Sáb 30.10.2004

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

HONESTIDADES

› Por J. M. Pasquini Durán

Hasta un observador superficial de los sucesos argentinos habrá advertido que justo cuando el Gobierno estaba por cosechar los resultados del operativo de rescate de la señora Patricia Nine, secuestrada durante casi un mes por una banda de extorsionadores, ocurrieron dos episodios con clara intención de desprestigio, por decir lo menos. Los desperfectos en las turbinas del Tango 01 y luego la prolongada presencia de un intruso en los jardines de la residencia de Olivos sin que se activaran los sistemas de alerta lograron, así hubieran ocurrido por una desdichada cadena de descuidos, poner en ridículo la capacidad del Estado para garantizar la seguridad pública. Sólo faltó que el señor Blumberg regresara a la Casa Rosada a expresar su solidaridad y presentar un proyecto de ley sobre custodias presidenciales.
Sin necesidad de ponerle ribetes trágicos a las presunciones sobre lo que no pasó, estos son otros llamados de atención acerca de la urgencia que demanda una verdadera reforma del Estado, para limpiarlo de corrupción hasta la médula. Responsabilizar por estos y otros episodios a la desatención o la insidia de este o aquel otro servicio, implica una reducción trivial o un pecado de inmensa soberbia. Simplificado de ese modo, bastaría con pedir la asesoría a los cubanos que han mantenido a salvo de conjuras y atentados a Fidel Castro durante medio siglo de constantes amenazas. Las ineficiencias en seguridad hay que contabilizarlas en la misma nómina de incompetencias que muestra el Estado en casi todas las áreas, incluso en el cumplimiento de los programas gubernamentales, a consecuencia de los daños ocasionados por las políticas conservadoras y libertinas de los años 90.
Ese Estado mañoso y corrupto sigue vivo, con tantas cabezas como los monstruos legendarios, ávido de chorlitos y de gavilanes, lo mismo le da, que por ignorancia moral o por malicia creen que en el mundo actual un poco de corrupción es inevitable y, en algunos casos, puede ser útil para manejar los piolines de esto o de aquello. Es lo mismo que ser un poco virgen, si se pudiera. Hace tiempo ya que la experiencia moderna demostró que la corrupción es el principal factor de perturbación institucional o de ingobernabilidad. No hay voluntad política que pueda gobernar sentada en un charco de corrupción. El compromiso inaugural del presidente Néstor Kirchner contra la impunidad y la corrupción debería regirse por un calendario de ejemplos diarios, así como se planifica un acto por día para efectuar algún anuncio. También es un compromiso de los que hacen negocios privados, en especial aquellos que se quejan en la intimidad de sus despachos porque “éstos me piden el doble que los anteriores”, sin más evidencia que sus palabras y sin que nunca hayan acudido a ningún tribunal para sorprender a los coimeros en el acto de la transacción indebida. Tabaré Vázquez, candidato del Frente Amplio que mañana a la noche será presidente electo del Uruguay, si las encuestas conservan algún valor, tiene un lema para su gobierno: “Podremos meter la pata, pero jamás las manos en la lata”. Tendrá que cumplirlo si no quiere terminar en el basurero de los que defraudaron las esperanzas de su gente.
Los compromisos políticos no son cuestión de mera estética como pueden suponer algunos razonamientos superficiales que confunden el ser con el parecer. A propósito, valga como referencia el significado de una leyenda que muchos norteamericanos exhiben en sus automóviles: “Por las mentiras de Clinton no moría nadie”. Las mentiras de Bush sobre los peligros que implicaba Saddam Hussein, cuando lo que buscaba era apropiarse de las fuentes petroleras, justificaron y sostienen todavía la ocupación a sangre y fuego de Afganistán, de Irak y de vaya a saber cuántos más si el próximo martes la Casa Blanca renueva contrato con el mismo inquilino. Aunque Argentina ya fue víctima directa del terrorismo pero no está directamente involucrada en la actual expedición guerrera, ¿puede preferir la continuidad de Bush por algún mezquino interés inmediato? De ser así, implicaría que las políticas internacionales del país han sido contaminadas por el despreciable argumento de “por algo será” que, en su momento, cerró tantos ojos, oídos y bocas ante el terrorismo de Estado de la última dictadura militar. Esta también es una forma de corromper la gestión de un gobierno.
No se trata de elegir entre la presunta ingenuidad de los principios y el realismo de la práctica política, como pretenden por los general los que renuncian a las convicciones para ceder a las conveniencias. De lo que se trata es de la aplicación realista de tales principios, si es que existen de verdad en el ideario de los que mandan. En las últimas semanas, con mayor énfasis en los días recientes, se escuchan polémicas sobre ciertos fallos de la Corte Suprema, en especial los que están relacionados con la pesificación asimétrica o la dolarización de los plazos fijos y depósitos de antes del default y la devaluación. Más allá de las disquisiciones técnico-financieras acerca de las consecuencias prácticas de esos pronunciamientos jurisprudenciales, el Gobierno y la sociedad entera deberían reconocer cuando menos el esfuerzo de los jueces para poner cierto orden legal y razonable en los escombros que quedaron del derrumbe ocurrido en los años 2001/02. Alguien debía ocuparse de fijar normas válidas que corrigieran, así sea en parte, las arbitrariedades cometidas durante aquellos momentos de improvisaciones en la neblina.
A medida que el país, todavía en escasa medida, intenta recuperar ciertas bases doctrinales que permitan alguna vez llegar a la igualdad ante la ley y, además, a la igualdad de oportunidades, aparecen actitudes honestas y valerosas, pero también, hay que decirlo, se desnudan hipocresías y cinismos con distintas máscaras, a veces de indignada moralidad o de exagerado temor ante el delito, siempre falaces y con objetivos muy diferentes a los que se proclaman. Muchos de los que hoy levantan el dedo por cuestiones de la seguridad en la Capital y el Gran Buenos Aires, son los mismos que miraron hacia otro lado cuando el terrorismo de Estado instaló el “derecho al botín” y corrompió a las fuerzas de seguridad con bonificaciones materiales y con impunidad por sus torturas, secuestros y asesinatos. De ahí que no se trata del desvío moral de mil o de diez mil uniformados sino de una concepción político-cultural acerca del ejercicio del poder. Encima, los crápulas se permiten reivindicar esos métodos, acusando a los críticos antidictatoriales de “setentismo” o de puerilidad ideológica, cuando propician entregar otra vez al zorro la custodia del gallinero.
Del mismo modo que se aprovechan las debilidades y conciliaciones a fin de desacreditar y aún ridiculizar la capacidad oficial de garantizar la seguridad urbana con el propósito último de quebrar la confianza de las capas medias en la gestión democrática para llevarlas hacia el molino del “orden” a cualquier costo, en las últimas semanas hay una sostenida campaña que tiende a quitarle credibilidad a la prensa en general y sobre todo a periodistas y empresas que en las dos últimas décadas han dado sobradas pruebas, en el error y en el acierto, de honradez y probidad. Muchos de los presuntos libertarios de hoy son los que sellaron sus labios cuando morían las empresas y los periodistas que se negaban a ser meros altoparlantes de los partes oficiales de la dictadura. Otros dieron un paso al costado cuando, ya en democracia, el menemismo quiso llevarse por delante a periodistas y empresas que denunciaban lo que ahora es evidentepara la mayoría y, peor todavía, sufre en carne propia la mitad de la población sometida a la pobreza por aquellas políticas conservadoras de presunta modernidad.
Lo mismo que bajo la dictadura hay que distinguir entre promiscuos, víctimas y algunos sobrevivientes con dignidad. En la democracia, sobre todo en los aciagos años 90, hubo oportunistas que pasaron de un estado al otro, sin ningún imperativo ético de autocrítica y hasta hoy siguen del lado de la obra “patriótica” del llamado “Proceso”, pero también surgieron múltiples voces, desde las radios libres en frecuencia modulada hasta formas renovadas de hacer periodismo en soportes técnicos tradicionales. Desde el comienzo, esa nueva información fue combatida con idéntica energía a la que aplica la vieja política para impedir el surgimiento de lo nuevo. Acaso se trate de un único movimiento de puja que se expresa bajo formas diferentes. Cuando el turbión de la polémica se presenta, a veces por situaciones imprevistas, no siempre las trayectorias se respetan y sirven de contexto para el análisis circunstancial, pero aún así quizá valga la pena transformar la ocasión en una buena oportunidad para tomar al toro por donde más le duela.
Los que son veteranos en la profesión saben que el debate se ha presentado por diferentes motivos en otras ocasiones y, aunque fue eludido en la mayoría de las oportunidades, las preguntas de fondo son casi siempre las mismas: ¿Hasta dónde llega el derecho de propiedad privada sobre las líneas editoriales? ¿Cuál es el grado de autonomía de los periodistas respecto de las empresas editoras? ¿La información es un servicio privado de interés público o un servicio público liso y llano de interés social? ¿El derecho constitucional a la libertad de expresión significa que quien quiera puede disponer de un espacio en los medios existentes o que el Estado y el capital privado deben facilitar la proliferación de medios para que todas las voces puedan escuchar y hacerse oír? ¿Hasta dónde es posible una política de Estado sobre la comunicación y la información, sin que suponga subordinación al gobierno de turno?
Ojalá haya llegado el momento de afrontar el debate de fondo, que incluya pasado, presente y futuro. A lo mejor, recién entonces cada litigio personal o empresario con los poderes actuantes tendrá la perspectiva adecuada. Tampoco hay que dar por el asunto más de lo que vale: los conflictos existenciales de los periodistas son importantes, en especial para los periodistas que los sufren, pero el país está pendiente de otras prioridades, por ejemplo la redistribución justa de ingresos nacionales, a las que debería concurrir la prensa que se sienta honestamente comprometida con los que más sufren.

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