EL PAíS
› PANORAMA ECONOMICO
Chocolatín Bonafide
› Por Julio Nudler
Aunque el Grupo de los Siete esté tratando en Boca Ratón problemas mucho más decisivos para ellos que la deuda argentina, ésta también muestra la capacidad de dividirlos. A punto tal de que ya no esté tan automáticamente asegurado que el directorio del Fondo Monetario apruebe cualquier arreglo con la Argentina que le eleve el director gerente. Pasó con el demorado visto bueno a la primera revisión del acuerdo, que no convalidaron Japón, Inglaterra ni Italia. Y puede volver a ocurrir, para desasosiego de Horst Köhler. El G-7 suma más del 40 por ciento del poder de voto en la cúpula del FMI, pero en la realidad monopoliza las decisiones. Como dato meramente ilustrativo, el peso de la Argentina sólo roza el 1 por ciento, y Brasil apenas pasa del 1,4 por ciento del total. Son voces que no cuentan. China, el país de moda, no llega al 3 por ciento. La “importancia” argentina reside en que detenta, como deudor, el 16 por ciento de la masa crediticia del Fondo. Es lógico, por tanto, que éste considere sagrado su privilegio como acreedor, pero también que vacile antes de acostar a la Argentina contra las cuerdas.
Al país le vencen este año con la entidad multilateral 6543 millones de dólares de capital y 385 millones de intereses. En caso de ruptura y caducidad del acuerdo, ésa sería la dimensión inmediata del default porque se caería la refinanciación convenida. El impago involucraría ante todo el vencimiento del próximo 9 de marzo, por más de u$s 3100 millones, originado en la plata que el Fondo les facilitó a Fernando de la Rúa y Domingo Cavallo en 2001 para sustentar su plan de Déficit Cero, lanzado en julio de aquel año.
En su carácter de auditor, el organismo convalidó entonces un programa cuyo supuesto subyacente sostenía que mediante el ajuste fiscal podía salvarse la convertibilidad, a pesar de las claras evidencias en contra. Pero en su función de prestamista, el Fondo exige que la Argentina le devuelva sin recorte alguno ese dinero, que básicamente sirvió para proveerle dólares a la fuga de capitales. Adicionalmente, el sello de confianza que el organismo estampó entonces sobre la desesperada política económica argentina también ayudó a muchos banqueros a recolocar entre su clientela esos condenados papeles de deuda, en una acción que tuvo mucho de simple estafa. Ahora a algunos gobiernos les resulta más fácil presionar a la Argentina para que aumente su compromiso de pagos, que juzgar esos fraudes financieros.
Si Köhler convocó a Roberto Lavagna a Miami, donde se verán el lunes, es, según adelantan algunos observadores, para comunicarle lo que haya resuelto el G-7. Más precisamente, qué se entenderá por “buena fe” en la negociación con los acreedores por parte de la Argentina. Hasta ahora, esa calificación era demasiado subjetiva. En adelante los países centrales se atendrían a algunos parámetros concretos, orientados a sacar el proceso de su actual punto muerto. Esos requisitos se agregarían a las condiciones cuantitativas y cualitativas establecidas en el acuerdo de septiembre pasado con el Fondo. Sólo así se garantizaría la aprobación de la segunda revisión y el sorteo de la amenaza de una ruptura para marzo. Un chocolatín Bonafide para tener a todos contentos.
Lo básico que el G-7 pretende es que la Argentina muestre que la negociación está en marcha. No haber podido hasta ahora constituir el sindicato de bancos que se encargará del concreto canje de papeles sería prueba de lo contrario. Si en estas condiciones el directorio del Fondo volviese a encenderle la luz verde al país, las potencias que lo controlan estarían admitiendo por primera vez que un deudor en default se saliera con la suya. Esta concesión podría extenderse a otros emergentes, empezando por Brasil, y subvertir una apariencia de orden financiero internacional que debe preservarse a toda costa. A esta altura, viendo la masiva campaña lanzada en su contra, parece difícil que la Argentina logre conservar el relativo respaldo de Estados Unidos, Francia, Alemania y España, indispensable para no romper con los organismos multilaterales, sin flexibilizar en alguna medida su posición. Ello implica mejorar en cierto modo la dura oferta que planteó en Dubai, con eje en una quita del 75 por ciento en el valor nominal de la deuda. Esto puede hacerse, por ejemplo, con el ofrecimiento de algún pago inicial, que reduzca por tanto la espera media que deberán soportar los acreedores para cobrar, basándose en el hecho de que la recaudación impositiva está superando las previsiones. Es decir, utilizar recursos con los que ya se cuenta, pero sin modificar el flujo futuro de pagos, dado que el futuro es una incógnita. Para ello habría que haber llegado a la conclusión de que, estratégicamente, ése sería el mejor destino para el sobreexcedente alcanzado. Correspondería, en tal caso, reclamar que el FMI pusiese la mitad del anticipo, restituyéndole a la Argentina parte de los recursos netos que ésta le transfirió después de la crisis.
Otra prenda de negociación son los intereses caídos con posterioridad al default, que el país quiere repudiar totalmente. Reconocer alguna parte de esos intereses mediante un bono especial mejoraría la oferta sin alterar la quita del 75 por ciento nominal. Lo que se procuraría así es acortar la distancia entre ese número y el que se calcula como esquila en el valor presente de la deuda, que algunos sitúan por encima del 90 por ciento. De todas formas, y por más acoso que sufra, la Argentina viene ganando hasta ahora la pulseada con los acreedores porque ha conseguido crecer, expandir su comercio exterior y lograr un inédito superávit externo sin ceder a las presiones. En esta situación, es difícil abrir siquiera un resquicio sin arriesgarse a quedar de pronto a la defensiva.
Se supone que Köhler, como mensajero del G-7 y del propio FMI, se propone convencer a Buenos Aires de que no van a permitirle ganar el partido con la valla invicta. Y querrá asegurarse de que la refinanciación con los acreedores privados avance en los próximos meses para que el Fondo y la Argentina puedan llenar a tiempo en su acuerdo los casilleros vacíos del 2005 y el 2006. Básicamente, definir la pelea por la intensidad del ajuste fiscal y la transferencia de recursos para levantar la hipoteca que dejó el pasado. El gobierno, ya se sabe, juró no moverse del 3 por ciento del PIB.