Vie 02.01.2004

EL PAíS  › OPINION

Cercanías

› Por Eduardo Aliverti

Todos los años tienen particularidades políticas, pero el 2003 dispone de una que no es imposible aunque sí muy difícil de empardar: lo que ocurrió en su comienzo y hasta bien entrado su desarrollo parece sucedido hace años luz y, en cierto sentido, en otro planeta. Basta recordar que la rata, a comienzos del año pasado, no sólo estaba a una lejanísima distancia de ser el cadáver público que es hoy sino que figuraba, en todas las encuestas, con firmes posibilidades de acceder a la presidencia.
Al momento de responderse por qué existe esta sensación de lejanía casi absoluta respecto de cosas que acontecieron hace unos pocos meses, quizá la contestación no sea una sola, pero es seguro que la principal consiste en ciertas actitudes del “estilo K”, capaces, esencialmente, de mostrar como novedoso aquello a lo que los argentinos nos habíamos desacostumbrado. Y por supuesto, si bien no hubo cambio de fondo alguno en la economía estructural y en la distribución de la riqueza, hay esa calma que caracteriza los períodos inmediatamente posteriores a las tormentas brutales. Es mucho o es poco, según desde dónde quiera verse, pero en cualquier caso fue suficiente para que el primer semestre del año, o apenas algo menos, sea visto como algo perdido en la memoria.
La referencia a la rata no es casual, desde luego. Este fin de año arroja percepciones que, tomadas a la ligera, pueden conducir a deducciones falsas. Por ejemplo, que la derrota del menemismo significa la de los valores culturales encarnados por él. Que se acabó el tiempo de la derecha. A quienes estén muy apurados por sacar o querer ver esas conclusiones cabe recordarles pequeños detalles: uno de cada cuatro electores votó a la rata acá, a la vuelta de la esquina (el mismo acá a la vuelta de las brillantes elecciones de López Murphy y Macri; y el mismo de un presidente que hubiese sido Reutemann, la rata blanca, de haber aceptado el ofrecimiento); el Congreso nacional está atravesado por muchos de las rostros más horripilantes de los ‘90; las cacerolas confirmaron su retorno a la alacena y la clase media su vuelta a las puteadas contra las organizaciones de los caídos del mapa. Y los índices laborales, más allá de absurdos maquillajes, ratificaron que alrededor de cinco millones de habitantes sufren problemas de empleo entre serios y graves.
¿Quiere decir, entonces, que se vive un espejismo y gracias? No tanto. Así como hay gente apurada por ver súbitamente la vida color de rosa, hay otra que lo está por ser catastrofista a secas. No se puede decir así como así que esto es el calco del menemismo con otros dibujantes. La exigencia intelectual es disponer de un poco más de paciencia con la inmensa salvedad de que los argentinos hambrientos no tienen por qué aguantar más. Esa gente necesita al menos un signo de esperanza y la concreción debe ser inminente. Un país que produce alimentos para 300 millones de habitantes y que no puede dar de comer a 38 es el límite del discurso progresista. De Kirchner y de quien fuere.
El extremo de suponer que ciertas mieles significan de por sí un gobierno de corte popular, y el extremo de interpretar que estos tipos que gobiernan son ya mismo traidores cualunques como los que más tienen antecedentes peligrosos en esta sociedad: los que creyeron lo primero son los mismos que de Martínez de Hoz en adelante compraron todas las fantasías; y los que creyeron lo segundo, inevitablemente, se conformaron con su capacidad de diagnóstico y se sentaron a esperar la revolución proletaria o los efectos del “cuanto peor mejor” en la racionalidad de las masas.
Cuando cierre el 2004, o inclusive antes, ya no se podrá hablar de sensaciones. Se tratará de realidades bien concretas, pero que quede claro: sean buenas o malas, y como siempre, la responsabilidad les corresponderá a los que gobiernan tanto como a lo que haga o deje de hacer el conjunto de esta sociedad. Una sociedad en cierto modo impredecible, y que en menos de dos años fue capaz tanto de arrasar a un gobierno como detranscurrir y esperar apaciguada el gobierno de más o menos los mismos que supo echar.

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