EL PAíS
› FORTUNATO MALLIMACI, SOCIOLOGO ESPECIALISTA EN TEMAS RELIGIOSOS
“La democracia siempre fue un tema difícil para la Iglesia”
Con el disparador del enfrentamiento del obispo Aguer con el gobierno, este conocedor de las mañas y las internas obispales analiza los quiebres de “esa institución tan corporativa”. El avance protestante, la crisis de identidad y los tironeos con una Iglesia acostumbrada a vetar y a mandar.
› Por José Natanson
“El problema para la Iglesia Católica es aceptar que se vive en una sociedad pluralista y admitir que no puede imponerle al Estado sus creencias”, sostiene Fortunato Mallimaci. Sociólogo, especialista en temas religiosos, el ex decano de la Facultad de Ciencias Sociales, analizó en diálogo con Página/12 la disputa de Néstor Kirchner con el obispo Héctor Aguer. Lejos de verla como un episodio aislado, Mallimaci la ubica en perspectiva histórica, como parte de un cambio de posición del gobierno frente a las corporaciones y la inscribe en el contexto de dislocación de la vida religiosa, producido por el avance evangelista en los sectores populares.
–¿El enfrentamiento de Kirch-ner con la Iglesia fue una réplica concreta a Aguer o debe entenderse como una disputa más profunda?
–Tenemos un gobierno que ha decidido tener políticas activas, con los empresarios, con los militares, las corporaciones. La democracia siempre fue un tema difícil para la Iglesia, especialmente en la Argentina. Al considerarse como la encarnación de la Nación y la Patria, la Iglesia se cree como la totalidad, no acepta críticas y sugerencias y se posiciona por arriba de la actividad política y social.
–¿Kirchner enfrenta eso?
–El problema para la Iglesia Católica es aceptar que se vive en una sociedad pluralista y admitir que no puede imponerle al Estado sus creencias. La Iglesia puede criticar y decir lo que quiera, por supuesto, pero no tiene por qué creer que las políticas del Estado deben ser sus opciones. El problema es que hay dirigentes sociales, empresariales, educativos, que aceptan eso. Eso es lo que diferencia a la Argentina de otras sociedades de Latinoamérica. Se aceptó que lo que la Iglesia decía debía ser política de Estado. Y por eso es importante que Kirchner diga que una cosa es lo que la Iglesia quiere y otra la política del Estado. A la Iglesia le cuesta asumir la vida democrática, le cuesta ser una parte, no ser el todo. Hoy participa en las políticas sociales, impone vetos, y ha construido una legislación que le da posibilidades distintas a las de otras confesiones.
–¿No hay una igualdad de cultos?
–No. Los obispos reciben un sueldo, los seminaristas reciben una beca. Hay un fichero de cultos, algo que ocurre sólo en la Argentina: los cultos que no son el catolicismo se tienen que registrar y el Estado los tiene que aprobar. Existía desde el ‘45, Videla lo hizo ley y ningún gobierno democrático eliminó eso, que es discriminatorio y anticonstitucional. Y que demuestra el poder de la Iglesia. La Iglesia es una institución de poder, jerárquica, de presencia nacional, acostumbrada desde la última dictadura a posicionarse como el interlocutor central sobre temas sociales, morales, educativos y sexuales. Durante la dictadura la complicidad fue enorme para legitiminar la violencia, las torturas y los asesinatos e incluso dijeron poco o nada cuando se asesinaban sacerdotes y obispos. En la transición, con Raúl Alfonsín, hubo un intento para revertir esto. Lamentablemente, este proceso se frenó con el menemismo.
–¿De qué modo?
–El menemismo no sólo mantuvo relaciones carnales con Estados Unidos sino también lo hizo con el Vaticano. Se frenó el proceso que había empezado en algunos sectores de autocrítica con respecto a la dictadura. El gobierno menemista y amplios sectores de la cúpula católica comenzaron una política de toma y daca, de lobby. Por un lado, el gobierno apoyaba las políticas más reaccionarias en términos de sexualidad y mujer. La Argentina votaba en los congresos internacionales junto con Irán y el Vaticano. Y por otro lado, vía ATNs, subsidios, recibía dinero público. Pocos obispos cuestionaron las privatizaciones, la pérdida de derechos de los trabajadores. El gobierno de la Alianza mantuvo esta situación. La crisis del 2001 fue un quiebre para todos, puso en tela de juicio los pactos ylas normas. La reacción de la jerarquía católica fue lanzar la mesa de diálogo, ofrecerse ante el quiebre de la sociedad y del Estado. La imagen es importante. Se juntaron en un convento y pusieron tres banquitos, en una escenografía muy austera: en uno se sentó el presidente de la Conferencia Episcopal, en otro el presidente, que era Duhalde, y en el otro el delegado del PNUD, con tres obispos de cada lado. Es decir, la Iglesia por arriba de la vida política y social.
–¿Qué importancia tiene la designación de Raúl Zaffaroni y Carmen Argibay?
–Primero, es un gran paso tener una Corte con integrantes competentes y jugados, es un avance que haya una mujer. El problema, otra vez, es que la Iglesia se considera con derecho de vetar. En este caso, ha puesto todo el peso institucional en discutir sólo el tema del aborto, si el candidato es o no es soltero. Y eso revela cómo la institución ha ido perdiendo la brújula, el rumbo. Está dejando a muchos sectores de la sociedad, incluso de la propia Iglesia, sin una palabra que los acompañe. Esta política desconoce los profundos quiebres que se viven en el mundo social y en el mundo religioso.
–¿Qué significan estos quiebres?
–A partir de la dictadura comenzaron a crecer, en la Argentina y en Latinoamérica, otros grupos religiosos, sobre todo los pentecostales, más tarde llamados evangelistas, que ponen en tela de juicio la dominación católica. Es una manera de protestar de los sectores populares ante la opresión. Y lo hacen a través de una religión alternativa, diferente. Es un proceso que hasta el día de hoy crece.
–¿Qué importancia tiene?
–La encuesta que hicimos en Quilmes con un grupo de jóvenes investigadores demostraba que un diez por ciento de la población total, lo cual es muchísimo, se había volcado a estas nuevas confesiones. Pero en los sectores más populares llegaba al 20 o 25 por ciento. Y no sólo eso: ese porcentaje de gente que recién se convierte integra grupos activos, que llevan a la familia, van a las actividades. Esto expresa, por supuesto, una Iglesia Católica que si bien tiene presencia en el mundo de los pobres, tiene muchas dificultades para hablarles a estos nuevos pobres, con quiebres familiares, con problemas de droga, de pérdida de trabajo. La Iglesia aparece como muy formal para atender a esta pobreza tan vulnerable, derivada de la falta de trabajo estable. La Iglesia había logrado identificarse con la Patria y la Nación en una sociedad del trabajo, integrada. Sabe pelear contra los neoliberales o los comunistas, pero no encuentra cómo disputar el espacio con estos sectores populares que, en esta protesta, buscan ordenar sus vidas. No llega a este mundo de lo informal y lo precario.
–¿No hay una reacción dentro de la Iglesia a esta nueva realidad?
–Sí. Se creó una oposición interna, la renovación carismática. Es la emoción en la religión al interior del propio catolicismo. Surgen distintos grupos: carismáticos, comunidades de base, algunas experiencias ultraconservadoras como el Instituto del Verbo Encarnado, que vuelven a la idea de la hispanidad católica. En general son comunidades que no aceptan mucho la regulación institucional. Es un doble proceso: crece el pentecostalismo y se disloca la regulación interna de la Iglesia.
–¿Cómo es la relación con los piqueteros?
–Estos grupos católicos tienen mucha presencia en los nuevos movimientos sociales. Son muy activos a nivel urbano, aunque tienen poco reconocimiento institucional. No sólo le han dado militantes y dirigentes. Son el zócalo de donde se nutren muchas veces para su actividad. En la Aníbal Verón, y en la FTV de Luis D’Elía hay una presencia importante de hombres y mujeres socializados en comunidades cristianas. Esto le da una impronta, una pedagogía, impulsa la participación de las familias. Y contribuye a esa noción de que los movimientos sociales no se agotan en la protesta callejera sino que tienen que participar activamente, construirla salita, el comedor. En los movimientos que vienen de los partidos de izquierda tradicionales esto está más despreciado, se lo tilda de reformista. Pero en estos grupos es fundamental. Es una típica manera cristiana de presencia, un espacio significativo fruto de la desinstitucionalización de la Iglesia y la emergencia de un cristianismo radical.
–¿Y cómo reacciona la cúpula de la Iglesia, los obispos?
–Bueno, hay de todo, pero en general tienen dificultades para aceptar estas nuevas realidades. Es lo mismo que pasa en la relación con el gobierno. En el caso de Aguer se muestra un Presidente que le dice basta a este tipo de posturas. Lo hace con los empresarios y los militares y también con esta institución, que se mueve mucho más corporativamente que lo que dice representar, que es una ética de la hermandad. La Iglesia, por momentos, parece que no se dio cuenta de que hay un Estado más presente, que exige más claridad y más testimonio. Igual que hicieron con estas trasformaciones de la vida religiosa en los sectores populares, los obispos siguieron como si nada hubiera cambiado.