EL PAíS
Un homenaje que dibujó otro mapa en el microcentro
› Por Marta Dillon
Que Alberto Márquez era un niño encerrado en un cuerpo de 120 kilos y más de 50 años, que se había comido dos helados juntos a pesar de su diabetes antes de sentarse a descansar por última vez en su vida; que Petete Almirón, a los 23, estudiaba el CBC de sociología, colocaba membranas con su padre y era fanático de Hermética; que Diego Lamagna era de Paternal, sabía cómo hacer volar una bicicleta y hasta pensaba pasear su arte por los Estados Unidos; que Gastón Riva tenía 30, tres hijos y una moto que le daba de comer si la conducía doce horas seguidas; que Gustavo Benedetto, a los 27, quería tocar la armónica en un grupo llamado Badajos. Que todos ellos murieron sobre el asfalto el 20 de diciembre de 2001 y por eso son “caídos” y no muertos como tantos otros, se escuchó en un homenaje que circuló, con sus familiares al frente, como una marcha más entre otras convocatorias, deteniéndose en el exacto lugar en que cada uno recibió los disparos mortales. A esas breves historias de vida, a esos detalles nimios que confunde la muerte heroica y arbitraria, se les gritó presente.
Presente ahora y siempre, para sus familiares y amigos y para los que volvieron a la Plaza de Mayo dos años después de que un ejército de policías, uniformados y enmascarados, intentaran expulsar la pueblada a fuerza de balas, palos y gases, el día en que el microcentro fue un campo de batalla. Ahí estaban siguiendo el recorrido del homenaje las columnas raquíticas de varias decenas de asambleas barriales que se reconocieron en esa identidad aquel verano caliente e inestable, detrás de la bandera negra que como un manto cubría las piernas de los que quisieron a los caídos cuando no eran héroes, de algunas Madres de Plaza de Mayo, de militantes de HIJOS y de algunos grupos del Movimiento de Trabajadores Desocupados de la zona sur. Les abría el camino una columna de motos del Sindicato de Mensajeros, los mismos que aquel 20 de diciembre rescataron heridos y llevaron agua a los que quedaban atrapados en los gases. Aislada del resto de la columnas de los movimientos piqueteros, la marcha de homenaje dibujó con su paso el mapa de la represión y recuperó con sus nombres y apellidos a quienes no quisieron ser mártires, pero así quedarán en la historia.
En Carlos Pellegrini y Sarmiento, ahí donde una bala de Itaka entró por la espalda de Alberto Márquez, fue la primera parada de la marcha que había partido desde el Obelisco. “En cada fiesta, en cada cumpleaños, te extrañamos chiquilín de 120 kilos que desde algún lado estás viendo crecer a tus nietos”, dijo una amiga de Márquez por altoparlante mientras Daniel, el hijo de este militante del PJ de San Martín, acomodaba unas flores azules sobre la placa de cerámica que desde hace un año reemplazó otra señal de resina en el lugar de la caída. “Tus hijos, familiares y amigos”, se pintó en letras blancas bajo el recordatorio, en gesto que parece querer reapropiarse de ese ser querido que la memoria popular anota en cualquier bandera. “Yo lo recuerdo como a un héroe –dice su hijo Daniel– porque salió a luchar por sus ideales.” Un héroe que quedó lejos de su hijo, que no tiene ni tuvo nunca militancia política, a quien lo “ponen mal las multitudes”, como si quisiera preservar sus recuerdos de ese último fogonazo que le quitó a su padre en más de un sentido.
Marta Almirón, la madre de Petete, también acomodó flores frente a la placa que, como las otras, montó el Grupo de Arte Callejero (GAC) con cemento y cerámica, para resistir al tiempo. Limpió la tierra alrededor, frotó la superficie blanca con el nombre de su hijo como si la acariciara, olvidada del homenaje de los compañeros de su Carlitos, que los 20 de cada mes hacen el mismo recorrido fijando la memoria en la repetición. No quiso seguir marchando con la bandera del centro de desocupados 29 de Mayo, lecostó todo este tiempo entender qué hacía su hijo cuando asistía a los cortes de ruta. Siempre temió que no volviera de ahí o que volviera con una mortaja, como la que lo cubría cuando ella lo reconoció el 21 de diciembre de 2001 en la morgue judicial. Tuvo que correr entre la columna de la CCC para no perder al grupo que seguía el homenaje y que en Avenida de Mayo avanzó con dificultad, ya mezclada con otras convocatorias.
Los familiares de Diego Lamagna no fueron al recordatorio. Sus amigos dejaron más temprano una placa en la esquina donde lo mataron con un piñón de bicicleta dorado engarzado en una baldosa de mármol. Ellos todavía no entienden qué impulso llevó a Diego a la plaza aquel día, pero igual dejaron la inscripción: “Hasta la victoria, siempre”.
María Arenas, la esposa de Gastón Riva, se echa agua de una botella, busca los blancos de la marcha de los primeros grupos piqueteros que se acercaban a la plaza y trata de esquivar los abrazos de quienes la reconocían. Hay una incomodidad en su gesto, en la forma en que escucha los cantos de los motoqueros que consideran a su esposo uno de ellos, que desafían a la policía como si todo se tratara de un combate cuerpo a cuerpo. En esta esquina de Tacuarí y Avenida de Mayo, la anteúltima de esta movilización, también se recitan el resto de los nombres de los homenajeados, se les dice presente. Presente, ahora y siempre. María también lo grita con el puño en alto y señala los carteles que el GAC acaba de instalar y dicen: “si estuviste acá, se necesita tu testimonio”, junto al teléfono de la fiscalía. La seguidilla de homenajes terminó frente al HSBC, el banco donde mataron a Gustavo Benedetto, pero frente a su placa no hubo silencio (ver recuadro), hubo bronca por los ornamentos navideños de un banco blindado y un conflicto inexplicable que les arrebató a los familiares el dolor por sus muertos. Que no son suyos, son los muertos del 20 diciembre.
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