› Por Edgardo Mocca
El reconocimiento de la guerra librada por el grupo Clarín contra el anterior gobierno, realizado por el columnista Julio Blanck, es un documento muy importante. Por empezar desmiente todo el repertorio del periodismo “independiente” desarrollado durante todos estos años y hasta la misma comedia autovictimizante que colocaba a ese periodismo en el lugar de objeto de persecución del gobierno: hacer la guerra no equivale a ser un perseguido. Pero hay algo más interesante todavía, es la enunciación en tiempo pasado del fenómeno; cualquiera que se asome unos minutos a los productos de la maquinaria del grupo en cualquiera de sus soportes, fácilmente advierte –si es que tiene algún interés en advertir– que no solamente la guerra continúa, sino que ha adquirido niveles impensados. Es una perplejidad política, una operación mediática imparable para destruir a un sector político al que al mismo tiempo se intenta presuponer en vías de extinción. Varias revelaciones encierra esa perplejidad. Una de ellas concierne a las razones íntimas de ese estado de guerra; si ese gobierno fuera solamente eso, un gobierno, y se sostuviera el famoso fetiche de la “alternancia”, tan del gusto del refinamiento lingüístico del establishment politológico, no habría razones para el encono: se supone que todos los partidos deberían estar en condiciones de “alternar” en el gobierno en el mundo feliz de la teoría liberal, pero el kirchnerismo no lo está. El argumento emblemático lo pronunció Lanata hace unos días: no hay discusión política posible alguna, porque era solamente una banda de delincuentes comunes. Hace rato que el hombre ocupa el espacio más radical de la antipolítica neoliberal pero, claro está, no es solamente eso lo que explica el insólito dictamen; detrás del “argumento” está una estrategia política muy clara que se elabora mucho más arriba de la imaginación del llamativo periodista.
El reconocimiento de la guerra, sumado a la fácil constatación de que no es cierto que haya terminado, tiene el discreto encanto del sinceramiento. Me ha tocado vivir en carne propia la exaltación del coro liberal, cada vez que una metáfora bélica se mete en mis frases. Claro, es el fácil escándalo de muchas personas que aceptan, simpatizan y hasta apoyan la guerra real –las que libra Estados Unidos en diferentes regiones del mundo, por ejemplo– pero púdicamente rechazan la guerra como metáfora política. La guerra es mala pero la política debe ser buena, parecen afirmar, como si se tratara de dos asuntos esencialmente diferentes. Claro, eso es lo que dicen pero no lo que piensan. En la guerra de las palabras –que de eso estamos hablando– es necesario ocupar el lugar del bien, y éste está definido por el sentido común dominante. En este caso, el truco consiste en despojar a la política de su núcleo vivo y fundante, que es el conflicto. Desplazar el centro de los antagonismos a cuestiones que no son políticamente conflictivas (éste roba más que aquel y el otro más que éste) porque nadie va a aceptar jamás en ninguna época y en ningún punto del planeta que forma parte del partido de la corrupción. La guerra deviene, por el mecanismo de la corrección política, fundada en razones prepolíticas, religiosas podría decirse si eso no fuera un agravio contra la fe sincera de millones de personas. La posibilidad de desentrañar las raíces y los mecanismos con los que se libra la por fin reconocida guerra es una de las cuestiones centrales de la política argentina.
La transición de la guerra a la paz es siempre un proceso de transformación de los términos de la política y una reconfiguración de los actores. Argentina ya vivió un período paradigmático en ese sentido después del golpe cívico-militar contra Perón. Claro que ese episodio cuenta con el factor diferencial de haber sido producido por una intervención ilegal y autoritaria que modificó arbitrariamente los términos de la lucha política, produciendo, entre otras cosas, la convocatoria a la reforma del texto constitucional por medio de un bando militar, instrumento jurídico más débil, incluso, que un decreto de necesidad y urgencia. En nuestros días es esa pretensión de tránsito de la guerra hacia la paz lo que está en disputa. Porque tal como ocurrió en el 55 las clases dominantes sustentan su proyecto de esquema político sobre la base de un principio de exclusión: para estar adentro del esquema hay que aceptar que el actor político central de los últimos doce años no existe más. El problema es de por sí complejo, pero se hace más arduo cuando toda la realidad gira en torno de un viraje regresivo, que por momentos adquiere una crueldad y un cinismo estatal muy intenso. Han construido una afinidad conceptual perfecta entre la demonización de la demagogia populista y el retroceso industrial, la caída del salario, el avance sobre conquistas sociales y culturales y la banalización de la misma idea de patria, que pone la batalla en el lugar de una cuestión existencial, ellos o nosotros.
La coyuntura política está signada por un problema principal, el de la construcción de un orden político para el proyecto de restauración neoliberal. La brújula del bloque dominante apunta en la dirección de un sistema político capaz de absorber demandas sociales e identidades políticas en los cauces institucionales de una democracia “normal”, es decir de un sistema que ofrezca diferencias que legitimen el propósito de élites diferentes de ocupar el centro del sistema, sin otro límite que el “pluralismo”, la “tolerancia” y bienes públicos de este tipo, es decir sin otro límite que la seguridad jurídica de la propiedad y del capital, de la gran propiedad y del gran capital para decirlo con más precisión. Es en ese contexto que aparece la pregunta pública a la que no rehuyen las usinas de pensamiento del establishment: qué pasa con la “oposición”. El principio de exclusión sobre el “viejo régimen” está concentrado en este punto: hay una oposición realista, moderada, moderna, pluralista… es decir aceptable. Y otra extremista, ideológica, binaria, populista a destruir. Están Massa y el peronismo razonable por un lado y el cristinismo irredento y sectario por otro. Y hoy la cuestión empieza a girar en torno de un hecho central del calendario institucional, las elecciones legislativas de 2017. El término que organiza la discusión es el de la “unidad de la oposición”. Curiosamente así se planteó también el tema en las elecciones realizadas entre 2007 y 2015: cómo unir al amplio y autocontradictorio espacio de los opositores al kirchnerismo para asegurar su triunfo. Es interesante ver cómo esa cuestión que desveló al establishment durante tantos años se definió de la forma acaso más inesperada: el sector más expresivo de la ideología de los grandes empresarios locales y multinacionales triunfó sobre la variante de la ancha avenida del centro que propuso Massa. Claro, la forma en que se resolvió el enigma de la oposición antikirchnerista trajo nuevos interrogantes. Hoy estamos ante un gobierno tecnocrático, desprejuiciado y tendencialmente cada vez más agresivo y violento que despierta en unos y otros la pregunta sobre la viabilidad política de semejante viraje.
La unidad de la oposición es la manera principal en que hoy se expresa públicamente la demanda de construcción de un cierto contrapeso político contra una intensa ofensiva política acompañada por una enorme agresividad discursiva, desarrollada por la administración Macri. El reflejo más elemental refiere el problema de la unidad a un problema de “programa”: hay que ponerse de acuerdo en qué proponemos frente a cada uno de los atropellos que sufre el pueblo en estos días. No está mal. Pero la cuestión programática es secundaria respecto de la cuestión del establecimiento de una frontera política. Hace falta saber si estamos discutiendo sobre diferentes formas de desarrollar un régimen político “normal” que acepta las reglas de juego del mundo neoliberal o si buscamos formas alternativas de ubicarnos en el mundo. Y cuando la discusión se instala ahí, lo principal pasa a ser el juicio sobre la experiencia real de los argentinos y no sobre las burbujas ideológicas que sobre ellas discurren. La cuestión de la unidad nacional se define no sobre elucubraciones abstractas sino sobre el balance político de la época que va de 2003 hasta la fecha. Pongamos en fila todos los temas que la unidad de la oposición tiene planteados en sus interrogantes programáticos; el desarrollo, la industria, las demandas populares, la relación con la región y con el mundo y no en último lugar la mirada sobre el pasado. Si se pueden encontrar algunos puntos de cruce sobre estas miradas, la unidad tiene sentido. En caso contrario se reduce al cálculo electoral, lo que no es malo pero sí insuficiente.
Mientras tanto está la realidad cotidiana. ¿Hay acuerdo para enfrentar hasta el final el atropello de las tarifas de los servicios? ¿Hay una plataforma común para enfrentar la desnacionalización, la desindustrialización, la orientación contra el salario y las propuestas regresivas en la legislación laboral? Es innegable que en todos estos temas y en muchos otros algo tendrá que decir una fuerza política durante cuyo gobierno estos temas tuvieron un tratamiento abiertamente antagónico con el que hoy predomina. Como ha dicho Jorge Alemán, el problema político argentino es el de la frontera que divide el campo político. Si la frontera la decide una mirada corrupta sobre la corrupción, el buen pensar que establece la embajada y la cínica reducción moralista de la política, la unidad de la oposición puede ser el nombre de una operación de cierre del sistema político argentino a cualquier forma de resistencia operativa y efectiva al orden neoliberal.
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