Sáb 06.11.2004

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

FANATISMO

› Por J. M. Pasquini Durán

La mayoría de la opinión mundial, que anhelaba la derrota de Bush Junior, sigue preguntándose acerca de las razones, o sinrazones, que fundamentaron el voto de la reelección. Con el mundo en contra, la mitad de su país en la vereda contraria, treinta y dos diarios de prestigio y algunas cadenas de televisión haciendo fuerza por el desafiante, problemas en la economía doméstica con cifras de déficit que estremecen, igual obtuvo más votos que cualquier otro presidente republicano, incluido Ronald Reagan, subió el porcentaje de sus propios votos en el 2000, se quedó con la mayoría de las gobernaciones y consolidó su posición de primera minoría en las dos Cámaras del Congreso. Las probadas mentiras sobre los motivos que lo decidieron a invadir Irak o los desaguisados en economía no alcanzaron para disminuir el apoyo masivo a un político mediocre proyectado a la Casa Blanca por una maniobra fraudulenta hace cuatro años.
Los que resuelven preguntas complejas con respuestas sencillas muestran el mapa de Estados Unidos pintado en rojo y azul según los colores que identifican a republicanos o demócratas, respectivamente. Son visibles dos franjas azules en ambas costas oceánicas, Este y Oeste, y la deducción simple es que en esas zonas radican las ciudades más cosmopolitas, ilustradas y conectadas con el resto del mundo. El resto, un océano rojo que cubre el inmenso territorio de Estados Unidos, estaría poblado por suburbanos, granjeros o inmigrantes en busca del “sueño americano”, de inteligencia estrecha o preferencias conservadoras, que no sólo respaldan al presidente reelecto sino que se lo merecen.
Lo cierto es que la victoria de George W. fue contundente, semejante a la que en su momento disfrutaron el reelecto Carlos Menem o los fascistas en Italia, exegetas de Mussolini, que llegaron dos veces al gobierno detrás del empresario Silvio Berlusconi, enriquecido con los políticos corruptos del antiguo régimen y enjuiciado por delitos económicos diversos. Cuando sus antiguos socios fueron expulsados por el proceso de “manos limpias”, llegó para reemplazarlos y se quedó con el sufragio de la mayoría. ¿Quiere decir que los argentinos y los italianos, con experiencias históricas y culturas políticas diferentes, son tan obtusos como los votantes de Bush? En el caso argentino, esa misma mayoría que en 1995 no quiso escuchar los pronósticos sobre cuáles serían los nefastos resultados de las políticas menemistas en 1999 se volcó por los opuestos, a los que expulsó en 2001 a puro cacerolazo, y hoy acompaña a otro gobierno peronista, encabezado por un caudillo patagónico, casi desconocido para el resto del país en el momento de asumir la Presidencia de la Nación. El entusiasmo público por el otrora desconocido le reconoce un pensamiento político de centroizquierda y, con algunos excesos, ciertas habilidades mágicas que la Casa Rosada, queriéndolo o no, alienta cada vez que usa el suspenso para “darle clima” al anuncio de programas de gobierno. En estos días, ese método publicitario está irritando más de una paciencia, sobre todo la de aquellos que esperan, sobreviviendo en las peores condiciones, anuncios reales que los reinserten en el sistema productivo y de dignidad cívica.
Estados Unidos no tiene por qué repetir esa trayectoria argentina en materia de cambios políticos, en especial porque Bush es emergente de una masa de intereses que exceden los límites convencionales. De los diez mayores contribuyentes a la campaña de la reelección, ocho fueron fondos de inversión, o sea capital financiero de especulación, y corporaciones petroleras que después del anuncio triunfal celebraron bajando el precio del barril de crudo. Pero hay más: en la base de la captación del voto hay un trabajo de más de una década de grupos religiosos que conciben la política como un destino manifiesto y proponen una “moralización” de la sociedad que retraiga sus valores de convivencia a los cánones tradicionales más antiguos. Esa prédica cayó en una población hostigada por la degradación de las drogas, la violencia delictiva y el sida y, encima, con terror a que su invulnerabilidad vuelva a fallar ante el fundamentalismo musulmán. A lo mejor sin advertirlo han aceptado fusionar creencias religiosas con liderazgos políticos, a la manera fundamentalista. Aquí radica el auténtico peligro de este respaldo que recibió Bush: ¿acaso este fundamentalismo anglosajón es menos peligroso que el musulmán o la colisión de ambos fanatismos terminará por incendiar al mundo?
Como de una madera flotante en un naufragio, hay por lo menos dos elementos para encaramar alguna dosis de esperanza. Uno, es que la mitad de la sociedad norteamericana no quería más de lo mismo y otro es el rechazo de la opinión mundial mayoritaria. Si en estas áreas la militancia de la sensatez no baja los brazos, quizás el fundamentalismo que sostiene a Bush no pueda hacer lo que se le dé la gana. El futuro de la resignación ante la victoria es igual que el destino de la vaca espantada que corre hacia el abismo, de manera que hay un tiempo para que la estupefacción paralice la voluntad, pero una vez asimilado el golpe habrá que continuar, sin bajar los brazos. Al sur del río Bravo, los tiempos son siempre más urgentes porque las reparaciones implican la vida o la muerte para millones de personas, víctimas de toda clase de injusticias, entre ellas la injusta distribución de premios y castigos a la hora de repartir las riquezas que produce el esfuerzo de todos.
Hay quienes piensan en estos países del sur que mientras el fanatismo norteamericano siga ensimismado en el golfo árabe, sin prestar demasiada atención a la América latina, es el momento de avanzar rápido y con paso firme en la cooperación, en la integración y en las alianzas intrarregionales. La propuesta es difícil pero suena más razonable que otras disquisiciones, como esas según las cuales Bush es un aliado de los intereses argentinos en el Fondo Monetario o en el mundo en general. El proteccionismo y la unilateralidad son parte sustancial e irrenunciable del pensamiento fundamentalista norteamericano y además, en tanto subsista como fuerza dominante, siempre existirá el riesgo de que su voraz búsqueda del Mal huela el azufre diabólico en algún lugar de Latinoamérica, sobre todo si es una zona con abundancia de petróleo. Los infieles tendrán que ser despojados de toda riqueza.
Sin estas apocalípticas visiones del Bien y del Mal, en la víspera el ministro Roberto Lavagna rindió el examen anual ante los núcleos empresarios más fuertes del país y aunque habló y fue interrogado acerca de muchos temas, quedó en el aire una tajante definición oficial: las retenciones a la exportación no son consideradas tributos distorsivos y seguirán aplicándose en tanto el Gobierno lo considere indispensable. En realidad, dado que el sistema impositivo nacional mantiene su carácter de inequidad, ya que su fuente principal es el consumo popular, las retenciones son una de las formas ejecutivas de recaudar aportes de algunos que reciben rentas sustanciosas. El principio de equidad preocupa en estos días a cierta derecha porque sus voceros aseguran que no figura en el texto constitucional. Será porque no han leído, entre otros tramos del texto, el artículo 14 bis, ese que promete para todos los ciudadanos el derecho al empleo, a la vivienda, a la educación... Esto es típico de la derecha local: está más preocupada porque los postergados recuperen algo del terreno perdido, mientras deja que el Gobierno maneje una disciplinada mayoría parlamentaria, también típica pero del peronismo en cualquiera de sus versiones. Por suerte, en estos pagos se imitan muchas cosas del “american way of life”, pero todavía el fanatismo político-religioso no tomó el poder.

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