Jue 20.10.2016

EL PAíS  › OPINION

Patriarcado

› Por Luis Bruschtein

La multitud atorada en el subte, un océano de paraguas, el grito ululante, la lluvia incesante. La muchedumbre marcha por Diagonal, por la 9 de Julio, por Avenida de Mayo y llega a la Plaza. Las mujeres se reconocen en ese caos donde hay pocos hombres, menos que en la otra marcha “Ni una menos”. Los hombres se achicaron por la lluvia. Mejor, menos caretaje. Pero están los que se bancan el chubasco y se lo toman en serio. La marcha de las mujeres deja una estela de perplejidades, ese transcurrir en una línea delgada que entrelaza y distingue una marcha por la seguridad y una marcha contra el patriarcado, una marcha donde están las fotos de las víctimas pero quienes las levantan saben que no se trata del código penal, sino que van más a fondo, que la impunidad es una construcción cultural y una cuestión de poder, de diseño de la justicia y las represiones, que los crímenes de género, los feminicidios, se arraigan en una patología de la sociedad que se expresa en los individuos y no al revés.

Es una marcha de mujeres, los hombres acompañan. Las mujeres se han vestido de negro, se han pintado la cara y las camisetas con consignas y han escrito sus carteles. Están las pibas que van por primera vez a una marcha y las más veteranas, las que vienen de la lucha feminista o las madres que les explican a las hijas que llevan de la mano. Hay muchas mujeres trabajadoras. Las pancartas más elaboradas son de gremios como Suteba y ATE, muchas pibas de ATE que seguramente han salido del trabajo para sumarse. La mujer que trabaja tiene más posibilidades de darse cuenta, entiende el concepto de organización. Las relaciones de poder en el trabajo están menos naturalizadas que en la pareja, o en la familia, quedan a la vista.

La marcha interpela a los hombres, incluso a los que marchan. Esa interpelación es parte de sus efectos. La mayoría de los hombres reacciona cuando se trata de la hija, o de la madre, pero se les complica cuando se trata de una trabajadora, una profesional, una desconocida en la calle, la pareja, la esposa o la amante. En muchos, hasta el impulso de protección a la mujer forma parte de considerarse superior a ella. Son reacciones que se compadecen con el patriarcado y hasta con participar en una marcha como la de ayer.

Los medios se lanzan sobre las víctimas de crímenes atroces. Lo cubren como una marcha por la seguridad. Es casi nula la mención al machismo que produce esa atrocidades porque considera a las mujeres como una propiedad de los hombres, una especie de mascota que se tolera hasta que se sale de caja. En la línea de esas coberturas, de las preguntas a las víctimas, que escarban en la herida y se enfocan en el morbo, están las soluciones casi mágicas de las marchas por la seguridad, el aumento de las penas, mano dura, y una cantidad de violencias que solamente crean más violencia y una ilusión de seguridad.

Las mujeres saben que no va por ahí. Las mismas víctimas, las sobrevivientes, reclaman justicia, porque saben que la justicia también es machista, pero reconocen que las penas no hubieran frenado el ataque y que la mano dura nunca hubiera detectado al atacante. Lo vieron en los ojos de ese criminal –que hasta ese instante había sido un padre de familia normal o una pareja seductora– y en ese momento del ataque se preguntaron por qué, y al mismo tiempo se reveló la respuesta por su condición de mujer. La misma por la que soportan la agresión en la calle, el manoseo y el abuso en una sociedad en la que culturalmente se permiten o hasta se estimulan como acto varonil, como reafirmación de un poder. “El machismo es el miedo de los hombres a las mujeres que no tienen miedo” dice el cartel de una piba hecho con cartulina y marcador. “Si me visto así no es para provocarte, es porque se me da la gana”, dice otro. Y así se podría seguir hasta el infinito en esas frases en las cartulinas donde se expone el mapa de las injusticias que se naturalizan en nombre del patriarcado.

Pero la que más se repite es “Vivas nos queremos”. Todas esas consignas anteriores confluyen en esa carga dramática de vida o muerte. Porque lo que motiva esos reclamos de pequeñas y constantes agresiones y maltratos confluye en el disparo final de violencia. En octubre hubo una mujer asesinada por cada día. Una chica que muere en medio de una violación brutal por dos hombres y una fiscal que duda en caratular el crimen como feminicidio representan ese drama que se disimula en los pliegues de la sociedad y que explotó ayer en el paro y la marcha del Ni una menos. “Vivas nos queremos”.

La expectativa de esa multitud estaba enfocada en la conciencia de la sociedad. La marcha fue ocupación masiva, invasión y cachetazo. No era mano dura. No era la policía. La marcha interpeló a toda la sociedad. No había ninguna ilusión en engañosas carpetas de endurecimiento penal que produzcan milagros. O de invasiones policiales en los barrios. Nadie espera ni promete milagros. Es una lucha para transformar a la sociedad y erradicar una injusticia arcaica. La mayoría sabe también que muchos de los que van, no terminan de entender. Pero cuantos más vayan, mejor: el tema se hace sentir, se visibiliza.

Miles de mujeres en la calle confirmaron ayer un poder que hace pocos días ya se había visibilizado en el Encuentro Nacional de Mujeres, en Rosario. La fuerza del feminismo deja de ser una cuestión marginal.

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