EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
CHISPAZOS
› Por J. M. Pasquini Durán
Telefónicos y docentes bonaerenses son los más notorios entre los conflictos gremiales, pero no son los únicos en el país de este tiempo. Aunque el Estado nacional no es el demandado directo por las reivindicaciones gremiales, está involucrado en un caso como árbitro y en el otro, le guste o no, como concurrente solidario con el gobernador Felipe Solá. Al presidente Néstor Kirchner le gusta poco y nada esta clase de protestas, por varias razones que son fáciles de percibir: 1) en la percepción social los trabajadores tienen razón en la mayoría de sus demandas; 2) tratándose de servicios públicos la onda expansiva del malestar cubre extensas áreas de la población, y 3) dado que la deuda social es enorme, cualquier chisporroteo prolongado puede incendiar el pastizal reseco. La experiencia indica, además, que los pleitos sindicales, cuando han madurado en impaciencia de las bases, pueden ser potencialmente dañinos para la imagen social del Gobierno y, por si esto fuera poco, lanzada ya las pujas internas por la ubicación en las listas electorales del próximo año, son muchas manos las que van a intentar meterse en el mismo plato. Dicho lo cual, está claro que la Casa Rosada lo único que no se puede permitir es ser indiferente.
Por la extensión de su influencia y también por su concepción de la política y el poder, el peronismo es expansivo y tiende hacia la hegemonía, con una sorprendente capacidad para recomponer la imagen, pese a la responsabilidad de buena parte de sus componentes por la decadencia y crisis del país. En el momento actual, como en otros del pasado, abarca al mismo tiempo las funciones de oficialismo y oposición en un interminable juego cruzado de sus líneas internas. En la víspera el congreso del PJ bonaerense volvió a mostrar al oficialismo del primer distrito en otra de esas pujas camaleónicas, de la que se hablará en las próximas semanas hasta el hartazgo. El peso cultural del “movimiento” es tanto que hasta los intentos de la renovación política se presentan ante todo, más que por sus propias plataformas, por la actitud hacia el Gobierno o, para decirlo con más precisión, hacia el Presidente.
Fuera del peronismo, los adversarios de derecha y de centro (López Murphy, Macri, Carrió) parece que han optado por apostar a que en el futuro serán beneficiados por el desgaste del Gobierno casi de manera automática. Hacen recordar a los izquierdistas que por años esperaron el estallido del peronismo para hacerse cargo de los damnificados. El único problema es que la mayoría popular nunca se enteró de ese presunto designio histórico y en las últimas elecciones presidenciales el sesenta por ciento de los votos se distribuyó entre candidatos peronistas (Menem, Rodríguez Saá y Kirchner).
Mientras esperan que las urnas desborden votos insatisfechos del peronismo sobre las manos tendidas de las otras minorías, los argumentos críticos pierden consistencia y rigor, en muchos casos, porque lo único que interesa es desacreditar la gestión oficial en lugar de proponer opciones que atraigan el fervor popular. El Gobierno ofrece variados flancos para la crítica, aun la más frontal, ya que, por ejemplo, está por agotar la mitad del mandato y tanto la distribución de ingresos como el sistema fiscal todavía esperan una remoción estructural a fin de que su propia naturaleza deje de ser injusta para uno de cada dos argentinos que vive en la pobreza o la indigencia. Sin embargo, la crítica de alguna oposición, basada en comparaciones con el pasado inmediato, repite una conclusión desaprensiva: “Es peor que Menem”.
¿Menem fue mejor? La afirmación sólo es comparable a la de aquellos que piden la militarización de la seguridad, echando al olvido lo que fue esta república militarizada, bajo el dominio del terrorismo de Estado. Los trabajadores telefónicos y docentes que hoy están en pie de lucha; si hacen memoria, podrían contar cómo les fue durante el menemato. A modo de evocación emblemática, para no abundar, bastaría citar la Carpa Blanca de Ctera, centro y polo de atracción para todo ciudadano decente y democrático. ¿Decir esto es kirchnerismo? ¿Es la voz de una conciencia censurada, autocensurada o, lo que es peor, corrompida por el soborno oficial? Habrá voces humilladas por gusto o por apetitos inconfesables, sin duda, pero deducir de su existencia que la decencia y el buen juicio residen en un solo discurso –“Menem fue mejor que esto”– es una generalización desmesurada y, para colmo, estúpida.
La república necesita debates serios, francos y abiertos sobre los temas reales del progreso y de cómo avanzar hacia el horizonte, en vez de renegar de la democracia como si fuera la culpable de todos los males. Luis Alberto Romero, historiador, liberal, con ninguna afinidad pública con el peronismo y antimenemista, hace poco recordó una frase conocida del italiano Norberto Bobbio: “La democracia implica una promesa y un ideal que siempre está mucho más allá de cualquier realidad. Me parece que la insatisfacción es casi constitutiva de la democracia [...] Mirando el caso argentino tiendo a pensar que no estamos inventando las críticas a la democracia. Estamos repitiendo un libreto archi-conocido” (Textos, junio/04). Para escapar del añejo libreto hay que superar aquellas generalizaciones simplistas de cierta oposición impotente y también ese oficialismo degenerativo que pasa del apoyo a la sumisión, típico de los que quieren creer que el pingüino es el rey de la selva.
Nada aporta al pensamiento libre y creador que se merece la democracia el sensacionalismo mediático que dramatiza las noticias cotidianas con el único propósito de elevar el rating, según el cual la república está siempre al borde de la disolución, unas veces por el “síndrome Blumberg” y otras por los desacuerdos entre Kirchner y su ministro Roberto Lavagna, lo mismo da, dale que va. Según esos rumores, el Presidente y el ministro disienten sobre el futuro de las relaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI), el manejo de la deuda y, de paso, por el bono navideño para los jubilados. Es igual 180.000 millones de dólares que doscientos pesos per cápita, por todo pelean y se multiplican los augurios de catástrofes si llegara a renunciar Lavagna, con el mismo libreto que en su momento especularon sobre el destino nacional sin Domingo Cavallo. Aunque claro, de acuerdo con la lógica que “Menem era mejor”, en lugar de pelearse ¿no deberían pagar y aplicar las “reformas estructurales” que le gustan al FMI, es decir los ajustes continuos? (¡Uy, Dios mío! Hacer este tipo de razonamiento ¿no será una forma subconsciente de oficialismo?)