EL PAíS
En defensa de la cultura
› Por José Pablo Feinmann
Si un chico, en un aula escolar del conurbano o de Jujuy, se desmaya porque está mal alimentado, porque tiene frío o porque tiene una gripe devastadora y –no mal curada– sino carente del amparo de una ínfima, imprescindible aspirina, pareciera idiota ponerse a hablar de la programación del Teatro San Martín, de hacer Macbeth con Alcón o Rey Lear con Alberto Segado o Luces de Bohemia con Patricio Contreras. Si un pibe no come, no tiene neuronas. Si no tiene neuronas, no aprende a leer. Si tenemos miles y miles y muchos miles de pibes que no saben leer, ¿por qué habríamos de publicar novelas, hacer cine, pintar o enseñar algo tan arduo como la filosofía? En términos elementales, de una elementalidad que injuria a un tema tan trascendente, se ha planteado, desde algunos ámbitos oficiales, el tema de la “cultura” enfrentándolo al de la pobreza. El sorprendente Torcuato DT (un hombre que busca ser sorprendente, aunque raramente lo logra más allá de cierto chisporroteo mediático) pareciera haber declarado que la “cultura no tiene prioridad para el Gobierno ni para mí”. Acaso haya logrado que alguien del Gobierno respaldara esta declaración. Lo que no elimina una torpeza básica: si Torcuato DT quiere decir que a él la cultura le importa poco, que lo diga; no sé si tiene derecho a asumir la palabra del Gobierno y ponerlo de su parte. Pero esto es menor. Lo grave es la identificación de la cultura con lo “superestructural”, lo “superfluo”, el “lujo que no podemos darnos” y aun con “la pérdida de un dinero que debemos derivar a necesidades más urgentes”. El hambre. Supongamos que a Torcuato DT le importa el hambre de los hambrientos. Es, en verdad, como que no da esa impresión, pero supongamos. Todo está mal planteado. Y plantear mal un problema es la imposibilidad de resolverlo, dado que es la imposibilidad de pensarlo.
Vuelvo a ese pibe que se desmaya de hambre en el aula. “Todo” parece superfluo frente a eso. Sartre, conmovedoramente, dijo cierta vez que ante un chico que tiene hambre La náusea no vale nada. Lo criticaron a morir. Lo criticaron, sobre todo, mediocres que estaban irremediablemente lejos de escribir, alguna vez en sus vidas idiotas, una novela como La náusea.
Pero la frase de Sartre (una frase extrema) quedó. Un gran filósofo, un Premio Nobel de Literatura (que rechazó), consideraba “superflua” y hasta “indigna” la más genial de sus novelas (acaso la única genial) ante esa facticidad dolorosa: un chico con hambre. ¿Quién puede negar eso? Decirle a Sartre que La náusea (o las grandes novelas como La náusea) no se escriben para solucionar el problema del hambre es de una patética obviedad. ¿Alguien puede creer que Sartre no conocía esa respuesta, que no la había pensado ya? Para él, se trataba de otra cosa: de una consigna de lucha, de un grito. Acaso Torcuato DT podría decir (ya que parece inmerso en esta cruzada de negar la cultura –declararla superflua– desde el hambre de los hambrientos) que ante un chico que tiene hambre su Historia Argentina, editada por Troquel, “no vale nada”. Sería desvalorizar un libro que tiene momentos atrapantes de historia-ficción: “Si Galtieri hubiera tenido éxito militar (...) su gobierno se habría convertido en una dictadura popular antiimperialista, con fuertes componentes anticapitalistas. Algo parecido a los nacionalismos o ‘socialismos árabes’, del tipo de Khadafy en Libia o Saddam Hussein en Irak” (tomo II, p. 330). Lamentablemente tan imaginativo historiador pierde a veces su lisérgico nivel y dice que la batalla de Caseros tuvo lugar el 3 de febrero de 1852 y que la ganó Urquiza, lo cual, según se sabe, es cierto.Pero no sería aconsejable que Torcuato DT apelara a la frase de Sartre. Que dijera frente a un niño que tiene hambre mi Historia Argentina no vale nada. Acaso el mismísimo niño hambriento sería el encargo de susurrarle: “Es verdad”.
Dejemos a Torcuato DT, al fin y al cabo un dandy algo festivo, liviano, que cultiva un humor tan elegante que evoca más los claustros de Oxford que el barro de la Villa 31. La cuestión –aquí– es el Gobierno. La cuestión es que el Gobierno no se crea esta patraña. Aquí no se trata de elegir entre el hambre de los niños o la cultura. Un país es una totalidad, siempre abierta, siempre creándose. Alimentar a los niños pertenece a la esfera económico-social. También a los derechos humanos. Educar a los niños, luego de alimentarlos, pertenece a la esfera de la “educación” que no es la “cultura”. Cuando Sarmiento decía “educar al soberano” no decía “hacerlo culto”, decía: “educarlo. Enseñarle a leer, a escribir, a sumar, a restar y a multiplicar y dividir. “Alfabetizar” es la primera medida de todo sistema político que se precie. La Revolución Cubana ha sido, en este sentido, ejemplar. Ante todo, la educación. La educación es el camino a la cultura. Si un pibe no sabe leer no va a leer a Shakespeare ni a Tito Cossa. Y la “educación” ya es parte de la “cultura”. De modo que decir “no nos importa la cultura porque hay hambre en el país” es no entender (no entender gravemente) que el primer paso de la cultura es educar a los hambrientos, darles armas para la vida, para que lean, escriban y piensen. Esto es tan importante como alimentarlos. Es parte de una misma tarea. Si yo alimento a los que tienen hambre, pero no los educo, no voy a tener, es cierto, hambrientos, pero voy a tener analfabetos, otra forma (y terrible) del hambre y de la derrota decretada desde el inicio.
Además (y esto LO DEBE saber este gobierno) la cultura tiene relación directa con la identidad y la identidad (en medio de la agresión obstinada de la globalización del imperio bélico-comunicacional) es decisiva, es un arma de la lucha por un país y hasta por una región, América latina, que necesita fortalecer su propio rostro, desdibujado hasta la injuria.
Alberdi decía que un país lo es por los elementos reflexivos que lo constituyen. Decía, también, más: “Es necesaria una filosofía para construir una nación”. Grandes pueblos tuvieron antes una cultura y luego una nación. Voy a dar dos ejemplos. Los alemanes (esa “nación tardía”) eran una cultura antes de ser un Estado. Goethe, Schiller, Beethoven y Hegel eran “franceses” en lo político. Los deslumbraba la Revolución Francesa. De aquí esa ironía de Marx: “Los alemanes piensan lo que los franceses hacen”. No hay “nación alemana”, pero ya Beethoven escribió sus sinfonías, Goethe el Fausto y Hegel la Fenomenología del Espíritu. La cultura antecede y abre camino a la nación. Desde ese “elemento” es que Fichte pronuncia sus Discursos a la nación alemana. La nación alemana tiene que esperar. Desde el poder militar prusiano, desde el Estado de Bismarck es que, luego, Alemania se “unifica” y llega a su “unidad” y le gana (en la década del setenta del siglo XIX) una guerra a Francia y se queda con Alsacia y Lorena. Son un país, una unidad, son Alemania, y antes fueron una cultura. ¿Qué suelto de lengua mediático puede decir que Goethe, Schiller, Höelderlin, Beethoven, Kant, Fichte y Hegel no tuvieron que ver algo y mucho en esa creación de una identidad, de una cultura que precedió a la nación? Lo mismo con los judíos. La cultura judía (arrojada a la errancia) fue irrefrenable. Desde Moisés hasta Spinoza hasta Mendelssohn hasta Freud y Hannah Arendt y Karl Löwith y Edmund Husserl y Adorno y Walter Benjamin y Mahler y Schöenberg se forjó (aun cuando muchos se consideraran más alemanes que judíos, o judíos integrados absolutamente por la KULTUR de Alemania, error que pagarían caro) con ellos, los poderosos creadores de una identidad que llegaría muy tardíamente al Estado. Que alemanes y judíos compartan este destino (cosa que, según algunos, explica el odio alemán a “lo judío”, explicación necesaria pero insuficiente) es una de las tantas estremecedoras simetrías de la historia.
¿Cómo va a renunciar América latina a una cultura? Necesitamos las dos caras de esa empresa nacional: la educación y la cultura. La educación (alfabetizar a los hambrientos: darles de comer, junto con la comida, la “otra” comida esencial, la de educarlos) es un puente hacia la cultura. Pero la cultura (que, necesariamente, queda en manos de hombres que no tienen hambre, que han sido educados, formados en los más altos niveles y que no tienen que sentir por eso “culpa” alguna) define el rostro de una nación, su presencia en el mundo y el “lugar” desde el que se hermanará (en nuestro caso) con las otras naciones latinoamericanas en busca de una “identidad regional” que fundamente un “estado regional”.
Por eso: cuidado. Que nadie engañe a un gobierno que tiene un papel importante en la identidad regionalizada de nuestros PA (países acreedores). Señores, sin Estado no habrá cultura nacional. Sin cultura nacional no habrá país. O habrá un territorio sin identidad. Todo esto se hace a la vez. Si esperamos saciar el hambre (esa catástrofe nacional a la que nos han llevado gobiernos SIN identidad, que dejaron de lado toda autonomía, toda sustantividad para entregarse alegremente, impunemente a la “economía del imperio”) para ocuparnos de la cultura, pasarán años. La tarea es simultánea. Alimentar y educar a los que padecen hambre. Con un objetivo: llevarlos al mundo del trabajo y al de la cultura del país. Pero la cultura está en peligro. Nos la quieren borrar. Y si nos la borran ya nada tendrá sentido. Ni siquiera alimentar ni educar a los hambrientos. Porque lo que hace hombres a los hombres es el ámbito del espíritu. No somos animales, somos seres culturales. Los animales son iguales a nosotros en la capacidad de sufrimiento y por eso son, también, nuestros hermanos en este mundo. Pero el hombre es ese ser que se pregunta por el sentido de la totalidad. Y nosotros, argentinos, aquí, ahora, nos tenemos que preguntar por el sentido del país que queremos. Y para eso necesitamos cineastas, escritores, dramaturgos, plásticos. Seamos claros. Seamos, incluso, dramáticos: la tarea es urgente. Películas argentinas –dispares pero valiosas todas– como la de Rejtman, como la de Campanella o como la inminente Ay, Juancito de Héctor Olivera son arrasadas por monstruos imperiales como Harry Potter y el prisionero de no sé dónde mierda que se estrena en 164 pantallas (¡el 20 por ciento o más de la totalidad!), que se mantendrá –cosa ya pactada– hasta el 31 de julio para atrapar a todos los pibes en las vacaciones de invierno, que es de la pyme Warner Brothers. El jovencito Potter les cierra las bocas de salida a nuestros films. Los escritores jóvenes no pueden publicar porque las empresas editoriales son multinacionales y reacias a “lo nuevo”, pese a la presencia en ellas de editores heroicos, valiosos. Hay que apoyar a las pequeñas editoriales de este país. A Beatriz Viterbo. A Adriana Hidalgo. Hay que apoyar un teatro que nos exprese. En suma, la cultura no es un lujo, no es superflua. Es la creación y la búsqueda permanente de una identidad, de un rostro propio. ¿Es necesario verdaderamente discutir todavía esto? La cultura y la identidad griegas se consolidan con los poemas homéricos. Hay que alimentar a los hambrientos, hay que luchar contra la pobreza. Con todo y a fondo. Pero sería triste llegar a ser un pueblo alimentado y hasta próspero y escuchar decir a los antiguos famélicos: “Ya no tengo hambre, pero no sé quién soy ni en qué país vivo”. Entonces enciende la tele y pone la CNN para averiguarlo.