EL PAíS › OPINIóN
› Por Lucila Larrandart *
Escribo esto para Julio Maier, quien el pasado 5 de septiembre publicó una nota que tituló, como la canción brasileña, “Tristeza nao tem fim”, en la que considera al Derecho como inservible o como servible a gusto o paladar de quien lo aplica, abierto a cualquier interpretación según los ideales, la necesidad o el interés de quien juzga. Y esto es cierto, pero no es para deprimirse, sino para seguir luchando, precisamente por nuestros ideales, los que algunas veces son derrotados, -como en los ejemplos que Maier describe-, pero que otras veces triunfan o predominan y gracias a lo cual podemos contribuir a la construcción de un Estado Democrático de Derecho. Y de ello los argentinos hemos vivido muchos ejemplos en distintas épocas.
Recordemos lo que vivimos luego del golpe de 1976 y hasta 1983. Entonces hubo que desarrollar una estrategia jurídica frente al terrorismo de Estado. ¿Qué hubiera pasado si hubiéramos considerado al Derecho como inservible y no como un medio de lucha contra la dictadura?
En la Carta Abierta enviada a la Junta Militar antes de ser víctima de la represión en 1977, Rodolfo Walsh señalaba: …“Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional”
La estrategia jurídica frente a la dictadura fue surgiendo y delineándose a través de un proceso asentado en la evolución de la situación con respecto a los crímenes, luego de transcurridos los primeros años de la dictadura militar, cuando mediaban las denuncias de los sobrevivientes ante organismos internacionales y surgía la posibilidad de encarar una acción jurídica como parte del espacio de resistencia y lucha. Se comienza a diseñar, entre todos los defensores de los derechos humanos, una estrategia jurídica que abarcara la distinta problemática de la violación de los derechos humanos y que pudiera comenzar a erosionar lo que parecía un sólido bloque de complicidades extendidas muy difíciles de combatir.
Así, a través de distintas acciones, se constituye un espacio de resistencia contra la dictadura. Aparece la lucha jurídica y se ve su importancia, luego de un período en el que parecía que nada se podía hacer y que el derecho avasallado para nada servía. Se construye una estrategia frente al terrorismo de Estado desde el derecho, lo que permitió que lenta pero sostenidamente se pudiera avanzar en el reclamo a las violaciones a los derechos.
En el Nunca Más se consignó que se estaba frente a una tarea inédita, como era la de investigar un aspecto de la actividad estatal clandestina que, colocado totalmente al margen de las normas y procedimientos lícitos, devino en una organización para el delito.
Recordemos que antes de abandonar el poder, la dictadura preparó el marco de impunidad y en septiembre de 1983 dictó la Ley 22.924, denominada “Ley de pacificación nacional”, en la que se declaraban extinguidas las acciones penales emergentes de los delitos cometidos. Esta ley fue derogada por el gobierno democrático en diciembre de 1983 mediante la ley 23.040, en la cual se declaró insanablemente nula la norma de facto citada.
Al retornar la democracia en 1983, se creó la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) y se ordenó procesar judicialmente a nueve ex comandantes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, que habían integrados las Juntas Militares. Pero, como señalara Bacigalupo (en “El derecho penal en la transición de la dictadura a la democracia”), se discutieron en la sociedad argentina dos concepciones diferentes respecto de las ilicitudes de la dictadura que afectaron derechos humanos: por un lado, un sector considerable reclamaba una reparación justa. La divisa de estos sectores, especialmente las organizaciones de derechos humanos, era el “castigo a los culpables”. Desde este punto de vista, la retribución penal del mal causado se convirtió en una meta ético-política del proceso de transición a la democracia. Frente a la máxima “castigo a los culpables” parte de la clase política sostenía la conveniencia de una “solución limitada”. Como alternativa al “castigo a los culpables” se desarrolló la concepción de lo que podríamos considerar como una “solución simbólica”, que limitó la responsabilidad penal a nueve de los militares integrantes de las Juntas por las violaciones de derechos humanos cometidas entre 1976 y 1983, lo que condujo a la impunidad de la mayoría de los autores directos de los delitos, ya que la impunidad de los autores inmediatos se apoyó esencialmente en la presunción de concurrencia de causas excluyentes de la culpabilidad de tales autores: en particular errores de prohibición, obediencia debida y estado de necesidad coactivo.
El juicio a las Juntas –conocido como causa 13– fue un juicio histórico en la medida en que se pudo ver en el banquillo de los acusados a los máximos responsables de la dictadura. Sin embargo, los fiscales acusaron por un puñado de casos sobre los que había mayor cantidad de pruebas y el fiscal en su alegato expresó que los delitos que quedaron fuera de esos casos implicaban que no podrían ser enjuiciados en el futuro. Los jueces evaluaron de manera individual cada uno de estos delitos, y determinaron si se había producido o no prueba suficiente para condenar a los imputados, pero incluyeron en la sentencia un párrafo que intentaba cerrar toda posibilidad de juzgamiento futuro para los acusados, afirmando que ese proceso había condenado a los comandantes por todos los delitos cometidos como jefes de sus respectivas fuerzas. Y en el punto 25 de la sentencia decidieron más allá de lo puesto bajo su conocimiento y absolvieron a todos “por la totalidad de delitos por los que fueran indagados y que integraron el objeto del decreto 158/83 del Poder Ejecutivo Nacional, y acerca de los cuales el Fiscal no acusó”.
Más tarde la “solución simbólica” fue todavía atemperada, al aprobarse la ley 23.492 de “punto final”, que estableció un límite temporal, consagrando la extinción de la acción penal para la persecución de los delitos cometidos por los militares durante la dictadura, y luego la ley 23.521 de “obediencia debida” que establecía una presunción de impunidad por obediencia debida de los que habían cometido esos delitos en cumplimiento de órdenes recibidas.
El entonces juez federal Gabriel Cavallo declaró la nulidad de ambas leyes en el año 2000. Se preguntaba: siendo que entre los hechos que la ley alcanzaba con su presunción absoluta se encontraban conductas a todas luces atroces y aberrantes ¿Es posible que una ley de la Nación presuma que en tales situaciones un sujeto dotado de discernimiento pudo no tener capacidad para revisar la legitimidad de la orden?
La pirámide de la impunidad quedó coronada en 1989 con los indultos impuestos por Decreto por el presidente Menem. Limitada la posibilidad de perseguir penalmente a los responsables del terrorismo de Estado, el movimiento de derechos humanos trabajó para abrir vías alternativas de justicia y continuó bregando por la verdad y la justicia.
Este panorama varió posteriormente, a partir del año 2003. Tras la sanción de la ley 25.779 y el fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso “Simón” del 2005, los impedimentos para procesar y condenar a los imputados en delitos de lesa humanidad se derribaron.
Como vemos, el Derecho y su interpretación varió, llevando a veces a la tristeza y otras a la felicidad y en el caso del avasallamiento del derecho por la dictadura la tristeza tuvo fin para quienes teníamos una interpretación y en medio de la tristeza luchamos por la felicidad.
* Profesora Consulta de Derecho Penal y Procesal Penal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y ex jueza de Cámara de Tribunal Oral en lo Criminal Federal.
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