EL PAíS › OPINION
› Por Rodolfo Rabanal
Los escándalos producidos por la revelación de los llamados Panamá Papers, me llevaron a reconsiderar la cuestión en los términos de un problema mayor.
En el transcurso de uno de sus seminarios de 1982, Cornelius Castoriadis confiesa que siempre le sorprende la capacidad de la gente de permanecer ciega frente a la significación de aquello que tiene ante los ojos. El comentario aparece en el contexto del tratamiento que hace de la democracia griega, o quizá sea más preciso decir ateniense, sobre todo en el siglo quinto antes de Cristo.
El punto central de su clase es el origen de la democracia, que vincula con el origen de la filosofía y el origen de la política, tríada –digámoslo así– que se manifiesta de un golpe como un solo “ser” articulado en tres partes, al cabo, por supuesto de una evolución lenta, difícil y lejana. Pero no es ese el tema de estas líneas sino nombrar, en principio, la curiosa figura del graphé paranomos sobre la que se extiende Castoriadis en el seminario.
Según su explicación, esta regla del marco jurídico ateniense significaba que todo ciudadano se encontraba habilitado para proponer una ley a la asamblea del pueblo, que podía, ocasionalmente, ser perfectamente aprobada, pero entonces cualquier otro ciudadano –un disidente– estaba a su vez habilitado para llevar al autor de la propuesta ante los tribunales procurando su condena “por haber incitado a la ekklesía, el cuerpo soberano, la asamblea del pueblo, a votar una ley injusta”. Esta es, precisamente, la graphé paranomos, es decir una medida que va más allá de la norma, o la ley o la institución, y al ir más allá la suprime puntualmente sin quebrantar la noción de justicia. Castoriadis se exalta y exclama que se trata de una institución “fantástica y fundamental”.
Me pregunto, y de esta pregunta surge la reflexión en curso, si disponemos hoy de algún recurso que se asemeje a esa posibilidad jurídica, sospecho que no, pero debido a que no pertenezco al ámbito de la justicia, me planteo la duda.
El panorama crítico –y escandaloso– de las cuentas o empresas abiertas en los llamados paraísos fiscales permite que se aplique la observación de Castoriadis a propósito de la capacidad de la gente de permanecer ciega ante lo evidente. Sabemos –se nos dice– que las colocaciones de valores offshore son legales, esto significa que una ley legitima estos “islotes” de privilegios pero, al mismo tiempo es notorio que esos depósitos o “construcción” de empresas se efectúan para evadir impuestos, preservar secretos sobre la riqueza y producir combinaciones financieras múltiples e “invisibles” sin que a nadie preocupe ni la procedencia ni el destino del dinero.
Entonces, tenemos por un lado que los dichos “paraísos” son legales, pero por otro lado y al mismo tiempo no ignoramos que fueron creados para amparar a evasores de todo tipo. En suma, la paradoja es aquí un escándalo tanto ético como racional, porque la justicia confiere legalidad a un espacio cuyo objetivo consiste en la comisión de delitos fiscales mayúsculos. Y la justicia, que sepamos, no existe para respaldar el delito.
No es fácil entender qué noción ética del derecho fue capaz de legitimar un escenario que protege los entramados ilícitos. Mejor dicho, sí, lo entendemos, pero no se lo puede aceptar sin caer en una contradicción irresoluble: la ley que fundamenta el derecho de la propiedad (privada, sobre todo) es la misma que se invierte para instalar la corrupción. El mundo letal de las finanzas globales es un mundo corrupto, es el mismo mundo que corrompe a la política con el afán ingobernable de extinguirla de forma total.
Cuando los griegos “inventaron” la ley lo hicieron para evitar el caos e instalar en la sociedad la práctica fundamental de la autolimitación, tanto en términos individuales como en términos colectivos. Pero de entonces a hoy pasaron veinticinco siglos y muchas cosas cambiaron, acaso definitivamente.
No hay escapatoria. Alguien –algún organismo internacional– debería declarar la ilegitimidad de los paraísos fiscales, alguien debería reponer en nuestro mundo poderosamente injusto el graphos paranomos que enorgullecía a los atenienses.
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