EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Una de las primeras frases de Hugo Yasky en su discurso de cierre de la Marcha Federal fue la afirmación de la existencia de un nuevo momento político en el país. Acaso el propio acto multitudinario que lo rodeó esa tarde es parte, producto y factor importante en ese nuevo momento.
Se trata, claro, de la apertura de una etapa distinta de la expectativa y la experiencia social frente al gobierno de Macri. Los jalones que van abriendo paso a esta etapa son, entre muchos otros, el acto conjunto del movimiento obrero el 29 de abril y las diversas expresiones de protesta popular que recorrieron todo el país en contra de los tarifazos. Lo primero que conviene comprender para orientarse ahora es que la conflictividad contra las políticas oficiales es el fruto de una dinámica política y no una escena producida artificialmente desde las oficinas de algún partido o espacio político. La necesidad de aclarar este punto de partida es, sin duda, insólita: hace rato que el volumen, amplitud y significado de las movilizaciones sociales está lejos del alcance de las dirigencias partidarias y de cualquier otro centro de generación. Su alimento principal, lo que ensancha su significación política en relación a los actos orgánicos de las fuerzas políticas es un cierto clima social y político. En este caso, el clima es el del final de la etapa fácil del gobierno de Cambiemos: del tiempo en que las lógicas expectativas de todo comienzo, la pirotecnia mediática contra la pesada herencia y la disposición complaciente de una parte de la dirigencia opositora alcanzaban para que las veloces y regresivas medidas del Gobierno hicieran pie sin dificultad. Las expectativas se fueron gastando y, en consecuencia los otros dos frenos a la conflictividad perdieron eficacia. El circuito de operaciones de inteligencia, abusos judiciales y estigmatización mediática del kirchnerismo sigue siendo incesante y creciente, pero su eficacia política ha caído visiblemente. Lo testimonian las encuestas y también la calle. El cuadro interpretativo que presenta las cosas como el producto de la agitación kirchnerista actúa en la doble dirección de atacar a esa fuerza política y darle aire a una respuesta oficial centrada en la represión. Es pura propaganda y no tiene ningún punto de apoyo en la realidad.
Puede considerarse entonces que entramos en un período de tensiones y de conflictos. Es muy visible que el Frente Renovador y los sectores internos del justicialismo que votaron favorablemente leyes vergonzosas como la que aprobó el acuerdo con los fondos buitre y las que legitimaron decretos presidenciales que borran de un plumazo, entre otras, la ley de democratización de los medios de comunicación, se han ido deslizando progresivamente a una actitud más crítica. El telón de fondo, públicamente disimulado de estas novedades son las próximas elecciones. Es lógico, en la democracia el sufragio es la manera principal en la que se expresa la voluntad popular, la que convierte el juicio sobre las fuerzas políticas en instrumento de redistribución del poder. Entonces entre quienes conforman la oposición hay cada vez menos dirigentes dispuestos a aparecer pegados a un gobierno que viene perdiendo apoyos. Pero al mismo tiempo, para la elección falta mucho todavía. Queda por ver cuáles son los recursos que puede poner en juego el Gobierno, el efecto social que éstos puedan alcanzar y los movimientos que puedan producirse en el realineamiento de las fuerzas políticas. Pero lo fundamental será el clima social y político con el que lleguemos a las elecciones. Una de las preguntas que naturalmente circula en estos días es la de si finalmente habrá en octubre próximo una unidad de la oposición. Y no cabe duda de que el nuevo clima de activación popular aumenta la demanda de esa unidad. Si de hecho se encuentran en la calle gentes que vienen teniendo importantes diferencias en los últimos años, ¿por qué no puede lograrse que esa confluencia se exprese electoralmente? En principio hay que dar por supuesta la posibilidad de que ese encuentro se produzca y, enseguida después, observar rigurosamente los obstáculos para que eso ocurra.
El primer obstáculo es el antikirchnerismo. Para un sector del justicialismo y del massismo el aislamiento del kirchnerismo tiene más importancia estratégica que la derrota del macrismo. Hay dos órdenes de cuestiones que explican esta prioridad: una corresponde a las inevitables querellas internas entre dirigentes que intentan abrevar en las mismas fuentes electorales. Pero se agrega otro elemento: algunos de los dirigentes de esos espacios consideran –lamentablemente en la misma línea que el establishment– que el único orden posible en la Argentina es un orden que excluya la irrupción de fuerzas “anormales”. Es decir, que ponga nuevamente en escena los conflictos críticos que tocan cuestiones de la propiedad y la distribución de los recursos materiales y simbólicos que, en consecuencia, coloque al país en una tensión política insoportable. Tienen una idea de orden político exclusivamente asociado a la ausencia de conflicto. Curiosamente la más grande crisis política de las últimas décadas, la de fines de 2001, fue la consecuencia de una línea de acción política que se presentaba como el gran consenso nacional. Un consenso tan amplio que admitía la sucesión de gobiernos justicialistas y radicales sin ningún costo de orden político. Pero así y todo, a pesar del derrumbe de esa experiencia, el proyecto de crear un sistema de partidos “de centro”, es decir igualmente amigables con el capital concentrado, sigue teniendo fervientes adhesiones. No es ajena a este hecho la enorme presión que sobre esos campamentos políticos ejerce el poder económico concentrado y sus maquinarias propagandísticas: una ruptura de ese pacto consensualista convierte a quien la produce en un agitador populista y progresivamente, con seguridad, en un corrupto, un violento o todas esas cosas a la vez. Por supuesto que las posiciones políticas no son estáticas ni invulnerables a la realidad. Como estamos viendo en estas horas, la activación popular produce cambios posicionales. Solemos encontrarnos frecuentemente con la afirmación de que estos cambios son pura cosmética política, que quienes los producen quieren “engañar al pueblo”. Estos juicios presuponen la posibilidad de un tipo de representación política transparente, cristalina y siempre igual a sí misma. Un tipo de suposición que no soporta la prueba de fuego de la comprobación histórica. La biografía de cualquier gran hombre de la política –si es biografía y no hagiografía– está poblada de contradicciones, de vacilaciones, de negaciones. Porque lo que puede permanecer siempre igual a sí mismo es una idea petrificada, impotente, inevitablemente condenada a la derrota política. En cualquier caso, la orientación crítica de quienes apoyaban entusiastas el ajuste neoliberal es un activo de las fuerzas comprometidas con proyectos transformadoras y no un problema para ellas.
El campo kirchnerista tiene frente a sí el desafío de recomponerse y poner también su mirada en consonancia con este nuevo momento. Hay que partir, claro, de que los cambios de clima –incomparablemente más rápidos que los que enfrentaron Menem y De la Rúa, aún cuando éste asumió después de varios años de neoliberalismo– no son comprensibles por fuera de la experiencia política realizada en los gobiernos kirchneristas. La comparación entre los tiempos previos al 10 de diciembre y los actuales, que en su momento propusiera Cristina, alcanza para explicar lo que pasa en las calles. Hay una memoria sobre la que se proyectan los tiempos actuales; una memoria que no tiene en el pasado inmediato ni el empobrecimiento, ni el achicamiento de la economía ni el caos social sino una experiencia de avances importantes aún en el contexto de problemas que subsistieron. La memoria es para el kirchnerismo un arma a la que no debería renunciar. Pero hay una memoria crítica que mira hacia el futuro y una memoria melancólica anclada en el pasado. En el segundo tipo de memoria se fija una escena muy intensa, asociada al sabotaje permanente y creciente que los gobiernos de esa etapa sufrieron de parte de los grupos poderosos. Y fijada la memoria en esa escena, el juicio moral sobre los dirigentes políticos que formaron parte de uno u otro modo en esa escalada se convierte en un obstáculo político; cuando la enemistad política queda encerrada en el juicio moral, la mirada no puede sino anclarse sobre la propia identidad, idealizada y depurada, claro está, de aspectos críticos y de contradicciones. Se llega así al sectarismo.
El sectarismo convierte la fe política en la capacidad de un pueblo para revertir situaciones difíciles y dolorosas como la actual en una obsesión por el retorno de lo mismo. Es decir no una recuperación política de posiciones en el terreno de un presente cargado de contradicciones y amenazas, sino el imposible deseo de que lo que ocurrió no hubiera ocurrido. Esto es un problema que conspira contra un reconocimiento de las propias oportunidades actuales. Deja de ver, incluso, que en la reactivación popular de estos días hay un mérito enorme de la militancia. Es muy difícil comprender los ruidazos y las grandes movilizaciones obreras y populares sin incluir en su explicación las plazas del pueblo, la gran convocatoria del 24 de marzo y los episodios multitudinarios alrededor de la figura de Cristina. Si se arrincona al sectarismo, se reconoce la existencia de una importante oportunidad y se logra combinar la firmeza en la defensa de sus propias convicciones con una gran amplitud y flexibilidad política, el kirchnerismo, lejos de cumplir la profecía del establishment sobre su inevitable extinción, puede constituirse en un aporte central al avance popular en esta nueva etapa.
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