EL PAíS
› OPINIÓN
Límite
› Por Horacio Verbitsky
El asedio a la Legislatura por un minúsculo grupo que impidió la sesión, rompió y quemó las puertas de acceso, no dejó vidrio sano y retuvo como rehenes durante horas a sus trabajadores, marca un límite que el gobierno nacional no debería ignorar, sin grave riesgo para su futuro.
Se iban a tratar las enmiendas al Código de Convivencia promovidas por el hombre de negocios dudosos Mauricio Macri. Su proyecto confunde contravenciones con delitos, promueve soluciones violentas para conflictos vecinales, devalúa la libertad de los pobres. Con toda razón, muchos afectados procuraban hacer reflexionar a los legisladores. Sobre estos reclamos se montaron las microfracciones de la paleoizquierda, que sueñan con la toma del Palacio de Invierno. Como cada vez convocan a menor número han incrementado la audacia de sus acciones. El más silencioso y pensante de sus líderes decidió prenderle fuego a la sede de Repsol y la escalada que se inició esa tarde no cesa. Desprecian el marco institucional y desearían tirarlo abajo para construir una república democrática popular del área de una manzana, que es su máximo horizonte.
El gobierno nacional definió una política sagaz y decente: no reprimir. Pero esto requiere una planificación y una ejecución en el terreno, cuya ausencia es tan funcional a los intereses creados que detestan a este gobierno imprevisto como la previsible provocación trotskysta. En el verano de 2001/2 creían que el poder estaba al alcance de la mano. La movilización no era de centenares sino de decenas de miles de personas. El secretario de Seguridad Juan José Alvarez definió una política: disuadir por el número de efectivos, el vallado y la prevención. Con buena información (obtenida por el diálogo directo con los manifestantes antes que por la infiltración de inteligencia) y control político inflexible sobre una fuerza de seguridad a la que no se le permitía el uso de armas letales, consiguió atravesar esos tórridos meses sin víctimas que ensombrecieran más aún al país. Su minimalismo no recibió el reconocimiento que merecía.
Hoy la contención no violenta debería ser mucho más fácil, por la soledad en que se mueven los adoradores del fuego. Pero la escandalosa ineficacia de la Secretaría de Seguridad convierte cada manifestación en una ruleta rusa y encierra al gobierno en un dilema con dos términos perdedores: los del descontrol o la muerte. Norberto Quantín y José María Campagnoli hicieron un buen trabajo como fiscales de la ciudad Buenos Aires. No les da para más y cada día se les nota más. La incapacidad de ese equipo es una bendición para quienes, como dice el presidente Kirchner, quieren inviabilizar su gobierno. Ayer se vio que pueden lograrlo. El tiempo no sobra.