EL PAíS
› PANORAMA POLÍTICO
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› Por J. M. Pasquini Durán
En el balance preliminar de los últimos acuerdos argentino-venezolanos hay más de un motivo para ilusionarse con los probables beneficios para el comercio, la producción y el empleo nacionales. Así, también, la expansión del Mercosur, al que se arrimaron Venezuela como socio y México como observador, con lo que quedan arracimados los cuatro mayores países de la región, y la distensión en las relaciones bilaterales de Argentina y Brasil son otros datos alentadores en la búsqueda de vías alternativas para el desarrollo regional. Sería ingenuo, sin embargo, suponer que estos movimientos circularán sin costo alguno. Por lo pronto, la creación de estos vínculos es contradictoria con la intención norteamericana de expandir sus mercados cautivos mediante la formación de la Asociación de Libre Comercio (ALCA) con todas las naciones del hemisferio. México es uno de los que ya probó la receta, con el TLC que lo asoció a Estados Unidos y Canadá, y le fue tan mal como lo auguran para la región los estudiosos de la propuesta de la Casa Blanca.
Es obvio que los intereses estadounidenses afectados en ese proyecto harán lo posible para trastornar las intenciones sudamericanas y a esa resistencia, con seguridad, se sumarán los adversarios internos de los actuales gobiernos en las cuatro naciones más grandes de América latina, entre los que hay que contabilizar a las más importantes corporaciones empresarias de la zona. Es posible que la convergencia registrada sea el producto de diferentes necesidades particulares, antes o además de la voluntad política integradora. Al revisar el detalle de las situaciones, es inevitable advertir que pocos mexicanos apuestan a la mano del presidente Fox y, por su lado, el venezolano Chávez tiene por delante el desafío de un plebiscito por votación directa sobre la continuidad de su mandato. Son conocidas las dificultades de Lula para cumplir sus promesas contra el hambre y la pobreza, y ni qué decir de las que afronta Néstor Kirchner. Ayer mismo, en Tucumán, tuvo que soportar la homilía episcopal en el Tédeum del 9 de Julio en la que le recordaron las desigualdades en la distribución de ingresos entre las personas y las provincias. Al mismo tiempo, en la calle una colisión entre partidarios del oficialismo y dos grupos de piqueteros terminó entre gases lacrimógenos y obligó a suspender el mitin programado de agitación cívica.
La última semana, en realidad, no fue pródiga para las relaciones presidenciales con la jerarquía católica, aunque vale la pena subrayar que hay sustanciales diferencias de intención en las opiniones de los obispos de Tucumán y de La Plata. Este último, que recibió una dura reprimenda verbal de Kirchner, es un conservador aislado entre sus pares. De allí que la mayoría de los obispos conservó actitud de prudencia, pese a la campaña de sectores mediáticos que trata de leer en cada declaración del episcopado un nuevo motivo de ruptura con el Presidente. Los que conocen el temperamento de Kirchner saben que cuando se combina con su receloso sentido de la autoridad puede atravesar con facilidad las fronteras de la mesura, la cautela y, por supuesto, las reglas del protocolo. De la parte eclesial hay límites también, sobre todo los que se refieren a los reclamos a favor de los que menos tienen. A pesar de las diferencias, reales o imaginarias, también es cierto que en las áreas de la acción social la cooperación del Gobierno y los organismos católicos es abundante y, por lo general, armónica.
En todos los temas mencionados hasta aquí, aunque parezcan tan diversos o distantes, hay remarcados puntos en común, se trate de aproximaciones diplomáticas, de confrontaciones callejeras o de roces de opinión en los altos niveles institucionales. Ese factor común, extendido a toda América latina, es la pobreza y la urgencia de atenderla, así sea para prevenir elincendio antes que se propague. Los nuevos movimientos populares, como los piqueteros nacionales y un amplio surtido de expresiones similares en Latinoamérica, son una clara expresión, a veces hasta en su desmesura, de la imperativa reparación que se levanta como una demanda unívoca. Aunque la miseria es más vieja que la independencia, en el último cuarto de siglo devoró a porciones de población como nunca antes. De ahí que en diferentes sentidos tenga facetas de novedad, sobre todo en la construcción de sus expresiones organizadas para la reivindicación de sus necesidades. ¿Son fenómenos transitorios o vienen a reemplazar en su evolución a los sindicatos burocratizados, expresión de la vieja política en la misma medida que otras instituciones republicanas? ¿Reformistas o revolucionarias, cuáles deberían ser las relaciones con los poderes de la democracia? ¿Por qué sus miembros tendrían que confiar más en los mismos representantes que rechazan las clases medias?
Los analistas que tratan de responder a estas preguntas con la esquemática división entre “duros” y “blandos”, como si sus dirigentes pudieran manejar la trayectoria de sus movimientos según su personal discrecionalidad, suelen perder pista con cierta facilidad, atrapados en las contradicciones de una realidad más compleja y matizada que una batalla entre buenos y malos. Es una visión errada que, asimismo, suele extraviar a veces el criterio oficial, debido a la tendencia de considerar a los aliados con cierto sentido patrimonial, a pesar de que no hay disciplina partidaria ya que no hay partido declarado de lo que se nombra como “transversalidad”. Una de las condiciones del movimiento es que cada una de sus fracciones conserve un relativo espacio de autonomía para expresar sus propias convicciones, siempre que no quiebre la relación con el principal referente o liderazgo. De lo contrario, la rigidez puede provocar quebraduras, ya que no habría transversalidad sin que sus componentes sostengan divergencias aunque más no sea en las prioridades, ritmos y tendencias de la carrera hacia el futuro.
Todos hablan, por ejemplo, de aplicar un sentido justiciero a la distribución de los ingresos nacionales, en una variedad de opiniones que está lejos de mostrar coincidencias entre el ministro Lavagna y los movimientos sociales. Lo cierto es que todavía el Gobierno está sin definir su política de ingresos, ya que los aumentos de salarios, en un mercado laboral donde sólo un tercio de la mano de obra figura en “blanco”, están lejos de llegar a la totalidad de la fuerza de trabajo. Existen diversas propuestas alternativas, entre ellas las de un subsidio universal para los hijos de hogares por debajo de la línea de pobreza, pero la definición viene postergándose. La reacción lógica a esa indefinición es que los trabajadores ocupados vayan aumentando el nivel de sus protestas, ganando la calle lo mismo que los desocupados. El Gobierno presume que una oportuna reorganización de la CGT podría ayudarlo a establecer un diálogo de contención, del mismo modo que en el Congreso, pese a las rencillas partidarias internas, diputados y senadores de la mayoría terminan consintiendo los proyectos y propuestas de la Casa Rosada, a veces por buenas causas como la incorporación de la jurista Carmen Argibay a la Corte Suprema. Sería auspicioso, pese a todo, que una clara política de ingresos reponga a los trabajadores lo que les fue escamoteado durante la hegemonía del neoliberalismo. Esta es una de las tareas postergadas de la independencia que comenzó hace 188 años, nada menos.