Dom 19.12.2004

EL PAíS

Espaldas

El episodio habanero del canciller Bielsa y su pugna por retener al operador que siguió sus directivas recuerdan los días previos a la salida de Norberto Quantin y Gustavo Beliz.

› Por Horacio Verbitsky

El canciller Rafael Bielsa se atiende de sus dolores de espalda en la clínica porteña del médico cubano Roberto Quiñones. Esto lo sensibilizó hacia la situación de la familia. La madre, Hilda Molina, es una reconocida neuróloga que durante tres décadas pudo compatibilizar su fe católica con la militancia comunista. Por disentir con el gobierno acerca del funcionamiento del instituto de rehabilitación que creó, renunció al cargo político que ocupaba.
No se discutían temas triviales: en una economía de recursos tan escasos, ¿hay que dar prioridad a los extranjeros, que dejan las imprescindibles divisas y refuerzan el prestigio internacional de la alabada medicina cubana, o a los nacionales del país, que ha reducido como ninguno los índices de mortalidad y morbilidad? Los trabajadores en el instituto, ¿deben recibir algún beneficio especial de esos ingresos o cada dólar debe ir al tesoro nacional y su aplicación decidirla los planificadores centrales? En cada actividad productora de divisas, como el turismo, se reproducen esas discusiones desde el hundimiento del comunismo y la desaparición del subsidio que mitigaba tales dilemas. Además, Molina participó en la creación de un Colegio Médico alternativo a la organización oficial. Como el integrismo católico del siglo pasado, el comunismo cubano cree que los partidos afectan la totalidad indivisible que el Estado debe preservar para que el imperio vecino no pueda hacer pie en la isla. Ese esquema de partido único se repite en todas las formas de organización social. Aunque sólo se le reprochan “errores”, un decreto que no se publicó en ningún Boletín Oficial decretó la muerte cívica de Molina. La prensa oficial cubana cree en la terapéutica del silencio y no se refiere al caso. En cambio, abundan las historias en la prensa internacional, sobre todo en aquella influida por el exilio cubano y el gobierno estadounidense, sensible a la paja en el ojo ajeno y no al Guantánamo en el propio. Cada una es tuerta de un ojo distinto y ninguna encara un segundo debate complejo: los logros en la educación y la salud, que hacen de Cuba un país tan distinto de los de su misma franja económica, ¿requieren la supresión de algunas libertades? ¿Acaso su vigencia los pondría en peligro? ¿Por qué hay que elegir entre una cosa u otra?
Casado con una argentina, con la que tuvo dos hijos, Quiñones intercedió ante su paciente Canciller para que gestionara la autorización oficial que permitiera a Molina visitarlo en Buenos Aires. Bielsa delegó la tarea en su jefe de gabinete, Eduardo Valdés, un político formado en las artes del peronismo porteño, sin experiencia previa en cuestiones diplomáticas, quien la hizo lo mejor que pudo. Una de sus propuestas desechadas por el Poder Ejecutivo era contrabandear a la médica en el avión presidencial al regreso de una visita de la senadora Cristina Fernández de Kirchner a Cuba. Entre esta hipótesis de zarzuela y la preferencia del viceministro Jorge Taiana por gestiones silenciosas ante el gobierno cubano, al que nada tonifica más que una buena gresca, el Poder Ejecutivo eligió un camino intermedio: una carta de Kirchner a Fidel Castro, ceñida a la cuestión humanitaria pero con amplia difusión. El caudillo cubano contraofertó con garantías para que la familia se reuniera en La Habana. El legítimo deseo familiar es cruzado por las tensiones políticas que han hecho de Cuba el último campamento troyano, siempre en guardia, donde las dulzuras de la vida privada no tienen la misma prioridad que en sociedades abiertas y clases despreocupadas. Con la misma sinrazón con que Castro se niega a permitir la salida de la médica, Quiñones no quiso viajar a la isla para verla, pese al compromiso oficial argentino y cubano de que podrá salir. A partir de entonces los desatinos se sucedieron.
La primera versión difundida por Bielsa y Valdés afirma que la médica fue a la embajada a notificarse de la respuesta de Castro y que al enterarse, su madre se descompuso y por eso se quedaron allí. Pero la embajada abre sus puertas a las 9.30, las mujeres llegaron a las 5.45 y ya las estaban esperando.
El embajador Raúl Taleb había sido oportunamente retirado del terreno, con un llamado a Buenos Aires de la Cancillería. En su ausencia la embajada quedó en manos del encargado de negocios Eduardo Gómez y del primer secretario y consejero cultural Eduardo Porretti. Ambos recibieron llamadas telefónicas de Valdés, quien en nombre de Bielsa les indicó que debían estar el miércoles en la embajada varias horas antes de lo habitual y preparar dos colchones. Porretti, un cuentista que hace dos meses había presentado su libro Naturaleza humana en la Casa de las Américas de La Habana, ilustrado por un pintor cubano, no ocultó su extrañeza por la inquietante directiva. Las llamadas fueron realizadas el martes desde Washington. Allí Bielsa analizó la situación de Molina con Colin Powell y al salir formuló declaraciones críticas al gobierno castrista. Ya había dispuesto cancelar una comisión mixta sobre cuestiones comerciales, sin que Kirchner lo supiera. Era impensable que los hipertrofiados servicios cubanos de inteligencia no detectaran esta temeraria secuencia ni la comunicaran, justo cuando en Cuba comenzaban las maniobras militares más importantes en dos décadas, simulando nada menos que una invasión norteamericana. El canciller cubano y su embajador en Buenos Aires mantuvieron informado al gobierno argentino a través del secretario general de la presidencia, Oscar Parrilli. La segunda explicación de Bielsa y Valdés fue algo más elaborada: supieron por Quiñones que Molina planeaba encadenarse en la puerta de la embajada y para impedirlo decidieron abrirla. De este modo en vez de tener un presunto problema del lado cubano de la puerta, instalaron uno real en la sala, que es pleno territorio argentino. Y como todo era tan urgente no pudieron comunicárselo a Kirchner, apenas dos meses antes del planeado viaje presidencial a Cuba. Con las dos mujeres dentro de la embajada, la Dirección General de Asuntos Legales de la Cancillería dictaminó que no se daban las condiciones para otorgar asilo diplomático, ya que no había riesgo para su vida, su libertad o su integridad física, ni se las acusaba por motivos políticos de ningún delito. La médica se volvió a su casa y dijo que quería seguir viviendo en Cuba y que nunca pensó en asilarse, pero la Cancillería no detuvo la operación. Por indicación de Valdés, el ex vicecanciller de Menem, Fernando Petrella, encomendó a los embajadores en países europeos que buscaran adhesiones a la posición argentina. Pero no pudo explicar cuál era y terminó en un duro incidente con el secretario de política exterior, Roberto García Moritán, quien ante la consulta de varios embajadores, lo desautorizó. La remoción de Valdés dispuesta por Kirchner procura preservar a Bielsa, pero no es seguro que el Canciller lo haya entendido. Sólo resta discernir si la impericia es un atenuante o un agravante de la responsabilidad que ambos comparten por un manejo que tal vez favorezca a Bielsa ante el electorado porteño pero sin duda castiga las espaldas del gobierno nacional. El episodio recuerda al que protagonizó Gustavo Beliz, cuando resistió el relevo de su secretario de seguridad, Norberto Quantin.
Kirchner intenta que termine de otro modo y anoche ordenó a Bielsa que cortara con las versiones acerca de la continuidad de Valdés y anunciara la designación como jefe de gabinete de Aníbal Gutiérrez, hasta entonces secretario privado del Canciller. En cambio se tomará unos días para meditar quién ocupará la embajada vacante. El perfil será el de un político, moderado, inteligente, que no sea ni castrista ni anticastrista.

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