Dom 19.12.2004

EL PAíS

La fiesta

› Por José Pablo Feinmann

Si algo sabe y quiere Buenos Aires es ser una fiesta. Conozco con detalle y conciencia esta ciudad desde los años ‘50. La vi ser muchas cosas. Ser ciudad popular, con cánticos de obreros sindicalizados, con vacaciones pagas, con una sensación fuerte y nueva de “ésta es la nuestra”. Ser la ciudad de las sirvientas (en los ‘50 no había “encargadas domésticas” sino “sirvientas”, luego hubo “encargadas domésticas” pero, al dignificarlas con el nombre, les perdieron el respeto y hasta el miedo), una ciudad en la que las “patronas” hablaban en voz baja sus disidencias con el régimen porque la “sirvienta” escuchaba y la sirvienta era peronista. Ser ciudad bombardeada. Ser ciudad de huelgas obreras. De pequeñas guerras entre estudiantes por “laica” o “libre”. Ser ciudad de una milicada torpe que tomaba por asalto las universidades. Ser ciudad peronista que esperaba a Perón. Ser ciudad de la Jotapé. Ser ciudad de las bandas armadas de la derecha peronista. Ciudad de las movilizaciones (de la Tendencia, que manejaba Montoneros) en el ‘73. Ciudad del miedo, del terror en el ‘76. Del Mundial. De Malvinas. De la democracia. Y, deteniéndome, vi a Buenos Aires ser la ciudad de las cacerolas, del espontaneísmo estridente de la pequeña burguesía, de los insultos contra el estado de sitio y contra De la Rúa en las jornadas de diciembre del 2001. De todas estas cosas, hubo una que supo y sabe y tal vez sabrá ser mejor que todas las otras: la ciudad de la fiesta. Otra vez, durante estos días, entrega ese rostro. Buenos Aires, a tres años de las borrascas de diciembre del 2001, es una fiesta. No hablo de cifras, de justicia distributiva, de recuperación del ingreso, de reactivación de la industria. (Su)pongamos que no sé nada de eso. (Su)pongamos que se me ocurrió ir a comer una pizza a Guerrín o a Las cuartetas o a mirar libros por Corrientes. Entre porteños y turistas imponen un aquelarre sofocante, una marea que desborda, que expulsa a los seres de hábitos tranquilos. “¡La ciudad es un infierno!”, suele escucharse. Todo es excesivo. Ver comer a los porteño-turistas es asistir al exceso sustancial. Los bares, confiterías, pizzerías y restaurantes están llenos y si uno mira a quienes los llenan no sólo los verá comer, los verá, en grado descomedido, hablar. ¡Cuánto se habla en esta ciudad! ¿Tanto hay para decir? ¿Qué se dice la gente? ¿Cómo es posible que se hable tanto en un mundo en el que todo está dicho? ¿O en un mundo en el que nadie sabe qué decir? ¿En el que no hay una palabra, un sentido, un horizonte medianamente abierto y claro esperando a la humanidad sino la tragedia inminente encarnada en gobernantes locos, en bloques irracionales, en mercados explosivos, entre terroristas y contraterroristas que, escasamente o no, se diferencian? Hablar, sin embargo, se habla.
Las palabras llegan a uno, porque nadie habla bajo. No, el clima festivo eleva las voces. Lo que todos celebran es la actividad. “Qué activo está todo”. “Vea, mi amigo, hace treinta años que tengo este negocio. Nunca trabajé como este fin de año”. O el vaticinio seguro de la cima de la batahola: “Usted ni se imagina lo que va ser este verano”. “Ya no queda un lugar en ninguna parte”. “Digamé, ¿quién se va a quedar en Buenos Aires? Los muy ratas nada más. Todo el mundo se va”. Y hay una, hay una frase que se escucha mucho, que se escucha porque se dice, se dice porque visualmente hay algo que lo impone, o porque el héroe de la frase ya está de regreso: “Mire, le soy sincero: esto está como durante los primeros tres o cuatro años de Menem. ¿Se acuerda, jefe?”. Otra vez Buenos Aires está de fiesta. Otra vez nuestras clases medias, medias altas y altas consumen, gastan, comen, comen, comen. Hay autos por todas partes. Otra vez estallaron los autos. Bocinas, alarmas, agravios, peleas entre taxis y colectivos. Si es que esas cosas que ocupan todo son colectivos. ¿Qué son esos Godzillas omnipotentes que se desbordan desde las calles? Uno los ve doblar y se encomienda a Dios, al Diablo o a León Ferrari. “¡Cuidado que dobla!”. Son los cascarudos de El eternauta. Manejados por seres quetienen pautas, horarios, exigencias patronales, úlceras, paciencia en pedazos y tolerancia cero, se comen el espacio. A sus pies los taxistas viven en estado de beligerancia y derrota. Y los peatones en estado de salvar la vida y llegar con algo de salud a la vereda de enfrente. Sin embargo, así es la fiesta. “¡Cómo se está moviendo Buenos Aires!”.
También se movía tres años atrás. La “gente” salió con las cacerolas. Con ánimo terco y pendenciero: “El estado de sitio se lo meten en el culo”. Después se añadieron los militantes, los piqueteros, la izquierda. Después hubo una represión infame. Todavía impune. Y después una larga historia que hemos analizado ya tantas veces, que no es de buena persona amargar a nadie analizándola una vez más. En fin, no analicemos. Sigamos mirando. La ciudad, la fenomenología de la ciudad entregada el análisis. A tres años de la combativa Buenos Aires de las cacerolas, lo único que permanece es el ruido. Pero no el de la bronca sino el bullicio del consumismo. Tal vez se buscaba esto. No hay por qué no pensar que muchos tienen exactamente esta concepción de la vida. Nos hemos pasado los años atribuyéndole a una entidad abstracta (“el pueblo”) nuestros deseos más íntimos. Siempre que confluyeron en la grandeza y el riesgo que ella implica nos quedamos solos. ¿Qué quiere el pueblo? ¿Qué quieren los seres humanos? Posiblemente no quieran ideas o proyectos inmensos. Recuerdo eso que dijo Heidegger de Aristóteles: “Nació, trabajó y murió”. (No pareciera ser tan mínimo el destino de quien fuera preceptor de Alejandro Magno, que, a principios del siglo XXI, se encarna en Colin Farrel, el nuevo James Dean de Hollywood en una superproducción de aquéllas. Pero dejemos este detalle.) ¿Qué quiere un hombre de hoy, un hombre post Torres Gemelas y post Guerra de Irak y post diciembre del 2001? Trabajar, consumir, veranear, divertirse, comer y dormir. Morir no. Morir no quiere nadie. Que a nadie le hablen de la muerte. Si sale el tema se cruzan los dedos y a otra cosa. El precio de toda fiesta es negar el fin. Negar que es efímera. Que termina y termina mal. No, esta vez no. Esta fiesta termina bien. O sea, no termina. Y si termina, será para que otra empiece.
A tres años del 2001 queda poco y nada. De las Asambleas, nada. O las ahogaron con teorías o las fueron a aparatear los partidos de izquierda con identidades ya constituidas. ¿Alguien recuerda durante estos días a John Holloway? ¿Se discute si decir “pueblo” o “multitud”? ¿Salen artículos (en Página/12, claro) de psicólogos cultos que preguntan: “¿Sabe usted qué tiene qué ver Spinoza con las Asambleas de Buenos Aires?”. “¿Spi... qué?” ¿Qué se hizo de Paolo Virno? Era tan novedoso Virno. Y hasta decía que la novedad que él traía se encarnaba en nosotros, en nuestras latitudes. Eramos la “potencia” spinocista. El pueblo en que el espíritu del holandés errante (Don Baruch) había encontrado sustancia. No el pueblo de Hobbes. No éramos el Leviatán, éramos la multitud. Recuerdo haber escuchado a honestísimos teóricos tratar de demostrar que la “multitud” no venía a reemplazar a la lucha de clases. Indudable: si las cacerolas eran la “multitud”... con la lucha de clases poco tenían que ver. La palabra “contrapoder” estaba en boca de muchos. ¿Eran las cacerolas el “contrapoder”? Y venía Toni Negri y sanateaba y decía “cazzo”. Y nos pedía que destruyéramos el estado-nación. (Acaso, hombre obstinado, Negri diría hoy: “¿Ven? Apenas recuperaron algo del estadonación se hundieron nuevamente en el consumismo burgués y perdieron la combatividad de la “multitud”.) A tres años la “multitud” es sólo “multitud”, es decir, un montón de gente que se agolpa en los restaurantes, que espera mesa de pie, que ha vuelto a tomar taxis, y que hace colas para sacar pasajes para todas partes.
Los piqueteros insisten con una metodología de protesta que los ex caceroleros detestan. Los caceroleros se hicieron blumberistas. “Ahora que tenemos los ahorros queremos seguridad y posibilidad de gastarlos”. A mitad del año, nuestro pueblo eligió su opción. ¿Hubo algo más parecido a las movilizaciones del 2001 que la primera de Blumberg? No, ahí revivió el cacerolismo. Pero para repudiar el acto en la ESMA (lugar donde morían”culpables” o esos eternos sospechosos de haber hecho “algo”) y reclamar por la seguridad de las inocentes víctimas de la “delincuencia”.
Entre todo este barullo algo bobo se perdió por completo la idea de participación popular. Es doloroso. Porque este gobierno (o, al menos, el presidente K) merecería que se lo mirara menos y se le arrimara algo más de entusiasmo participativo y, desde luego, cuestionador. Este “cuestionamiento” acaso incidiera en zonas inciertas o que carecen de la dinámica que las urgencias requieren: la lucha contra el hambre, la lucha por la educación y la distribución y democratización de la riqueza. (Supongo ser claro: no estoy de acuerdo con el manejo en esas áreas. Tampoco veo NADA en el espectro político desde dónde podría esperarlas. Tampoco se las podrá esperar de este gobierno si no hay participación popular.) Pero el “pueblo” no se acercó nunca a este Presidente. Primero se sorprendió por su dinamismo. Por su vértigo y su ejecutividad. Algo que le reprochaba no tener a De la Rúa. Bien, K gobierna. Ahora, veamos qué hace. El “pueblo” de la patria asumió así una actitud contemplativa ante K. “¿Qué hará el Flaco hoy?” Todo fue bien hasta que hizo lo de la ESMA. Entonces el “pueblo” de la patria volvió a participar, salió a la calle. Pero por Blumberg y con velitas. En suma, para entendernos: si K parece tan hegemónico, autosuficiente y poco amigo de convocar a la participación del “pueblo”, es porque el “pueblo” le dio una soberana patada cuando hizo su jugada más fuerte y más, para muchos que somos también argentinos, entrañable: sacar el cuadro del mayor asesino de la historia argentina y hacer el acto de la ESMA. Ahí, asustados entre la actual delincuencia y el regreso simbólico (a través de la memoria) de la “otra” delincuencia, rodearon a un personaje lamentable, al borde de la caricatura o ya sumido en ella irremediablemente. A él, el “pueblo argentino”, le dio su participatividad. ¿Qué fueron los 150.000 argentinos que siguieron a Blumberg velita en mano? A ver, Virno, Negri, Holloway, una ayuda, por favor. ¿Eran la multitud, el contrapoder, alguna actualización spinociana de la lucha de clases? No. Se produjo, ahí, el divorcio entre lo que muchos veíamos (desde el inicio del gobierno K) como la posibilidad más genuina del país: la unión entre un Presidente que quería recuperar el estado-nación y los militantes del 2001.

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