EL PAíS
› DILEMAS DE LA DEUDA Y DEL DEFAULT
A mayores pagos, mayores dudas
› Por Julio Nudler
Si la Argentina lograra crecer a un 6 por ciento anual promedio, dentro de cinco años un superávit fiscal primario del 3 por ciento del Producto Interno Bruto equivaldría a un 4 por ciento del PIB actual, o quizá más aún en dólares si entretanto el peso se apreciara en alguna medida contra esa moneda. No habría razón, por ende, para que el FMI y los acreedores privados hagan tanto hincapié en que el país debe comprometerse a un ahorro fiscal superior al 3 por ciento, sobre todo en la medida en que ese mayor esfuerzo retarde el crecimiento. Si la economía quedase estancada por culpa de una meta fiscal excesiva, los acreedores no habrían ganado nada con imponer hoy su criterio.
Aminorar la quita planteada por la Argentina sobre la deuda a negociar implicaría cargar, hacia el futuro, con un endeudamiento pendiente comparativamente mayor. Este fardo más pesado ralentaría la marcha de la economía, tanto porque le drenaría más recursos para transferírselos a los acreedores como porque ahuyentaría inversiones. Operaría ese factor que Página/12 denominó “efecto Groucho”, según el cual ningún administrador de fondos pondría plata en un país que hiciese lo que él aconseja. ¿Quién metería su dinero en semejante exprimidora de impuestos?
Pero la lógica de estos razonamientos puede interesar poco y nada a los tenedores de bonos defolteados, deseosos de que los nuevos papeles que reciban tras una reestructuración tengan el mayor valor de mercado posible, reflejo de una menor quita en el valor nominal y en el valor actual de la deuda. Desde esta lógica, la negociación va a empantanarse si el país no mejora su propuesta, o habrá una montaña de litigios judiciales que mantendrán la incertidumbre.
Aquí entran a tallar quienes postulan que el verdadero negocio para la Argentina es emerger cuanto antes del default para normalizar su status financiero. Sería más barato aflojar en la medida necesaria a la presión acreedora y cerrar trato que mantenerse en una condición de paria. La normalización atraería capitales, aumentaría la inversión, consolidaría el crecimiento, elevaría la recaudación impositiva y, al final de cuentas, los beneficios superarían a los costos.
Todo este virtuoso sendero es hipotético. Aun quienes lo predicen no apostarían su casa a que todo ocurrirá de esta manera. Si por alguna razón fallara –por ejemplo, no ingresaran más inversiones–, el compromiso asumido por el país resultaría insostenible y se caería en una nueva cesación de pagos. Hoy existe el peligro de dejarse llevar por una coyuntura favorable, de rápido crecimiento, amplio excedente externo y rotundo incremento en la recaudación tributaria. Lo riesgoso sería adoptar obligaciones de largo plazo en base a condiciones que pueden deteriorarse a corto o mediano.
No puede negarse que es mejor salir del default más temprano que tarde, y reabrir el acceso a los mercados voluntarios de crédito, ante todo porque hará falta refinanciar vencimientos de capital de la deuda. Pero las incógnitas son muchas. Una es cuánto tiempo después de un acuerdo se encenderá la primera luz verde. Otra es si los circuitos dispuestos a financiar a la Argentina se conformarán con tasas de interés compatibles con el crecimiento potencial de esta economía. Aceptar niveles superiores sería como repetir el megacanje Marx/Cavallo.
En principio, nadie que piense operar y hacer negocios dentro del país va a estar hoy abogando por una propuesta más generosa hacia los acreedores. Entre los últimos años de Alfonsín y los primeros de Menem, cuando regía la capitalización de deuda externa, no se oía a ningún financista rezongar porque los títulos nacionales cotizaran incluso por debajo del 20 por ciento de su valor facial. Estaban felices de comprarlos como ganga y adquirir con ellos activos en el país, entre éstos todo el sistema telefónico.
El hecho de que, por el momento, las cosas han marchado mejor de lo previsto, proveyendo al fisco más recursos que los anticipados, ha abierto una discusión entre diversas propuestas, no necesariamente excluyentes: una, aspirar a una menor quita en la deuda y comprometer mayores transferencias en favor de los acreedores; otra, aumentar el gasto público (como viene sucediendo o más) para reforzar la inversión y las partidas sociales, para atenuar la exclusión; tercera opción, reducir impuestos para que el sector privado pueda ser el gran protagonista del crecimiento y evitar un rol excesivo del Estado y, por último, alimentar un fondo anticíclico, destinado a contrarrestar una eventual recesión.
Dentro de este surtido de alternativas, el Gobierno adopta una mezcla de la segunda y la tercera, formando parte esta última del programa que suscribió con el Fondo Monetario. El cóctel no va a garantizarle demasiada paz porque no conformará del todo a nadie, y desde luego desaira completamente a los acreedores defolteados. Pero lo cierto es que la puja con éstos continúa abierta, y que el FMI seguirá terciando en pos de un mayor ajuste. Marzo será el momento de verse las caras. En ese mes vencen 3926 millones de dólares con el Fondo, el Banco Mundial y el BID.