Dom 20.06.2004

EL PAíS  › OPINIÓN
EL EMPLEO, LA INTEGRACION, LA IGUALDAD, UNA DISCUSION NECESARIA

De la motoneta a la tarjeta magnética

La discusión, algo confusa, sobre los índices de empleo, justifica ampliar la agenda.
La decadencia de la condición laboral, su penosa historia.
La distribución del ingreso, una meta del Gobierno. Qué tiene en su agenda y qué se le traspapela.

› Por Mario Wainfeld

La película Rebelión, una potente revisión documental del Cordobazo dirigida por Federico Urioste, contiene escenas del paro activo ocurrido por entonces, en mayo de 1969. Los trabajadores, se recordará, salieron de sus fábricas para movilizarse hacia la capital de la provincia. Las imágenes de archivo sorprenden, o chocan, al argentino actual. Quienes salen de las fábricas son, en su enorme mayoría, hombres de traje o de campera de excelente calidad. Una tenida asociable hoy al primer decil de la población actual. Obreros de fábrica, podría tomárselos por gentes de medio pelo si no los animara la alegría, algo bardera, de nuestras movilizaciones políticas. Muchos manifestantes, cientos o tal vez miles, se desplazaban en motonetas. Los laburantes argentinos tenían en el ‘69 aguante pero también salarios decorosos, construían sus viviendas, se reclutaban en sindicatos (algunos más combativos que otros). Así y todo, consideraban injusta la sociedad en que vivían e iban por más. Las autoridades militares de esa era se asombraban y molestaban porque los obreros mejor pagos eran los más combativos. Les parecía ilógico, se ve que no entendían demasiado.
Vista hoy, Rebelión no parece filmada en otra época sino en otro país, acaso en la Italia de entonces. Tal ha sido la degradación de la condición obrera que fue blasón del siglo XX. Es sabido cuánto han cundido el desempleo y la pobreza, los consabidos índices motivan debates públicos necesarios. Quizá no siempre se va más allá a los deterioros ocurridos en orden a la integración y a la igualdad. Tanto para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa, cuanto para ir del trabajo a la movilización con tintes revolucionarios.
La abismal baja del salario y el ascenso galopante de la desocupación y sus sucedáneos epocales son una parte del problema, la más visible. Pero la caída de las conquistas sociales no salariales (la calidad del empleo, la tutela de la salud, la protección contra los riesgos del trabajo, el régimen jubilatorio, etc.) ha sido aún más brutal que la de la retribución, y ya es decir.
La Argentina fue una sociedad bastante integrada y con relativos logros en materia de igualdad. Poner sólo la mira en la pobreza y el desempleo, como hacen los organismos internacionales de crédito y unos cuantos bienpensantes nativos, es olvidar lo mejor de la tradición histórica criolla que es su empecinada búsqueda de equidad y su pelea contra la fragmentación.
La movilidad social tenía que ver con sagas individuales de sudor y esfuerzo pero también con la educación pública y con la existencia de ámbitos territoriales, culturales y hasta deportivos compartidos por gentes de variadas pertenencias sociales. La película Luna de Avellaneda ronda una precisa intuición cuando asocia al club de barrio con esa Argentina que fue otra y fue mejor.

Lo que el viento se llevó

Los ideólogos de la dictadura militar comprendieron las cosas que ignoraron sus congéneres del ‘69: supieron que para imponer un cambio en el modelo de país había que desmoronar la estructura social y las organizaciones representativas nacidas en tiempos del estado benefactor. Las organizaciones armadas y sus expresiones de superficie estaban en su mira, pero su afán destructivo las trascendía largamente. Había que terminar con esa Argentina plebeya, hasta insolente, plena de militancias de surtido pelaje donde todos (aun los titulares de una motoneta) reclamaban más de lo que tenían. Y, para colmo, lo hacían de modo colectivo y no siempre en forma pacífica. El economista Adolfo Canitrot fue el primero en señalar, en un artículo publicado en la revista Criterio durante la dictadura, el designio fundacional de la política económica de José Alfredo Martínez de Hoz: terminar con la estructura legal y sindical nacida, más que en los años de Perón en los de Arturo Frondizi. El objetivo era desarmar al más amplio estado benefactor de América latina, a su vasto movimiento obrero y aplacar la conciencia social y de clase de muchos de sus habitantes. Esa Argentina que parecía Italia pero que prendía fuego al barrio Alberdi de Córdoba. “La Argentina peronista” la bautizó, ya para referir su agonía en los ‘90, un historiador gorila pero bien lúcido, Tulio Halperín Donghi.
La violencia del terrorismo de Estado fue una de las herramientas de un proceso de desindustrialización que comenzó en 1976. Pocos meses antes, el rodrigazo empezaba una era regresiva en la distribución del ingreso. Hasta entonces, la historia de la política económica podía contarse en clave del conflicto entre los sectores ligados al consumo interno (clases medias y proletarios a la cabeza) contra los exportadores. Desde entonces el paradigma fue cambiando, con la ominosa centralidad del capital financiero, fuente de toda razón y justicia.
El desmonte fue lento pero seguro durante la dictadura y se aceleró vertiginosamente en tiempos democráticos de la mano de la política del nuevo peronismo, encabezado por Carlos Menem. Montado en la ola de las tendencias mundiales, musitó un discurso mentiroso y burdo, que fue acatado, divulgado y hasta celebrado por demasiados intelectuales y técnicos. Algunos pretextos miserables –urdidos en especial desde el Banco Mundial para melonear cerebros perezosos o confortar conciencias lábiles– germinaron por un tiempo en las pampas feraces. La necesidad de la reconversión de la mano de obra fue postulada como una necesidad de los trabajadores desplazados a quienes se auguraba una reinserción mejor. Se inventaron miles de ámbitos de reeducación. Con el tiempo se percibió que –en un contexto de empobrecimiento proletario y omnipotencia del capital- eso era funcional a nueva forma de explotación: la sobrecalificación de la mano de obra, conforme denuncian Javier Lindemboin y Mariana González (“El neoliberalismo al rojo vivo: el mercado de trabajo en la Argentina”, artículo publicado en Trabajo, desigualdad y Territorio, Cuadernos del Ceped).
La reforma jubilatoria, presentada con bombos y platillos como una panacea para los jubilados y como una garantía para tener un mercado de capitales propio, derivó en más de lo mismo, una fenomenal transferencia de ingresos de los trabajadores hacia el sector empresario.
El país se empobreció pero no de cualquier modo, al fin y al cabo es el suyo un destino latinoamericano. Más que pobre –esto lo apunta el actual ministro de Salud Ginés González García– la Argentina es injusta. Acá se confirmó la vieja sospecha que estructura a los populismos: si hay un pobre que sufre hay un rico que está acumulando para sí.
La desintegración social no se nutre solo de la caída de los ingresos, también del confinamiento geográfico de los más desprotegidos. Los ghettos urbanos, esto la ha estudiado el sociólogo francés Loïc Wacquant, consolidan el aislamiento social, prolongan en el tiempo la discriminación que se crea en el espacio. El confinamiento geográfico desbarata posibles redes sociales o amicales, confina, limita culturalmente, incrementa las diferencias. Dos virtudes, cuanto menos, tienen los movimientos de desocupados, como subraya el sociólogo Astor Mascetti (Piqueteros, la disputa como pobreza política, artículo próximo a publicarse en una obra colectiva editada por la Universidad de Buenos Aires): la de politizar la pobreza y la de trascender el barrio, llevando a los trabajadores a otras geografías urbanas. El piquete urbano es una rebelión contra el ghetto, algo que irrita a la derecha y que muchos progresistas (demasiado ocupados en contarle las costillas a la dirigencia piquetera) no valorizan cabalmente. “La sociedad”, que así apodamos ahora a los sectores medios, tuvo su rato de convivencia con los piqueteros (cuando se caceroleaba de lo lindo) y ahora (inconstante como una diva) los mira pasar.
La crónica derechosa (que tiene demasiados cultores “políticamente correctos”) echó espuma por la boca el viernes. Se erigió en autonominada defensora de McDonald’s y habló de un supuesto “caos vehicular” que no existió salvo en quince manzanas. Sugirió un clima delincuente en una jornada sin heridos ni saqueos. La derecha, rústica y preverbal, no se equivoca del todo: intuye en los piqueteros un rival. El progresismo local no siempre percibe en él a un aliado antes necesario que posible. La integración perdida tiene sus secuelas ideológicas y de autopercepción.

La famosa torta

Lo que está injustamente distribuido no son apenas las riquezas, también el prestigio, los saberes, la educación, el acceso a la información. La condición de ciudadano, al fin, no vale lo mismo para el que no tiene qué llevar a la olla en el día a día. El trabajo no sólo escasea, también está pésimamente distribuido. Hay trabajo de relativa calidad (en remuneración, en valor simbólico, en estabilidad) y hay mucho trabajo de mala calidad, precario, mal pagado. Hay mucha gente que no labora y algunos que trabajan demasiado tiempo. Hay, ya se dijo, mano de obra poco calificada condenada al paro o a la changa y hay mano de obra sobrecalificada para lo que hace y, por ende, sobreeexplotada.
Los índices oficiales conocidos estos días propiciaron una discusión acaso desprolija porque combinaba series no homogéneas. Pero la ocasión es útil para enfocar los problemas en su complejidad. Lo que a esta altura debería analizarse no es sólo el quántum de desempleados sino la condición de los trabajadores. No sólo las, algo arbitrarias, “líneas de pobreza o indigencia” sino la desigualdad de ingresos, de prestigios, de saberes, de poder, en suma.
El ministro de Trabajo Carlos Tomada explicó ayer a Página/12 que batallar por el trabajo formal es hacerlo en pos de mejorar la distribución del ingreso. Un objetivo que cabe compartir y que obligaría a emprender una batalla cultural contra un capcioso “sentido común” instalado por el neoliberalismo: aquel que propugna que las variadas formas de precarización son un modo de tutela al trabajador desocupado. Una falacia cuya perversión ha sido revelada por el uso pero que aún infesta muchas mentes.
Tomada y Roberto Lavagna coinciden en pensar que la generación de empleo industrial facilita el crecimiento del empleo registrado (la informalidad es más frecuente en el área de servicios) y que la obra pública debería ser la mayor generadora de empleo en los próximos años. El presidente Néstor Kirchner dice compartir ese objetivo y anteayer mismo se lo hizo saber de cuerpo presente en la Rosada al secretario de Obras públicas José López. El rumbo es deseable. Pero el Gobierno, siempre atento al valor de su palabra, debería medir la brecha que existe, en materia de obras públicas, entre sus promesas y sus actos. Seguramente es la zona de gestión donde el hiato es mayor, abismal. No es sencillo volver a modos de gestión de hace 30 o 40 años con el Estado que el neoliberalismo nos legó. Ni, mucho menos, con severas dificultades de financiamiento. El ministro del ramo, Julio De Vido, tampoco ha mostrado hasta ahora las ciclópeas dosis de creatividad y ejecutividad que exige su labor.
Centrado en la creación de empleo y en la mejora de su calidad el gobierno suele considerar que no es imprescindible, aquí y ahora, un salario universal que eleve el nivel de ingresos de los trabajadores desocupados o mal pagos. Las razones que apuntalan su razonamiento varían según los interlocutores. Algunos piensan en la caja, otros en el desaliento a la búsqueda de trabajo. Otros funcionarios oficiales, algo más ideológicos, proponen que la promoción de mejor trabajo contiene una visión dinámica de la estructura social contra una más estática, si no pesimista, de quienes piden subsidiar ya a los que reciben poco.
Discutir entre esas dos posturas, que no son antagónicas ni excluyentes, podría ser una fascinante polémica democrática. El ARI y la CTA que promovieron ese debate hace años, en medio de una malaria política y económica mayor, bien podrían aunar fuerzas para instalarlo en la agenda democrática, algo necesario para la sociedad y, si bien se mira, también para el Gobierno.

A pagar la factura

Si de discusiones se trata, la propuesta de Buenos Aires para el pago de la deuda pública a bonistas privados suele ser controvertida “por izquierda” desde una lógica contrafactual. Se cuestiona al Gobierno no haber discutido la legitimidad de la deuda o por haber elegido privilegiar a los organismos internacionales de crédito. O, en fin, que su designio de no acudir a los mercados de capitales hasta 2015 es irrealizable y que deberá bajar el copete mucho antes porque el plan de pagos es insustentable.
Nadie puede negar que las objeciones son interesantes y ameritan la polémica. Pero tal vez, dado que el Gobierno sigue adelante, sería también productivo discutir acerca de cómo se distribuirán las cargas para pagar esa deuda. La desigualdad que aflige a la sociedad argentina también surge a la hora de pagar impuestos. El sistema tributario es sumamente regresivo, reproductor de la desigualdad. Y, salvo las retenciones, nada ha hecho el Gobierno para modificarlo. Lavagna suele alegar que la lucha contra la evasión, cuando es exitosa, funge como progresista, pues carga contra los más ricos. Algo de eso puede haber, pero es tal la inequidad del sistema fiscal argentino que ya va siendo hora de emprender una reforma fiscal progresiva. A diferencia de la obra pública, en la que el oficialismo está en mora pero persuadido de su necesidad, en materia fiscal el Gobierno parece poco motivado.

Conurbano era el de antes

El tránsito penoso de la integración social al ghetto, de la motoneta a la tarjeta magnética para cobrar el estipendio del Plan Jefas y Jefes, tiene un territorio que la expresa fenomenalmente. Es el Conurbano bonaerense que supo ser testigo y cobijo de las historias de vida de los migrantes internos que venían por conchabo, dignidad y, si cuadraba, un tocadiscos Winco o hasta una casa con geranios al frente. Ahora es el más poblado centro de desocupación y hacinamiento. Entre los obreros altivos que poblaron la Plaza el 17 de octubre y los que sólo salen del barrio si se prenden a las movilizaciones piqueteras media el mismo abismo que separa al peronismo de los ‘50 del duhaldismo. El armado del “aparato bonaerense” interpela a los desocupados, a los necesitados de la asistencia social. Los que cobran con sobre, esa minoría que es imperioso acrecentar, no integran su base social.
Siempre estuvo en duda si el duhaldismo podía “soportar” sin desmedro de su representatividad una mejora en la condición de los pobres del conurbano. Si, implantado en los ghettos, podía coexistir con un proyecto integrador basado en el trabajo e inspirado en la igualdad, como el que (con sus más y sus menos) preconiza el oficialismo.
Esa duda se ha transformado parcialmente en virtual a partir del enfrentamiento político entre Kirchner y Eduardo Duhalde. Un hecho trivializado por muchos comentaristas que ven en él sólo un riesgo para la gobernabilidad o un duelo de apetencias personales. Lo real es que las pujas por poder o por proyectos son consustanciales a la política, en especial la democrática, cuyos liderazgos se dirimen en la opinión pública y en contiendas electorales. La confrontación entre un presidente y su precursor, que lo apoyó en las elecciones, es algo de libro. Debía ocurrir y empezó a transcurrir cuando uno de los antagonistas, de momento el más fuerte, eligió la ocasión.
Que el conflicto ponga en riesgo la gobernabilidad no es algo inexorable, como pregonan los que “sabían” que Kirchner sería el Chirolita de Duhalde y ahora se enconan porque, a su ver, lo riñe de más. Dependerá de la responsabilidad de esos y otros protagonistas de la corporación política.
Desde luego esa responsabilidad será doble, habida cuenta de la endeblez del sistema institucional argentino. Un dato mucho más dramático que una lícita lid por el liderazgo político. Los escenarios locales mudan con palmaria velocidad porque su continente institucional es muy precario. Esta columna seguramente no habría tenido su actual desarrollo, el diario de hoy en su totalidad no sería lo que el lector podrá leer, si un secuestro acontecido (cuándo no) en el Gran Buenos Aires, hubiera tenido un desenlace menos feliz que el que, afortunadamente, tuvo.

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