EL PAíS › OPINIóN
› Por Tomás Forster *
Establecer una genealogía de las tradiciones intelectuales argentinas es una tarea que, ante todo, implica una discusión en torno al punto de partida. Hay quienes sostienen que los primeros pensadores cabales surgieron con los fuegos de la Revolución de Mayo. Estos historiadores de fuste ven en las figuras de Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Bernardo de Monteagudo y, sobre todo, de Mariano Moreno a los primeros referentes a la hora de trazar un linaje del intelectual surgido de este lado del Río de la Plata. Es indudable que la mayoría de los trabajos, ensayos e investigaciones que se proponen recorrer el variopinto mapa histórico de los intelectuales nacionales, suelen comenzar con los hombres de Mayo. Una larga lista, que no distingue de izquierdas ni derechas, de nacionalismos o universalismos, suele encarar el pasado de este modo, siguiendo una linealidad planteada por las manuales escolares.
De acuerdo con este consenso historiográfico y teórico –en una enumeración que se podría acotar en una pléyade de autores tan diversos en talento y circunstancias como podrían ser Tulio Halperín Donghi, Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós, Félix Luna, Norberto Galasso, José Pablo Feinmann y hasta divulgadores profesionales como Felipe Pigna– parece casi una osadía remontar la historia intelectual argentina sin hacer un sentido homenaje a aquellos exponentes de la intelligentsia criolla de principios del siglo diecinueve que, encandilados con el movimiento de la ilustración expandido desde el corazón de Europa a partir de la Revolución francesa, lucharon denodada y enérgicamente por llevar a la práctica las ideas radicalmente novedosas que cristalizaron en aquel tiempo. Más allá de estilos, mayores o menores rigurosidades historiográficas, pesos ideológicos, exaltación de una figura o corriente en detrimento de otra –morenistas, anti-morenistas, saavedristas, liberales, unitarios, federales, conservadores-populares, revisionistas de derecha e izquierda, marxistas ortodoxos y heterodoxos y así la lista podría extenderse hasta el hartazgo– unos y otros parecen coincidir en definir este punto temporal como el comienzo de una historia intelectual argentina. A contrapelo, en estas líneas se sostiene que la generación de Mayo es una suerte de cimiento fallido pero ineludible del que luego emergerá un nuevo tipo de intelectual que al menos vislumbrará la tensión existente entre lo que se pretende global y la realidad local.
En este breve escrito, se comete la herejía de cuestionar esa suerte de canonización historiográfica por un motivo principal: los intelectuales de Mayo pensaban, y esto era una característica de la época que los amparaba, en clave de calco y copia con Europa, principalmente con lo sucedido en Francia e Inglaterra. Si la Revolución Industrial inglesa tejió el sentido material-productivo del capitalismo, la Revolución francesa dispuso un fondo simbólico, un torrente de palabras-acciones o ideas-fuerza que se abrieron paso con la fuerza de un sismo histórico.
Desde sus tiempos de estudiantes en la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisaca –actual Sucre, en Bolivia–, cuando leían de contrabando volúmenes que llegaban de segunda mano de Rousseau, Montesquieu, Diderot, incluso de Kant, y de tantos otros nombres influyentes de ese entonces, los futuros revolucionarios actuaron con la fe del convencido, del que actúa sin notar rugosidades ni desdoblamientos, cual Robespierres rioplatenses. Y tenía que ser así, porque aquél tiempo que corrió entre la toma de la Bastilla de 1789 y la batalla de Ayacucho en la que sucumbió el poder realista en América del Sur, fue de implosión y partición, de final de una era y comienzo de otra, en un movimiento que nació en Europa Occidental y afectó decididamente a la América Hispanolatina (quizá los únicos que pensaron y actuaron de un modo distintivo fueron los negros haitianos que, desde 1794, lucharon por su independencia contra la propia Francia que exponía, en su faceta colonialista, el otro rostro de la razón ilustrada).
Aquellas décadas significaron, a uno y otro lado del Atlántico, uno de esos momentos excepcionales marcados por una marea de acontecimientos que se precipitan sin control, cuando las ideas y las palabras parecen cobrar vida y el mundo estalla y se recompone vertiginosamente. Una época marcada por el paso decidido, breve e intenso de hombres justos, honestos y violentos, fervientes creyentes en una concepción que aventuraba una nueva era de la humanidad, en un orden definitivamente justo, fundado en las luces del conocimiento lógico-técnico, en el progreso inevitable al que llevaría la combinación de desarrollo científico y ordenamiento sistemático de la vida social y política.
Por todo esto, no hay una conceptualización genuina, original en los hombres de Mayo, un punto de vista auténtico, propio, en tensión creativa con sus referencias, cual discípulo que finalmente construye su camino y, sin dejar de haber asimilado y agradecido todo aquello que le enseñó su maestro, inicia su propio recorrido. No fue culpa de ellos, se conjetura. Algo más grande y presuroso los condicionaba y abrazaba. Los obligaba a lanzarse tras un modelo elaborado en tierras ajenas. Dependencia y razón, fe absoluta en la ciencia y anticlericalismo, ruptura con el colonialismo español acompañada de un nuevo eurocentrismo que combinaba la alucinación por la cultura francesa y un librecambismo engañoso con Inglaterra. Estas son las contradicciones inconscientes de los venerables y encomiables próceres con los que se abre nuestra historia de manual.
Los dos primeros intelectuales argentinos que de una u otra manera, trabajaron y masticaron estas tensiones, tardarían al menos dos décadas en aparecer, hasta bien entrados los años treinta del siglo diecinueve. Era necesario que el proceso histórico madurara, que el país comenzara a perfilarse más claramente, que las confrontaciones internas a cuestas de la sangre derramada exhibieran claramente a los diferentes sectores sociales y proyectos de país que representaban, que apareciera un liderazgo autoritario y popular al mismo tiempo que quebrara, al menos momentáneamente, la subordinación total al liberalismo, para que emergiera un intelectual argentino que, por primera vez, se atreviera a plantarse de otro modo.
Sin dejar de absorber las nuevas olas, consustanciado con las tendencias de la modernidad europea, exiliado la mayor parte de su vida en destinos tan dispares como Montevideo, Santiago de Chile, París y Londres, político frustrado, con frecuentes muestras de genuflexión hacia el poder y restringido como todo hombre por los clivajes y sentidos que marcaron su época, Juan Bautista Alberdi fue un esbozo de intelectual local en el sentido profundo en el que se pretende argumentar esta afirmación. En sus diferentes etapas, desde sus comienzos como integrante de las tertulias en el Salón Literario de Marcos Sastre que dieron forma a la Generación del 37, Alberdi se movió en los bordes, enfrentó las tensiones, abrió un surco novedoso, elemento que lo emparenta con su enemigo íntimo, compañero-adversario de ruta: Domingo Faustino Sarmiento.
Los dos del interior: uno tucumano, Alberdi; el otro sanjuanino, Sarmiento. Uno llegado raudamente a estudiar a Buenos Aires, saludado como joven prodigio, dotado para las humanidades y las artes. El otro, escribe el libro que lo hace célebre –El Facundo, claro está– sobre una Pampa a la que aún no conoce y se encandila a lo lejos con una Buenos Aires que todavía imagina. Orígenes levemente similares, exilios semejantes en tiempos de Don Juan Manuel, pero a su vez dueños de temperamentos contrapuestos y de destinos políticos muy distintos. Uno, Alberdi, reflexivo, algo timorato, precavido, incisivo y ecuánime. Sarmiento: volcánico, voraz, vital, despreocupado e imaginativo.
Chocarían sus plumas belicistas en las Cartas Quillotanas y ya no habría vuelta atrás. Además de las personalidades, sus movimientos políticos los enfrentaron una y otra vez: si el antirosismo los emparentó, el apoyo de Alberdi a Urquiza y la afinidad de Sarmiento con el mitrismo porteño los alejó irremediablemente. Sarmiento logró convertirse en el intelectual político por antonomasia –en un tiempo en el que la sociedad era menos compleja y diversificada y aún permitía esas confluencias– y Alberdi ambicionó ser el cerebro máximo del urquicismo en tiempos de la Confederación Argentina. No lograría eso, pero, posteriormente, la Generación del 80 y el roquismo triunfante aprovecharían su rico legado y le rendirían tributo, erigiendo una suerte de Alberdi póstumamente conservador-positivista. De esa manera, impondrían su idea de Nación en relación al esquema alberdiano de la “República Posible” –con una economía abierta y derechos políticos limitados– que siente las bases de la “República Verdadera” –plenos derechos políticos, además de los consabidos económicos–.
En suma, dos espíritus románticos con luminarias. Ejecutores de un romanticismo de medios para un liberalismo de fines.
Pero, a esa definición, que no me pertenece, habría que agregarle el sentido crítico que le imprimieron a sus obras y acciones. Soñaron con una Nación a escala de las potencias europeas y luego del pujante Estados Unidos –aunque ambos no tardarían en mostrar sus desencantos con estas sociedades en el trascursos de sus viajes–. Se movieron en una relación ambivalente con la oligarquía porteña y estanciera –de la que Sarmiento enfatizó su olor a bosta de vaca en sus últimos años–. Y, por último, más allá de sus conclusiones, problematizaron la dicotomía civilización y barbarie –Sarmiento desde su talento literario, Alberdi desde su liberalismo popular o federalista– y rescataron aquello que sí es recuperable, aún hoy, de la tradición ilustrada, de la propia modernidad parida por la Revolución francesa: el pensar sin concesiones, rescatando las armas de la crítica y el esfuerzo supremo por generar ideas que cambien el mundo. Inscribirnos en una tradición política que juzgamos distante y enfrentada a la que adscribieron Alberdi y, sobre todo, Sarmiento; posicionarnos en un campo determinado que podríamos consentir en denominar nacional, latinoamericanista y popular, no nos debe volver reacios a discutir y traer al presente la huella de estas dos personalidades controvertidas y complejas. La historia muestra su presencia actual cuando se recrea críticamente. Los rostros del pasado, lejos del bronce, vuelven a la vida.
* Sociólogo y periodista.
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