EL PAíS
› OPINION
Sobre culturas políticas
› Por Mario Wainfeld
Qué tienen en común el envío de tropas a Haití, el levantamiento (luego revocado) de dos programas culturales de Canal 7, la designación de Carlos Bettini, la denuncia (luego retractada) de Julio De Vido a Elisa Carrió, las chanzas y los desvaríos de gestión de Torcuato Di Tella? Que son medidas de gobierno que van a contrapelo de los gustos y los criterios de los sectores progresistas de clase media que han sido un bastión del consenso de Néstor Kirchner.
Claro que son acciones bien diferentes entre sí. Lo de Bettini y De Vido alude a la calidad institucional y en un caso hubo marcha atrás y en otro no. La moción en pro del embajador fue “decorada” con un alegato de Rafael Bielsa a favor de su “amigo” de improbable sentido republicano cuyo tono sectario y setentista seguramente la hizo aún más enojosa ante oídos progres.
Lo de Haití deriva a un debate de conveniencia política, no institucional. Y tiene la peculiaridad de que los progres comparten en estos temas el ideal de no intervención propio de los partidos nacionales-populares argentinos. Su corazón, mirando a la sojuzgada isla del Caribe, no está del lado del Gobierno, aunque éste actúe de consuno con las Naciones Unidas y con dos países hermanos comandados por fuerzas con componentes progresistas, Brasil y Chile.
Los devaneos en política cultural y de medios parecen tributar más a errores que a designios precisos y surgen de núcleos bien lejanos a la “mesa chica” del Presidente, que sí lo fueron las otras medidas ya reseñadas. En este terreno ha habido contramarchas y ajustes sensibles, como la restauración de Mucci, Quiroga y las (valorables) designaciones en la Biblioteca Nacional. Mientras Bettini y Haití avanzan a paso redoblado.
Las medidas son misceláneas por su importancia, por haber sido sostenidas o renunciadas, por provenir de competencias oficiales distintas. Mas coinciden, a los efectos de su interpretación, por haber ocurrido en un intervalo de pocos días y por colocar al Gobierno en un lugar incómodo. Bregar por un lobbysta, exponerse al reproche de haber sido autoritario o pro norteamericano (algo cotidiano en el menemismo y la Alianza pero inusual en la era K) desperfila a una gestión que viene logrando un equilibrio casi mágico. Es el de producir contenidos y políticas de tintes progresistas pero contando con la gobernabilidad que sólo logra el peronismo. Asentado en su potente consenso popular, Kirchner ha conseguido verticalizar al peronismo, que es vertical al éxito y revulsivo al fracaso. Esa alquimia le permitió a un peronista de izquierda un inusual contrato con progresistas tributarios de otras tradiciones que vienen compartiendo las líneas maestras de su política y que se complacen del modo en que ésta se transforma en ley, merced al alineamiento disciplinado del PJ. De cualquier modo, el peronismo les sigue gustando mucho menos que Kirchner.
Por cierto es imposible medir cuánto deterioran al Gobierno de cara a ese sector que le viene siendo afín esos tropiezos. Seguramente no mucho en el corto plazo, connotado por la falta de crisis política, la estabilidad de la moneda y “los mercados”, amén de la recuperación económica. Pero quizá se estén acumulando facturas a descontar del potencial simbólico oficial, que es alto pero no infinito.
Computando en el debe esos errores acumulados (que no deberían desesperar al Gobierno pero sí preocuparlo) cabe preguntarse cómo impactará la pelea entre el presidente vs. Felipe Solá y Eduardo Duhalde, que el Gobierno escaló en los últimos días.
Es un enfrentamiento político institucional, claro, pero es también una pelea “entre peronistas”, con los ingredientes de dureza y desaires propios de las internas justicialistas. Dichos topetazos suelen ser vistos desde afuera de la cultura peronista como disruptivos de las instituciones. Y así serán (ya son) fulminados por la verba opositora de Elisa Carrió y Ricardo López Murphy. Así las cosas, más allá de su resultado al interior de las instituciones y del PJ (esto es, más allá de si la brega termina en un triunfo relativo de Kirchner), es factible que sean chocantes para sectores medios no peronistas que vienen acompañando al Gobierno. Desde luego, el oficialismo propondrá (ya propone) otro punto de vista: Kirchner no está impulsando una pelea “entre” peronistas, sino una pelea con “el peronismo”, integrante del viejo modo de hacer política que él viene a combatir. Y a sustituir si puede, transversalidad mediante.
La puja por la atribución de sentido es cotidiana en la política y el Gobierno puede tenerse fe en la arena pública, en la que viene yéndole bien. Pero, si presta atención a la coyuntura, también debería reparar en que en los últimos tiempos sus adversarios han conseguido imponer (en todo o en parte) sus interpretaciones y prevenciones sobre el acto de la ESMA, el cónclave del PJ en Parque Norte, el complot de la semana pasada y las medidas reseñadas en el primer párrafo de esta nota. Es que la comunicación política es de compleja elaboración, con múltiples emisores y receptores que apelan no sólo a su raciocinio sino también a sus prejuicios y al clima de opinión de cada momento.
Y advertir que, aunque vaya ganando el partido, ha perdido algún game reciente. Una circunstancia que no tiene motivos para sobredimensionar pero que no debería dejar de tomar en cuenta.