciera una sola cita, ni en los discursos ni en las escenografías de Obama y Macri. Hablamos de cuáles son las herramientas específicas de este gobierno para comandar a su propio bloque dominante; para presentar una estrategia que no se diluya en ponerle todas las fichas a los mandatarios de un juez neoyorquino; para que puedan ofrecer un populismo de sentido inverso al anterior y apto para mostrar, y comunicar, algo más que despidos de ñoquis estatales, cierre de empresas, suspensiones, achicamiento económico. Y encuentros de prensa con una claque que apenas tira centros para que los funcionarios cabeceen como mejor puedan o les plazca.
En cantidad y volumen movilizado, una parte significativa de la sociedad, que no compró ni compra las oraciones del destino con globos de colores, salió el jueves a las calles impulsada por algo más que Memoria, Verdad y Justicia. O precisamente porque esos disparadores corren riesgo con un gobierno como el de Macri. En esa Plaza, y en sus calcos conceptuales en el interior del país, se exhibió una potencialidad que es superadora del golpe por haber perdido en las urnas; y de los mazazos en particular que supone, semana a semana, o hasta a diario, la aparición de nombres y episodios programados para esparcir la certeza de que todo cuanto hubo hasta el 10 de diciembre fue sencillamente una mierda completa. La Plaza le dijo que no a esa pretensión. Si la del 9 de diciembre fue acaso la de la melancolía anticipada, y si las juntadas dispersas que la continuaron lo fueron más de una nostalgia desconsolada que de una activación orgánica (¿qué podía pretenderse, epa, inmediatamente después de semejante porrazo?), lo del jueves no habrá marcado un antes y después pero, sí, la demostración de que hay una energía inmensa, opositora, dispuesta y urgida –tal vez demasiado urgida– de alguna señal que le reconfigure liderazgo. A veces, los tiempos de quienes conducen no son, o no deben ser, los de las urgencias populares.
Se toma, para el cierre, el párrafo que Martín Granovsky empleó para el suyo en la nota del mismo jueves, en este diario, acerca de “Otra vez el fin de la Historia” y a propósito del semblanteo unívoco de que la visita de Obama supone un tiempo nuevo definitivo. “En medio de la disgregación soviética, Francis Fukuyama se preguntó, en un trabajo de 1989, si no habría llegado el fin de la historia. Hablaba no sólo del término de la Guerra Fría, sino del comienzo de una etapa de ‘universalización de la democracia liberal occidental, como la forma final del gobierno humano’. La sensación que dejó (...) la convivencia entre Obama y Macri es que ambos quisieron anticipar festivamente el fin de la historia en Sudamérica. Al menos, de una historia concebida como intervención del Estado, reforma social e integración”.
Se verá. O, mejor, se actuará. Unos muchos, que se contaron de a decenas de miles y que no son los del descompromiso de votar y chau, comenzaron a hacerlo.
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