EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
El ecosistema político que sostiene al neoliberalismo en el mundo es el de la competencia electoral periódica por el gobierno entre fuerzas de diversas tradiciones históricas pero igualmente comprometidas con la no interferencia estatal en el incesante y vertiginoso proceso de concentración de la riqueza global. Por eso, el problema político principal en el país es si se alcanza o no a reconstruir ese sistema puesto en crisis por los gobiernos kirchneristas. Es decir si se logra construir las dos coaliciones amigables con el establishment y capaces de alternarse en el gobierno. Claramente, como dijimos aquí mismo en más de una oportunidad, esa reconstrucción solamente es posible si esa reciente experiencia heterodoxa es reconvertida en la subjetividad popular en una desgracia histórica cuyo regreso hay que prevenir. Más allá de la frívola condescendencia con que sus funcionarios son tratados en la inmensa mayoría de los medios de comunicación, el macrismo no tiene hoy ningún otro recurso argumental que la invocación de la pesada herencia que les dejó el anterior gobierno. Poco importa que los documentos oficiales que dieron la vuelta al mundo en busca de la lluvia de dólares anunciada nieguen esa afirmación y den una idea completamente opuesta de la realidad del país: el libreto no se puede cambiar porque en él se apoya la estrategia del gobierno y más que de éste del establishment. Macri dijo la última semana en Estados Unidos que los argentinos íbamos a una crisis “igual que la de 2001” y el pueblo lo evitó con su elección. Es una frase que evoca la principal carencia del neoliberalismo en las circunstancias argentinas actuales, la inexistencia de una situación políticamente caótica durante los gobiernos del Frente para la Victoria. Ciertamente no puede negarse que lo intentaron en varias oportunidades y que la apuesta por una salida anticipada de Cristina está documentada en centenares de títulos centrales en las cadenas oligopólicas de la información. Pero la presidenta gobernó hasta el último día, aunque unas horas menos por una ridícula disposición judicial. Entonces la crisis que no existió es uno de los problemas centrales que tiene el proyecto neoliberal. Por eso la dinámica mediática gira más en torno a las denuncias contra la ex presidenta y funcionarios de sus gobiernos que en la defensa del programa de ajuste.
A esta altura se puede hacer un balance provisorio de esa línea de acción. El macrismo consiguió en sus comienzos una colaboración parlamentaria que desbordó largamente las fuerzas de Cambiemos. Sus medidas más inmediatas –que incluían desde la legitimación de la derogación de facto de la Ley de servicios de comunicación audiovisual hasta el escandaloso acuerdo con los fondos buitres– tuvieron el apoyo del Frente Renovador y de diputados y senadores del Partido Justicialista. Los argumentos giraron en torno a la responsabilidad por el cuidado de la “gobernabilidad”. El hecho político verdadero, el que generó consecuencias en la realidad, fue que esas medidas que eran parte del corazón del programa inmediato del establishment alcanzaron la condición de ley. Era la época del alegre acompañamiento de algunos dirigentes, supuestamente opositores, al foro de Davos, el tiempo en que el interés común en el debilitamiento de las fuerzas del kirchnerismo era un punto excluyente de una agenda común de algunas burocracias partidarias. Ese tiempo no es el actual. Y el cambio no obedece a un replanteo en el interior de esas estructuras políticas sino que es el producto de la activación popular en contra de algunos aspectos particularmente crueles del ajuste; los tarifazos, los despidos y la caída del poder de compra de los salarios lucen en los puestos primeros de la indignación pública. Es muy interesante esta experiencia porque pone en cuestión una manera del análisis político que coloca en el centro excluyente de la escena al comportamiento de las élites partidarias. Habitualmente también se incorpora al esquema analítico el resultado de las encuestas de opinión. La democracia es un contrapunto –según esta perspectiva– entre instituciones y opinión pública; un mundo ideal, en el que la organización y la acción colectiva son negadas o colocadas bajo el rótulo de “minorías intensas”, haciendo uso fraudulento de esa categoría pensada para otros fenómenos. El problema que tiene este cuadro interpretativo es que la formación de la subjetividad popular se reconstruye bajo la forma de una respuesta circunstancial a una pregunta que le interesa al encuestador, dada en un momento determinado. La experiencia de vida del encuestado queda reducida a una definición del género, el nivel económico y la edad de un individuo. Ahora las encuestas están reflejando un estado de creciente rechazo de las políticas del gobierno que desde hace varios meses venían siendo enfrentadas en las calles del país. La conducta del movimiento obrero organizado y de una vasta red de organizaciones sociales y culturales no deberían ser datos secundarios de un análisis político. Son fuentes muy importantes de la creación de una atmósfera social que después terminan reflejando las encuestas.
El clima social, transformado visiblemente en estos meses, será una variable decisiva en el relativamente breve período que nos separa de la elección legislativa del próximo año. Las dificultades que atraviesa el gobierno han provocado el deslizamiento de muchos referentes opositores desde la moderación o la complacencia hacia sus políticas a una posición más crítica y distante. La interna justicialista está, razonablemente, en el centro de las miradas. Tiene ante sí tres problemas principales: la posición frente al gobierno de Macri, el grado de amplitud y peso electoral que alcance su unidad interna y el liderazgo. El primer problema significa dar una respuesta política a una situación de creciente conflictividad social; la unidad de la CGT y la creciente inclinación de su triunvirato directivo a favor de un paro nacional pueden considerarse síntomas de una imposibilidad para prolongar el tiempo de la colaboración parlamentaria y política, por lo menos en el grado en que se ejecutó durante los primeros meses del gobierno. El desplazamiento de la conducción del PJ hacia una posición de clara oposición es muy visible aunque no definitiva. Todo dependerá de la evolución del clima popular, con un agregado muy importante: es difícil presentarse como opción electoral al gobierno de una coalición con la que se colabora ampliamente. Los límites de la unidad interna son también móviles: hasta hace poco predominaba en la cúpula la idea de una separación clara y precisa respecto del sector que reconoce el liderazgo de la ex presidenta. En el nuevo clima la cuestión no está tan clara. En primer lugar porque es innegable que el kirchnerismo conserva una autoridad importante en el terreno de la coherencia y consecuencia con que se vienen enfrentando las medidas de ajuste, entrega y represión. Claramente este sector representa una alternativa no solamente circunstancial en términos electorales, sino un antagonismo político de fondo con el rumbo neoliberal. Esa realidad desalienta la idea de una bolilla negra para sus referentes, lo que no podría sino tener importantes costos electorales, sin contar con el peso propio de la figura de Cristina en el caso de que se lance su candidatura: sería difícil encontrar en el actual plantel del PJ una figura que pudiera cuestionar ese peso y, mucho menos, enfrentarla. Los límites pragmáticos de la unidad justicialista incluyen la cuestión de Massa y el Frente Renovador. En el seno de ese partido hay una amplia lista de importantes dirigentes provenientes del justicialismo. Eso abre la cuestión de la posibilidad de una amplia coalición panperonista, lo que sería ampliamente aconsejable desde el punto de vista electoral si no existiera el mencionado “límite kirchnerista”: ¿Cómo se hace para unir al kirchnerismo bajo la dirección de un líder que define a ese sector como el pasado político? Otra pregunta: ¿Cómo se hace para agrupar al peronismo en torno de la candidatura central de un dirigente que está fuera del partido y para eventualmente enfrentar a la líder política de los dos últimos gobiernos peronistas de la historia? La cuestión de los liderazgos en el interior de una amplia unidad peronista no es un obstáculo, porque sencillamente no hay obligación de resolverla antes de una elección legislativa. En la hipótesis de una amplia unidad en el interior del justicialismo, bien podrían ser los desempeños electorales en los distritos más importantes los que construyan un mapa del poder interno.
Claro que la unidad pragmáticamente construida solamente puede funcionar bien en un marco de mínima coherencia política. La elección, tal como suele ocurrir, será un test donde el gran evaluado será el gobierno, a través de la coalición que lo exprese electoralmente. Si esto es así, para que exista unidad tiene que haber un juicio general compartido respecto de las políticas desarrolladas en el período previo a la elección. Un juicio que no solamente se exprese a través de la campaña electoral sino en la conducta cotidiana en el Congreso, en los gobiernos provinciales y locales así como en las organizaciones sindicales y sociales. Lo que está hoy muy claro es que será difícil resolver los dilemas preelectorales al margen del clima social y político del país. Es otro modo de decir que tal vez la variable clave sea la evolución de la acción colectiva popular en estos meses. En eso consiste el lado crítico para un proyecto que tiene un enorme poder institucional y un cuasi monopolio de la palabra pública. Eso, con ser mucho, no alcanza para darle consistencia, credibilidad y durabilidad al orden político neoliberal.
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