EL PAíS
› COMO ES LA VIDA EN LA VILLA OCUPADA POR LA PREFECTURA
La Cava rigurosamente vigilada
Hace dos meses, 400 uniformados rodearon la villa y no se fueron más. Los vecinos tienen que mostrar documentos para ir a sus casas.
› Por Laura Vales
Desde hace dos meses, 400 efectivos de Prefectura rodean la villa La Cava. Llegaron en noviembre pasado, cuando por una ola de secuestros en el Gran Buenos Aires hubo cacerolazos. Desde entonces, con el argumento de dar seguridad, se quedaron. Nunca había habido, en épocas democráticas, un operativo cerrojo de tanta duración sobre un barrio pobre. Con la villa convertida en gheto, sus habitantes tienen que mostrar documentos para entrar o salir, y pasar por un control de antecedentes penales si por algún motivo les ven cara de sospechosos.
La Cava es un largo rectángulo dentro del municipio de San Isidro: tiene dos cuadras de ancho y veinte de largo. Allí viven unas 12 mil personas. La villa mezcla casas de chapa con otras de material, todas igualmente bordeadas de zanjas por las que corren aguas servidas, lo que envuelve al lugar en un continuo mal olor. La más notable inversión para mejorar las condiciones de vida son los baldosones que tapizan los pasillos, en cada uno de los cuales se puede leer el nombre del ex intendente Melchor Posse y el año de su colocación: “Posse 1994” o “M. Posse 1995”, por ejemplo. No importa en qué dirección se camine en La Cava, siempre se pisa sobre estas baldosas firmadas por el ex jefe comunal.
En torno de esa franja de hacinamiento, en la frontera donde termina la villa y comienzan los grandes jardines de las casas acomodadas de San Isidro, están los uniformados. Se los puede ver como un cinturón sobre la villa, en todas las esquinas, en grupos de dos o tres, con escopetas 12.70 y ametralladoras. En el operativo participan, junto a los 350 efectivos ordinarios, 40 comandos del grupo Albatros.
El prefecto Carlos Elola mira a Página/12 a través de unos anteojos Rayban.
–La gente nos está agradecida –dice–. Desde que estamos aquí, se sienten más seguros –agrega.
Los vecinos se animan a salir a la vereda, cosa que antes no podían ni pensar. Hay tranquilidad. Son muchos los que les piden que se queden en esta zona que, en señal de respeto, el prefecto nunca llama villa sino barrio. La gente los quiere, afirma. Pero Página/12 llegó a La Cava en compañía de un grupo de mujeres que en realidad opina todo lo contrario y quiere denunciar la situación. Cinco o seis de ellas han acompañado al equipo en una recorrida inicial por la villa, y ahora escuchan en silencio la argumentación del oficial. El prefecto Elola ofrece una prueba de sus palabras:
–Señora –llama a una mujer ajena al grupo que pasa por allí.
–Sí, señor –dice la mujer.
–¿Cómo le va?
–Bien, señor.
–Cuente cómo están desde que empezó el operativo.
–Bien, señor.
–A la señora le buscamos el hijo –dice el prefecto a Página/12–. Dígale qué pasó.
–Se me había ido de casa –dice la señora.
El grupo de mujeres escucha la conversación sin intervenir, con cara de pocos amigos. “Pero también hay quejas –se anima una–. Ustedes le tiraron todos los papeles a los cartoneros.” El prefecto Elola dice que no fue por ellos, sino que recibieron una denuncia de que los cartoneros estaban “metiendo cosas” en el barrio. Con tono amable, invita a Página/12 a acompañar un patrullaje por el interior de La Cava. Se prepara un grupo de cuatro uniformados. Cuando todo está listo, el responsable del grupo mira a las mujeres con los chicos y duda. Quiere saber si ellos van a ir también al recorrido.
–Sí –dicen ellas.
El responsable del grupo no lo recomienda.
–Es que a veces –dice cuando se le piden las razones– nos tiran piedras. Nunca se ve desde dónde.
La patrulla que hace el recorrido está integrada además por un policía bonaerense que lleva colgada del hombro una computadora. Es una máquina con capacidad para almacenar hasta 50 mil huellas digitales de personas con pedido de captura. Cuando se cruzan con algún joven, lo ponen con las manos contra la pared, lo cachean y finalmente escanean sus huellas para chequear si tiene antecedentes. El procedimiento se repite con todos los adolescentes que van encontrando en los pasillos.
En los pasadizos angostos, el calor del verano convierte en un vapor pestilente el agua de las zanjas. Todo el tiempo se ven casillas de chapa, hacinamiento, chicos que juegan en la tierra. Sin embargo, los prefectos tienen una percepción increíble del paisaje.
“Si entra a alguna de las casas –dice uno de ellos– va a encontrar que tienen microondas, televisor, videocasetera, equipos de música, aire acondicionado.” El suboficial describe la villa como un lugar lleno de comodidades. Para él no hay habitaciones con pisos de tierra ni personas hacinadas en cuartos de dos por dos, sino una especie de palacios disimulados con frentes de chapa. “Es todo apariencia”, dice, “viven acá porque no pagan impuestos”. El fotógrafo se enoja, pero no hay tiempo para una discusión: el jefe del grupo ordena a sus efectivos que se apuren para no exponerse a las pedradas.
Algunos vecinos se han animado a denunciar la situación. Los militares, dice Zulma Ramírez, desocupada y piquetera de la Corriente Clasista y Combativa, “se la agarran especialmente con los adolescentes, e incluso con chicos que van a la escuela. A los chicos jóvenes les han dado palizas como si fueran culpables de no se sabe qué”.
El 31 de diciembre, cuenta otra mujer, Zulema Saavedra, “se llevaron a mi hijo Alberto, de 30 años. Eran las 9 de la mañana. Mi hijo estaba a media cuadra de casa cuando tres militares lo detuvieron. Lo llevaron a la calle Posadas. Mientras dos miraban, el tercero le sacó los zapatos, le vació los bolsillos, lo golpeó y lo pateó hasta que mi hijo se hizo encima”. El agredido hizo la denuncia en los tribunales de San Isidro y fue revisado por un médico que constató sus heridas: “la boca lastimada, el ojo morado, los dedos de la mano hinchados porque se la pisaron”. Otros detallan cómo es la vida militarizada: las detenciones cuando se va al almacén, las continuas explicaciones sobre por qué se está en la calle y la revisión de los bolsos.
Para el resto de la sociedad, la situación se ha naturalizado. Parece que todo el mundo acepta la idea de que las villas son la fuente del mal. Los operativos no tienen plazos. Un esquema similar al de La Cava se mantiene en Fuerte Apache, a cargo de Gendarmería, y en el asentamiento Carlos Gardel, donde está la Policía Bonaerense.