EL PAíS
› OPINION
Aprendizaje necesario
› Por Washington Uranga
No basta con declamar el valor de la democracia y la importancia del diálogo y de la pluralidad de voces y opiniones. Muchas veces no basta ni siquiera con la buena voluntad de todos y todas para poner en práctica lo que se proclama. La convivencia democrática es un aprendizaje que no resulta ni sencillo ni tan rápido como a veces aparece en los discursos y en las afirmaciones. Entre otras razones porque supone que tanto los ciudadanos y ciudadanas como las instituciones que participan de la sociedad, aún creyendo firme y honestamente en la verdad que defienden, abandonen toda pretensión de imponer al resto de las personas su misma visión o de establecer la perspectiva propia como normativa para el conjunto social. Es un valor defender con firmeza aquello en lo que uno cree y nadie puede objetar a quienes pretendan convencer al resto para sumar adhesiones a su propia mirada, a sus propuestas y propósitos. Sin embargo, la convivencia democrática se basa en el reconocimiento de la pluralidad. El proselitismo en favor de las propias ideas no puede traducirse, por ningún motivo, argumento o circunstancia, en pretensión de preeminencia sobre otras posiciones o puntos de vista. La existencia de una mayoría de opiniones en favor de una postura no da mayor derecho. Ni siquiera la perdurabilidad en el tiempo de una determinada creencia o convicción, o el peso, prestigio y tradición de instituciones que se pronuncien a favor de una idea puede ser leída como argumento de preeminencia sobre las ideas que sostienen otros en minoría. Este razonamiento tiene que servir también para entender que nadie puede, en razón de sus ideas, impedir el acceso de una persona de reconocida trayectoria en el campo de su competencia, en este caso la administración de justicia, a un cargo como el de juez de la Corte Suprema. Algunos sectores de la Iglesia Católica –que no pueden arrogarse la representación ni de la institución ni del conjunto de su jerarquía– se han pronunciado en contra de la integración de Carmen Argibay a la Corte Suprema en virtud de que mantiene posiciones opuestas a la doctrina de la Iglesia Católica. No parece un argumento suficiente y válido. Porque lo que está en juego no son las opiniones de Carmen Argibay sino su idoneidad para cumplir con el cargo para el que se la propone. Y porque el aprendizaje necesario exige defender las propias ideas sin pretender la descalificación del otro por las propias. Mientras así lo entienda también Carmen Argibay no hay motivos de oposición. Porque la democracia supone aprender a vivir en la diferencia.