EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
La primera abolladura
› Por Luis Bruschtein
No tiene que ver con el Fondo Monetario, tampoco con la deuda externa, ni con políticas distributivas o sociales y menos con las privatizadas. Tampoco fue por la renovación de la Corte o por los derechos humanos relacionados con los ‘70. La primera crisis no saltó por los temas que supuestamente dibujan el trazo grueso del país ni por las medidas más polémicas y de más impacto real. Reprimir o no a la protesta social, una discusión que se recuesta sobre la temática de la seguridad, abrió esa primera grieta en el gabinete.
Como la película de nata que se condensa sobre la leche, es un tema que no es central pero es el más visible y por lo tanto el que atrae a los medios y el que se amplifica y retumba sobre la política. Por esa condición fue el flanco que también eligió la oposición para centrar sus baterías más poderosas poniendo a un lado otras cuestiones que hacen a sus diferencias centrales con el Gobierno. No deja de ser paradójico que la arremetida más fuerte provenga desde la oposición de centroderecha y que el ministro que reciba el impacto sea Gustavo Beliz, uno de los pocos que proviene de ese espectro.
La problemática de la seguridad ha sido la que más erosionó al Gobierno en este año y medio. Desde la movilización Blumberg, que fue tomada como propia por la oposición, hasta los incidentes en la Legislatura porteña, así como las marchas piqueteras permanentes, han tensionado el humor de la sociedad, aún más que la situación social misma. En todo caso podría decirse que la situación social, que es grave de por sí y la madre de muchos problemas, ha pasado a un segundo plano.
Suena también paradójico que la protesta social haya sido uno de los factores que produjeron ese fenómeno, cuando se supone que su objetivo es exactamente el opuesto. Nadie discute el reclamo de los piqueteros. Lo que se discute es si hay que reprimirlos o no. Beliz quedó en la cornisa por esa discusión y no por el debate sobre los planes y la generación de trabajo genuino.
Parte del movimiento piquetero quedó encerrada en esa paradoja y no acierta o no le interesa encontrar una estrategia que la independice de los enfrentamientos de la oposición de centroderecha con el oficialismo. Y sus acciones terminan siendo utilizadas como artillería propia por esa oposición. Algunos de estos grupos no le dan importancia a este aprovechamiento porque estiman que oposición y oficialismo son lo mismo y que sólo se trata de disputas interburguesas. Como lo reconoció el mismo Raúl Castells, desde esa concepción su objetivo es desgastar y debilitar al Gobierno.
Pero otro sector decidió afrontar esa polarización, priorizó el enfrentamiento con el centroderecha y anunció que abandonaría el corte de ruta para apoyar al Gobierno. Además de la FTV de Luis D’Elía, se sumó a esa posición la agrupación Barrios de Pie y su principal dirigente, Jorge Ceballos, se incorporó como alto funcionario al Ministerio de Acción Social. Ceballos fue abogado de Castells cuando el dirigente del MIJD estuvo preso. La decisión de Ceballos fue igualmente criticada tanto por el centroderecha como por Castells.
A las duras críticas de su ex defendido, Ceballos respondió que la caída de Kirchner no implicaría una mejora para el movimiento piquetero sino la vuelta de políticas más regresivas y neoliberales. Los agrupamientos más autonómicos, como la Aníbal Verón y el MTR, tratan de evitar que sus acciones sean absorbidas por ese remolino, pero no aciertan a encontrar el camino que los diferencie.
Lo cierto es que por ahora el Gobierno no tiene mucho más que ese argumento de Ceballos para atraer a los demás sectores piqueteros, ya que no ha instrumentado aún una estrategia de medidas económicas y sociales que tengan una proyección notoria sobre la realidad de los millones de desocupados. Descartó la posibilidad de aumentar la cantidad de planes y el monto de los subsidios, pero anunció en contrapartida el lanzamiento de una campaña de obras públicas y construcción de viviendas para generar empleo genuino en forma masiva a través de cooperativas de trabajo.
Pero mientras eso sucede, la realidad social se mantiene igual que durante las administraciones anteriores y por lo tanto también la legitimidad de la protesta social más allá de las consideraciones políticas. En ese contexto se plantea su decisión de no reprimir a las movilizaciones.
El sociólogo Horacio González acaba de publicar un libro dedicado a la conspiración, a las acciones reales o imaginarias que el enemigo de alguien siempre orquesta en la oscuridad. Imaginaria o real, la conspiración siempre es la explicación menos comprometida y más rápida para determinadas situaciones políticas. El ex presidente Fernando de la Rúa asegura que la rebelión del 19 y 20 de diciembre fue obra de una conspiración, por ejemplo.
Lo cierto es que así como el golpe de mercado se convirtió en la herramienta preferida por los grupos de poder económico durante las dos décadas pasadas, la conspiración ha sido la herramienta utilizada por los organismos de inteligencia y seguridad. A veces son su manera de pedir más presupuesto y a veces es una forma de fortalecer o debilitar alguna de sus líneas profesionales o simplemente de intervenir en la política.
Tanto Beliz como las agrupaciones que organizaron la protesta del viernes 16 en la Legislatura aseguran que hubo infiltrados de algún sector policial entre los que iniciaron los incidentes que hicieron estallar la crisis en el gabinete. Para Beliz, fue una forma de provocar esta crisis, para las agrupaciones fue una operación del Gobierno para desprestigiar la protesta. Si hubo infiltrados, la decisión del Gobierno habría sido la más correcta, porque la represión hubiera desembocado en víctimas fatales. Si no los hubo, el Gobierno podría haber diseñado un operativo de contención como el del jueves pasado y, al no hacerlo, se habría equivocado.
El Gobierno está enfocado en una depuración de las filas policiales que provoca malestares y resentimientos profundos. Y mientras dure ese proceso, camina sobre los clavos ardientes de una posible reacción conspirativa. No son pocos en la Casa Rosada los que piensan, al igual que Duhalde, que los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán –el 26 de junio de 2002– fueron obra de una conspiración contra el caudillo bonaerense, que debió adelantar su retirada.
Con esos antecedentes, la participación de efectivos con armas de fuego en un operativo con tanta tensión como el del jueves aparecía como un llamado a la conspiración. La insistencia del ex jefe de la Federal Eduardo Prados en llevar un grupo con armas seleccionado personalmente por él demostraba que no se daba cuenta de cuál era el verdadero riesgo que el Gobierno trataba de evitar.
Conspiraciones posibles o fantásticas, esta es la primera abolladura que le hacen al Gobierno en este año y medio. Como el agua busca su nivel, la oposición encontró un tema sensible y puso a la Casa Rosada a la defensiva. Y en ese transcurso el oficialismo se resquebrajó con acusaciones cruzadas entre Beliz y el entorno presidencial, quizás la demostración más evidente de la crisis.
La resolución de esta encrucijada determinará la forma en que se encarará la contención de posibles desbordes en las marchas de protesta y otros aspectos de la política de seguridad. No tiene un efecto gravitante ni central. En todo caso, la consecuencia más importante será el desgaste del Gobierno.