EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Hace pocos días, un directivo de la banca extranjera dijo en declaraciones obviamente reservadas que el crédito está tan muerto como la actividad y que, de seguir así, con tasas de interés por las nubes y una caída irrefrenable del consumo, será tan probable reducir la inflación como acabar en un ejército de pequeñas y medianas empresas desaparecidas.
Esa confesión de partes es una de las tantas circulantes, de modo casi permanente, entre los grandes sectores corporativos que son beneficiados por el brutal programa ajustador del Gobierno. Hay, entre ellos, quienes piensan que debió haberse aprovechado la luna de miel, inmediatamente posterior a la asunción de Macri, para ejecutar un shock generalizado. Cuestionan a las autoridades económicas por derecha, aunque pueda resonar inverosímil. Son quienes entienden a la receta aplicada como “gradualista”, en lugar de haberse dispuesto de entrada un remedio ortodoxo que, según pasa el tiempo, se torna inviable por la reacción social y el desgaste gubernamental. Son los gurkas que extrañan el sinceramiento del menemato a comienzos de los 90. En aquel entonces, después de la apuesta a Bunge & Born en el comando directo de la economía con la pretensión de que el grupo más relevante de la burguesía interna se hiciera cargo de los negocios nacionales, terminó resolviéndose que Argentina debía ser estrella de la ola mundial de neoliberalismo, especulación financiera y desguace del Estado. Cavallo fue el agente del uno a uno con el dólar que reprodujo a Martínez de Hoz, literalmente remataron al país y la fiesta, sostenida por las expectativas consumistas de unas vastas franjas de clase media que no aprenden más, acabó como se sabe. La diferencia con esa etapa, para quienes sueñan con su reproducción, es que al revés de ahora no había un proyecto político, o una experiencia, capaz de demostrar que se podía otra cosa. El vacío de alternativas se había llevado puesto al alfonsinismo y la bandeja, en términos de esperanzas masivas, estaba servida para el saqueo. Hoy, con todos los errores e insuficiencias que quieran atribuirse a la etapa kirchnerista, el escenario dista de ser el mismo porque –aunque no parezca, gracias a la maquinaria comunicacional hegemónica– sí que continúa existiendo el piso, más un liderazgo recortado pero liderazgo al fin, de las conquistas sociales y la energía combativa, protestataria o disgustada. La muchedumbre masiva el 24 de marzo, la que acompañó a Cristina el 13 de abril y la impresionante manifestación gremial de días pasados son prueba incontrastable de una capacidad de reacción que nada tiene que ver con el desierto popular de hace 25 años.
Las gerencias intelectuales y operativas de esos núcleos convencidos de que a la derecha de Macri no está la pared, sino algunas probabilidades más feroces todavía, confían en que el momento da para creer en un símil del comienzo noventista. Lo que se vive, de acuerdo con esa interpretación, es una instancia fusible y sería esperable que el gobierno de Macri tenga un as bajo la manga, a poner sobre la mesa cuando las papas de inflación y recesión terminen de quemar. Pero no saben explicar en qué consistiría esa quimera, como no fueren las pócimas archisabidas de flexibilización laboral para servirse de los dos dígitos de desocupados que necesita un modelo como el vigente. O un blanqueo de capitales, previsto para el dichoso segundo semestre como si esa zanahoria pudiera ser mejor que el formidable negociado financiero a que habilita la política del Banco Central. De Macri, es decir. Las prevenciones del Gobierno contra la denominada ley antidespidos, que tal como quedó sancionada por el Senado es más el efectismo político de una oposición alarmada que un instrumento confiable, no deja de ser emblemática. La ley, claro está, regiría hacia delante, por seis meses, y nunca para atrás. Si tanto se descansa en la recuperación económica a partir de mediados de año, ahora dicen que por vía de reactivar obra pública, ¿cuál es el problema de impedir los despidos durante un lapso tan corto? Uno solo, y no precisamente relativo al efecto en las empresas sino a la ejemplaridad de que ni el Gobierno ni el Congreso deben meterse con la fantástica mano invisible del mercado. Por fuera de artilugios parlamentarios, a lo que el Ejecutivo ya echa mano para sacar al corner a como sea, Macri tiene la decisión de vetar la ley porque obedece a sus intereses de clase, no a dudosos perjuicios políticos. La mayoría relativa, silenciosa y achicada, que según todas las encuestas aún lo apoya, seguiría esperando de él que muestre imagen de dureza frente a las presiones de atorrantes sindicales, mierda K y esferas por el estilo que más bien responden a la sección estrictamente gorila de sus votantes. En el alrededor de tercio variable de su electorado, el cambiante de humor entre la noche y la mañana, ya se sienten los efectos de que ni se come, ni se conserva el trabajo, ni se mantiene el consumo, ni se afronta el pago de luz y nafta, con la cadena nacional sobre las andanzas de unos kirchneristas corruptos. El chiste del viernes pasado de Daniel Paz y Rudy refirió justamente a eso. A la pregunta de cuánto aguantará Lázaro Báez, un oficinista de la Gerencia de Felicidad responde que uno o dos tarifazos más porque, después, habrá que inventar otra cosa.
En dirección a ese sentido común, hay otra parte del establishment, integrada por empresas dependientes del mercado interno sin por eso atribuirle pretensiones de justicia social, que se pregunta cuál es en definitiva el plan económico del Gobierno como no sea el ajuste por el ajuste mismo. Incluso, esa inquietud es admitida por las consultoras de los grandes grupos que son insospechables de rasgo populista alguno. La agencia calificadora Moody’s, una de esas sedes del pensamiento liberal ultraortodoxo que funciona pronosticando no lo que ocurrirá sino lo que debe hacerse para maximizar ganancias, avisó esta semana que Argentina enfrenta desafíos de largo plazo, que el retorno a los mercados internacionales (¿cuál?) no alcanza, que la economía ya está en recesión, que habrá aumento del desempleo y que la inflación de este año será superior al 30 por ciento. La Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericana (FIEL), otro cubil de la derecha más recalcitrante, reconoció que el costo de la canasta básica para una familia tipo trepó en casi un 8 por ciento sólo respecto de abril pasado, y ya había advertido que la devaluación multiplicó los costos en pesos de los subsidios energéticos. Del aumento de la nafta, que según el humorista Juan José Aranguren, ministro de Energía y hombre de Shell, debe llevar a que llegado el caso no se saque el auto, apenas un tercio se destina a ingresos fiscales. El resto va a las arcas petroleras y eso se llama decisión política, por la cual implementan el mecanismo extorsivo de no perjudicar los trabajadores de esas compañías porque, de otra manera, cesarían en la actividad. Una falacia: se trata del Estado retirándose como árbitro regulador. Eso es lo que se multiplica en todos los ámbitos de la economía. Es lo determinante del ajuste general en la seguridad o ilusión de que los ajustados no reaccionen, porque comprenderán que el pasado fue peor y que la copa derramada de los ricos, como jamás se produjo, habrá de alcanzarlos.
El modelo no cierra ni para los grupos empresariales ni para las pymes que, ajenos a la rentabilidad agroexportadora y a los sectores que no ocupan mano de obra dinámica, requieren intervención del Estado en defensa de sus intereses. No es concepción de burguesía nacional, es necesidad. La rueda de la economía no gira y el Gobierno se limita a crear un imaginario de prosperidad, desde ese mentado segundo semestre del año en que llegarían las inversiones productivas. ¿De qué inversiones hablan si la bicicleta financiera permite el rendimiento en dólares más alto del mundo? Es un escenario de rapiña, sólo sustentable con aquella ilusión de una economía desmayada y en que la cantidad de gente sin trabajo, y amenazada por perderlo, discipline el descontento. La liberación del dólar da más espíritu de libertad, eso sí, y ya pueden comprarse no dos sino cinco millones de dólares por mes. El comercio de al lado, de la vuelta o de más allá vio triplicados sus costos tarifarios, pero no puede trasladarlos a precios porque se depreció la capacidad adquisitiva. Se reducen el que vende y el que compra, es una lógica que alcanza a toda escala económica que estribe en la actividad interna y la evaporación del referí estatal no alienta perspectivas de mejora alguna. Momentáneamente, los dos o tres emporios de comunicación que manejan la opinión publicada se las arreglan para centrar el mensaje en la corrupción K, ignorar el Panamacri, hacer que todo consiste en lo mal que estábamos y lo mejor que estaremos. Se supondría que esa ficción tiene un límite, so pena de perder credibilidad por completo. La pregunta es cómo se fuerza el límite ése, porque está claro que el Gobierno no habrá de autocontrolarse. No son una gestión con sensibilidades socialdemócratas. Son conservadores duros y avasallantes.
Cansa repetirlo, pero tampoco hay tanta vuelta: la fragmentación peronista permite que sigan avanzando, junto –antes o después– con una construcción de subjetividad por la cual pareciera que los días más felices, o más estimulantes, o menos malos, sólo consistieron en una fiesta de corruptos. El límite, entonces, arribará cuando esa percepción llegue a su fin. Un límite que no será porque el macrismo, si acaso le diera la estatura para ser definido así, con el “ismo”, como si fuese una identidad, vaya a ser capaz de inteligenciarse cual derecha compasiva. Será porque lo saque del poder una fuerza popular y un liderazgo que haya aprendido de sus errores, mucho antes que arrepentirse de sus virtudes.
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