EL PAíS
La justicia universal
› Por Mario Wainfeld
Una de las primeras discusiones que suscitó en los ‘70 y los ‘80 el obrar de las nacientes organizaciones defensoras de los derechos humanos fue si era válido que quienes se identificaban con las luchas populares acudieran a autoridades extranjeras y a organismos internacionales en sus denuncias y reclamos. Ciertamente había un nacionalismo falaz y miserable de parte de los gobiernos de entonces (por ejemplo, el argentino) quienes pretendían usar la bandera celeste y blanca como camuflaje de sus crímenes. La consigna “los argentinos somos derechos y humanos” fue la expresión más acabada de esa malversación de identidades.
Pero también había dirigentes y militantes de fuerzas de tradición nacional-popular (e incluso de izquierda) que veían con recelo cualquier mirada o viaje hacia los países centrales. Se sospechaba de cualquier interlocutor del Norte, ligándolo (sin admitir prueba en contrario) a la lógica imperial, sea de forma descarada, sea en el rol de “policía bueno”.
La tradición de las fuerzas nacionales-populares argentinas, en sus versiones más rescatables, preconizaba una independencia que se parecía mucho al aislacionismo. Esa lógica era tributaria de decisiones estratégicas tomadas por Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón en los “repartos del mundo” ulteriores a las llamadas Primera y Segunda Guerra Mundial. Tenían su justificación en las circunstancias de época, su razón de ser cesó años después. Anacrónicos sin percatarse, parroquiales incurables, muchos dirigentes peronistas y radicales mantuvieron ese reflejo aislante, que no computaba cuánto habían cambiado las circunstancias.
Otro error de lectura histórica confluía para inducir a muchos peronistas a equivocar de camino. Era un atavismo, producto de seguir aplicando relatos del pasado, en este caso el revisionismo. Fue el de homologar a la dictadura genocida y terrorista del Estado con anteriores experiencias autoritarias, como el golpe del ‘30 o la autodenominada Revolución Libertadora. Perdían de vista el carácter único, fundacional, del terrorismo de Estado.
Conectados con la historia, puestos a la vanguardia de la lucha contra la dictadura genocida, los organismos de derechos humanos leyeron mejor el nuevo escenario político. La lucha debía transgredir las fronteras nacionales porque universales eran las afrentas que habían cometido los gobiernos. Y porque, confinados en las fronteras de cada país, la derrota era segura.
Un dato relevante que se fue conociendo andando el tiempo es que la represión se había, previamente, internacionalizado. No sólo porque recibía mandatos precisos desde Estados Unidos, sino también porque la runfla de dictadores sudamericanos habían conformado una internacional del terror. El Plan Cóndor –cuya investigación determinó ayer la detención de dos cuadros políticos de la dictadura, Albano Harguindeguy y Ramón Genaro Díaz Bessone (ver nota central)– es un ejemplo irrefutable de esa decisión. Los déspotas repetían sonsonetes nacionalistas y hasta jugaban a los soldaditos entre ellos, pero no les hacían asco a los acuerdos oscuros y trasnacionales para que las fronteras legales no fueran un escollo al terrorismo estatal.
Lo que los militantes de derechos humanos descubrieron, superando una tradición que se había tornado hueca y desafiando bravatas nacionalistas, es que el combate con el terrorismo de Estado aludía a derechos universales del hombre. No ya “internacionales”, es decir consagrados por tratados entre estados-naciones, sino universales, esto es concernientes a toda la humanidad.
Los crímenes de lesa humanidad, que trasgredieron las fronteras, conciernen a todas las personas. En los últimos 60 años, el derecho penal ha venido recogiendo esos cambios epocales, en lo que podría llamarse unafaceta positiva de la globalización. Si en su momento alguien pudo llamarse a engaño porque las circunstancias eran nuevas y muy novedosas, hoy por hoy, no queda margen para dudas. Por eso, ahora llama a risa que haya quien esgrima la “soberanía nacional” para indignarse por las supuestas “intromisiones” de Baltasar Garzón en las cuitas de los argentinos. Quienes –como Mariano Grondona– desentierran (valga la expresión) a cada rato esos argumentos no defienden la autonomía de la Argentina sino que pretenden (de a ratos consiguieron) que nuestro país sea un aguantadero para los requeridos por la lucha contra los crímenes de lesa humanidad.
La búsqueda de la justicia universal es, bien mirada, una nueva forma de patriotismo, adecuada a los tiempos. Los principios universales sólo pueden irse plasmando merced a la infatigable y creativa lucha de militantes, abogados, juristas y ciudadanos comprometidos con los derechos humanos. Harguindeguy y Díaz Bessone venían zafando hasta ayer de su horrenda responsabilidad. Y vaya que la tenían. No lo parecen porque son dos sujetos guturales pero fueron cuadros políticos de la dictadura militar.
La conciencia y la justicia universales, azuzadas por miles de argentinos dignos y constantes, llegó hasta ellos, ideólogos y verdugos de la internacional del terror.
Subnotas