Lun 17.10.2016

EL PAíS  › OPINIóN

La cuestión de la tierra

› Por Mempo Giardinelli

Viendo a la tilinguería nacional –periodística y política– celebrar el viaje del Presidente y su familia al Vaticano, a la par que el inmoral gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, utiliza a un joven con síndrome de Down para promocionar el voto electrónico que le patrocina una compañía privada de software, es obvio que el hato de depredadores que padece la Argentina no se detiene. Y si al cuadro le sumamos el penoso sainete de la claudicante dirigencia sindical cegetista –que es fácilmente presumible que traiciona a los trabajadores porque los tienen agarrados de las verijas– es evidente que de los verdaderos grandes temas nacionales es nada o muy poco lo que se habla. Y uno de ellos, fundamental e histórico, es la cuestión de la tierra.

Que por ser uno de los problemas más viejos y arduos de la Argentina, requiere imperiosamente un profundo rediseño. Es urgente cambiar la política agraria para ponerla de una vez al servicio del pueblo, priorizando la ocupación geopolítica del territorio, la soberanía nacional y la seguridad alimentaria de la población.

Además de la desinformación que sobreabunda en materia agraria y de retenciones, latifundios, sojización y demás abusos, nuestro país está soportando una violenta reprimarización de la economía, que no genera nuevos puestos de trabajo y, al contrario, destruye los entramados sociales y productivos. Se trata entonces de detener las migraciones rurales de familias campesinas que, expulsadas de sus orígenes, tradiciones y culturas, son condenadas al hacinamiento en los conurbanos de las grandes ciudades mientras los ricos siguen concentrando tierras y fabulosas ganancias, y siguen deforestando y medrando con cultivos sojeros mecanizados que además son contaminantes y causan inundaciones y enfermedades cancerígenas y respiratorias.

Es impostergable detener la expansión del cultivo de soja, que creció un 200 por ciento en los últimos 20 años y sin arrojar reales beneficios al campesinado y al país sino solamente a élites prebendarias. Es imperativo, entonces, tanto fortalecer la autarquía del INTA como anular todas las medidas tramposas y retrógradas en favor de los grandes terratenientes. Es obscena e inmoral la actual cesión de recursos fiscales por cientos de millones de dólares en favor de un pequeño número de grandes empresarios sojeros camuflados de “productores”, tales como los grupos Olmedo, Brito, Soros, Elzstain, Macri y otros más, que hoy son dueños de cientos de miles de hectáreas sojeras, que, cabe reiterarlo, no generan trabajo y contaminan agresivamente.

Los verdaderos pequeños y medianos productores autóctonos no siembran soja. Son esencialmente ganaderos en sus diversas variantes y/o productores de legumbres y hortalizas, con lo que garantizan el arraigo familiar y las culturas agrarias de la Argentina. Es por ello infame que a aquellos gigantes se les sigan transfiriendo recursos fiscales al amparo de la mentira de que son “productores de las economías regionales”. Eso no sólo es mentira sino que además deberían pagar impuestos adecuados.

Urge reinstalar la idea fundante de que el Estado es el insustituible rector de la política agropecuaria nacional. Y por ende, es urgente acabar con la tutela de los mercados así como con la concentración monopólica agrolimentaria. Por eso es también hora de repudiar la estafa oligárquico-macrista que impide discutir el tamaño de las explotaciones agropecuarias, que representa hoy el más perverso triunfo cultural de la oligarquía terrateniente.

En cambio hay que establecer políticas públicas diferenciadas porque no es justo ni lógico considerar iguales a los que son estructuralmente distintos. Es necesario acabar con el trato a todos los productores como si fuesen todos iguales. No es lo mismo un productor que tiene 50 mil hectáreas que uno que tiene 100, ni éste es igual a los campesinos sin tierra.

Es urgente un plan de desarrollo para pequeños propietarios agrícolas que fomente la producción y el arraigo en todas las unidades agrarias, garantice a los productores un sistema de precios sostén y subsidie la actividad agropecuaria de pequeños productores y cooperativas, como se hace en los Estados Unidos y Europa con el doble objetivo de estimular la producción y el arraigo. Y ello a la par de un plan de desarrollo agrario sustentable que reasigne recursos y prohíba de una vez la deforestación y la contaminación.

El Estado democrático que surja de una nueva constitución nacional deberá favorecer y proteger los mercados populares directos, disponiendo a la vez que la leche y el agua sean declarados bienes de utilidad pública con acceso garantizado para toda la población. Y habrá que dar cumplimiento a la hoy desfinanciada Ley de Agricultura Familiar, y será hora de empezar a aplicar, de una buena vez, el siempre postergado impuesto al latifundio.

Todo lo anterior no es idealista ni utópico, ni romántico ni inviable. Es perfectamente posible y además es urgente cambiar el modelo agrario nacional. Con voluntad política y el apoyo de un pueblo concientizado, se podrán cambiar todas las políticas agrarias. Y no será ni siquiera tan difícil si hay respaldo popular y decisión dirigencial, porque los cambios agrarios se pueden y se deben plasmar por las mismas vías que hoy implementa el modelo neoliberal macrista. Tal como sostiene desde hace meses esta columna: “Si nos reculan el país por decreto, por decreto será la restauración”.

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