Dom 09.10.2016

EL PAíS  › OPINION

Propaganda estatal contra la política

› Por Edgardo Mocca

Hace un tiempo se levantaron las voces indignadas de siempre para impugnar la creación del cargo de secretario de Planificación Estratégica para el Pensamiento Nacional, nombre ciertamente desdichado para designar el propósito de sistematizar los grandes debates históricos que acompañaron el camino político que nos llevó a ser el país que somos. Claramente la acusación político-intelectual estaba dirigida contra el intervencionismo estatal dirigido, en este caso, a convertir en bien público el conocimiento y discusión sobre la historia del pensamiento argentino. Ahora tenemos un jefe de Contenidos y Estrategia Digital de Presidencia de la Nación. No estaría mal que se expusiera y fundamentara la existencia de esta tan particular responsabilidad que ha asumido el gobierno, porque a primera vista aparece como una versión posmoderna y neoliberal del añejo responsable de agitación y propaganda. Este es, sin duda, un tipo especial de intervencionismo estatal, el que interviene proactivamente en la formación de la conciencia social. En este caso, a pesar de las llamativas declaraciones que hicieron saber de la existencia de este cargo y de este funcionario, la pregunta por los fines de este peculiar organismo público no ha estremecido al “mundo cultural”.

“Detectamos que la política no le interesa a nadie” soltó Julián Gallo, el funcionario del caso. La sola utilización del verbo “detectar” sugiere la existencia de una cierta investigación respecto del interés de las personas, o si se prefiere del público. Parece una tarea un poco ajena a los ámbitos en los que luce necesaria la acción del Estado. ¿Para qué se necesita esa acumulación de información? ¿No es esta, más bien, una tarea de las agencias de análisis de la opinión pública que asesoran a empresas y a partidos políticos y los pone en condiciones de conocer al mercado que pretenden conquistar? Está claro que el propósito –no rechazable en sí mismo– es orientar los modos de comunicación del gobierno. Hasta aquí se trataría de una forma interesante de averiguar cuáles son las formas y los contenidos de ejercicio de la obligación del gobierno de informar de su actividad al pueblo. Se pueden hacer múltiples objeciones a esa inocente explicación, a la vista de la activa intervención actual del Estado para averiguar la filiación política, los gustos y opiniones de muchas personas, particularmente la de los trabajadores del Estado. Sin embargo, las palabras recientes del estratega digital colocan la cuestión en otro plano. En efecto, la afirmación del desinterés popular por la política es, en sí misma, un acto político. No es una simple opinión que se pueda prestar a una discusión, porque la sola expresión “a nadie le interesa…” la excluye de antemano. Distintos tipos de investigaciones podrían arrojar resultados estadísticos diversos que nunca habilitarían una generalización como esa: en lugar de “nadie” habría un cierto porcentaje estadístico aproximativo. En esta imaginaria comprobación científica haría falta, eso sí, una operación de definición de su objeto: qué se entiende por “interés en la política”. Sería, por ejemplo, muy diferente definirlo como la atracción del sujeto por las noticias que hablan de partidos, bloques parlamentarios o ministros, que hacerlo como el grado en que el sujeto se involucra en la discusión de cómo orientar diferentes aspectos de la convivencia social. Temas como la seguridad ciudadana, la familia, la situación económica, los problemas de género, la organización del fútbol, entre otros que ocupan un lugar indudable en la vida de los ciudadanos, serían excluidos del contenido del interés político en la primera definición, a no ser en la medida en que la política institucional los aborde práctica o declamativamente.

El funcionario que habló del bajo interés de las personas en la política es, claro está, ni más ni menos que un hombre que gana su sueldo organizando la propaganda política del presidente y su gobierno. Si no creemos que el hombre sea un ingenuo que conspira contra su propio empleo, hay que pensar que lo que quiso decir es una cosa distinta de lo que a primera vista se entiende. De lo que habló el hombre, lo que confesó, es un programa de acción psicológico-ideológico orientado a escindir lo más drásticamente que se pueda al mundo de las experiencias individuales y colectivas de todo orden explicativo y de toda actitud crítica. La operación disfrazada de descripción quiere convertir los “temas de la agenda” en retazos un poco caóticos imposibles de ser pensados en términos de una cierta concepción del bien común o del buen vivir. Cualquier sentido general sobre el mundo que vivimos cae bajo la etiqueta de ideología o de relato populista. Esa escisión entre mundo de la vida y política es el alma del neoliberalismo. Porque es lo que sustenta el encubrimiento sistemático y cada vez más violento y manipulador de las relaciones sociales de poder, bajo la forma de modos naturales, no históricos. La meritocracia, tan de moda en estos días, conforma un núcleo duro de la operación ideológica: en última instancia es la histórica apelación de las clases privilegiadas a sus méritos actuales y genealógicos como fundamento de la dominación, eso que Marx llama la “historia teologal” del capitalismo, que explica la existencia de ricos y pobres como resultado de un pecado original –el de los pobres que no trabajan, ni desarrollan su “capital humano”– y de una virtud original –la de los ricos que lo son porque han trabajado, estudiado, innovado y ahorrado–. Esa teología capitalista ha cobrado una intensidad y una violencia notable en su etapa neoliberal, esa es la explicación del ataque a la política que es, en última instancia, la única sede desde la que se puede confrontar con esa naturalización de la injusticia social. A la política hay que erradicarla porque el proyecto político del neoliberalismo no es otra cosa que la resignada conformidad de muchos al poder crecientemente concentrado de pocos o, lo que es lo mismo, el temor reverencial a las respuestas del orden a cualquier proyecto emancipador. Ese no es un rasgo secundario del neoliberalismo sino su corazón.

El programa de la antipolítica en los tiempos que estamos viviendo intenta separar dos planos igualmente políticos que se cruzan en esta etapa del país. Por un lado está la cuestión de la respuesta social a las políticas regresivas del macrismo: el campo de la disputa entre los que quieren colaborar con el macrismo –o por lo menos darle un tiempo de espera– y quienes impulsan la protesta activa y organizada se ha ido inclinando lenta pero sostenidamente a favor de estos últimos. La decisión que deberá tomar el triunvirato dirigente de la CGT sobre el paro general que importantes sectores de su conducción alientan abiertamente en estos días será un caso testigo de la evolución de esta puja, que podrá o no sumarse al proceso que recorren un conjunto de organizaciones sociales que ya se vienen inclinando en la dirección de la protesta. El otro plano es el de la activación de los movimientos político-partidarios en preparación para las elecciones legislativas del próximo año. La antipolítica procura generar entre quienes protestan la desconfianza en la capacidad de la política institucional para hacerse cargo de la agravada situación social. Y, por su parte, buena parte de la política partidaria procura separar la mirada de los alineamientos electorales de los conflictos sociales en desarrollo. El ideal antipolítico neoliberal es el encierro de los conflictos en el plano circunstancial y corporativo desvinculándolos de la cuestión del poder y la reducción de los movimientos electorales a un cálculo de intereses inmediatos de unos y otros grupos apartado de toda discusión de fondo sobre la realidad actual y el futuro del país.

Un factor importante para la ajustada victoria electoral del macrismo el año pasado fue la fatiga, mediáticamente fogoneada, de una parte importante de la población por lo que se logró presentar como una hiperpolitización de la sociedad adjudicada a un modo de gobernar en los años anteriores. Con el atractivo slogan de la reconciliación y la pacificación de los ánimos se logró pavimentar el triunfo de una nueva fórmula publicitaria sustentada sobre vagas promesas de felicidad que tenían como requisito central la despolitización de la sociedad argentina. Es muy importante para quienes rechazan este proyecto la reconstrucción de la historia política argentina. El último jueves asistimos a una experiencia de este tipo alrededor del acto organizado por el espacio radical que se define como parte del campo nacional-popular en conmemoración al centésimo aniversario del triunfo electoral de Hipólito Yrigoyen, cuya oradora central fue Cristina Kirchner. Flotó todo el tiempo en el ambiente discursivo de la reunión la necesidad de evitar que el relato neoliberal consiga su objetivo de borrar de la mente de los argentinos su propia historia como comunidad política, de presentar el actual presente nacional como una automática disolución del pasado político, desde la cual una élite de tecnócratas, gerentes y especialistas en la manipulación y la mentira construyen mágicamente desde la nada histórica un nuevo mundo reconciliado por la magia de la antipolítica. Justamente la historia nos dice cuánto de repetición cíclica tiene este intento. Es el mismo del golpe del 55, de la revolución “argentina” de Onganía, del terrorismo de Estado y de ese último “fin de la historia” que vendió mundialmente el neoliberalismo de los noventa. Una vez más: apena que las voces supuestamente progresistas que condenaban la intervención estatal de los gobiernos anteriores hagan silencio frente a que este proyecto de despolitización sea coordinado desde una agencia gubernamental.

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