Mar 07.09.2004

EL PAíS  › OPINION

Ni el mismo amor, ni la misma lluvia

› Por Mario Wainfeld

El fallo del Tribunal Oral no produjo impunidad por el atentado a la AMIA, apenas (nada menos) la desnudó, señaló posibles responsables con nombre y apellido e indicó modos de investigar sus conductas encubridoras. Detectó la impunidad y mostró el camino para ir desandándola, dentro del duro límite de lo posible.
La impunidad precedía a la sentencia y a la actuación misma del Tribunal, tanto así que en el juicio oral no rozaba a ningún autor material ni intelectual del múltiple homicidio.
Las aclaraciones precedentes podrán parecer escolares pero ocurre que vienen a cuento a pocos días de conocerse la decisión. La sentencia ha cambiado el escenario, los procesados quedaron libres, mientras prominentes figuras del poder político, del judicial y de la colectividad judía están bajo sospecha y sujetos a la acción de los Tribunales. Semejante terremoto, matizado por astutas movidas de algunos actores y cierta ligereza mediática, vira rápidamente a la ininteligibilidad. O al Cambalache.
Algunos reporteros convierten en héroes de la civilidad a figuras no especialmente ejemplares. Si un desconocedor de nuestra realidad (digamos, un politólogo sueco escribiendo su tesis de posgrado) recalara en estas pampas, sin background previo y viera algunas intervenciones televisivas, llegaría a concluir que Carlos Telleldín es una versión criolla de Nelson Mandela. Un paladín de la libertad, un modelo de vida encarcelado por sus ideas. Otro tanto cabría decir del ex policía Juan José Ribelli, cuya foja de servicios no es (por decir un eufemismo) la del Sargento Cabral. Claro que ambos sufrieron ilegalidades manifiestas, pero ellas no los transforman necesariamente en “fiscales de la república”, en voces a escuchar sin repregunta ni reflexión. A su vez, los abogados de reducidores de automóviles y de policías sospechosos tienen todo el derecho del mundo a trabajar de tales, pero cierta salud republicana induciría a pedir a quienes dialogan con ellos que no los pongan en el estrado de quien dicta cátedra de educación democrática.
A nuestro politólogo sueco cabría recordarle que la DAIA, que se autopostula a la cabeza de la lucha contra la impunidad, es la misma entidad que hace meses (no años) se opuso tenazmente a que se abrieran los archivos de la SIDE. Y que esa entidad comunitaria fue presidida durante años por Rubén Beraja, otra figura vinculada con la trama de encubrimiento y ocultación. Beraja ahora le endilga mala voluntad, o algo peor, a Carlos Corach (ver nota central). El sueco no tendría por qué saberlo, pero todos los argentinos sí: este Beraja es el mismo que en 1997 defendió a capa y espada a Corach en un acto realizado a tres años del atentado. Corach (junto a otros funcionarios) estuvo en Pasteur al 600. Fue fenomenalmente abucheado por la multitud y Beraja (que por entonces no estaba preso y sí manejaba un banco) apeló a su exquisita oratoria para bancarlo y asegurar que no se sometería “a la vindicta pública”. Pero no se conformó con eso. Esa misma tarde, desafiando lo que había sido el clamor de la calle, fue a mendigar disculpas a la mismísima Casa de Gobierno. Disculpas a ese mismo ministro al que ahora acusa de pasividad o algo peor. Y a su presidente Carlos Menem. Disculpas que (tarde se desayuna Beraja) estaban bien lejos de merecer.
La convocatoria a la movilización de mañana tiene una consigna vasta que es la lucha contra la impunidad. Se trata de una consigna valorable, cuya amplitud puede cobijar a muchos y al mismo tiempo albergar alguna confusión. También se invita a los manifestantes a llevar paraguas como en esa lluviosa tarde de 1994, a tres días del crimen. Bajo ese paraguas vasto pueden cobijarse demasiados. Mañana no estarán todos los que son ni serán todos los que están.
Los años no han pasado en vano y el pedido de esclarecimiento de hace una década no es el mismo que hoy. Muchos protagonistas han revelado durante una década su propio rostro, han dejado su huella. El gobierno menemista, por empezar. El juez Juan José Galeano. La conducción de la DAIA durante demasiados años. Todos ellos bregaron por imponer una historia oficial en la que nadie creyó pero que, a su perverso modo, fue exitosa en tanto obturó una investigación cabal.
La sentencia del jueves pone bajo el foco a quienes tejieron una trama siniestra, y sus efectos ya se empiezan a hacer sentir. La indagación de la responsabilidad puso en crisis alianzas del ayer. En un par de reportajes Carlos Corach rápidamente se despegó (y despegó a Menem) de Hugo Anzorreguy. Ahora Beraja se distancia de Corach.
Todo parece enmarañado por el cambio de escenario, por la ligereza mediática, por la astucia de algunos protagonistas. Incluso se corre el riesgo de que algún discurso ante la movilización de mañana embista contra la sentencia que señaló la impunidad antes que contra quienes la urdieron. Pero, si se desplaza la hojarasca, lo cierto es que a partir del fallo muchos culpables, autores de la nefasta historia oficial, tienen motivos para estar bastante más nerviosos que antes.

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