EL PAíS
› COMO ES LA VIDA DE LOS CHICOS DE LA TRAGEDIA, UNA “PEQUEÑA FAMILIA DEL ROCK” DONDE TODOS SE CONOCEN
Callejeros
Trabajos de verano que se transforman en permanentes. Solidaridades de vida dura, al borde de la clase media o en el mundo villero. Amistades, rituales y señas de reconocimiento. Cómo es la vida “rollinga” de los adolescentes y jóvenes que murieron o sobrevivieron al incendio en República Cromañón.
› Por Marta Dillon
Laura anima fiestas de cumpleaños. Pipi se las arregla con algún trabajito en boutiques, ahí en la calle Avellaneda, con una familia coreana. “Es que las familias de Floresta –dicen– no están tan bien como para darnos los diez pesos de la entrada cada fin de semana.” Ale trabaja en un lavadero de esos que fueron novedad cuando ella nacía; durante las vacaciones nada más. Buchu ya no volantea más. A Tincho se le soltó su mano en medio de una avalancha que como una marea de lava lo arrastró sin remedio hacia un hilo de luz que le salvó la vida. Y sin embargo, apenas pisó la calle le arrebató la linterna a un bombero y volvió, desesperado, a buscar a su chica, Buchu, Agostina Abosaleh, 16 años y una energía envidiable para hacerles zancadillas a las restricciones. La encontró desvanecida. Igual la hizo caminar con las piernas blandas como chorros de agua y la dejó en una ambulancia. Buchu murió al amanecer en el Hospital Argerich.
Una semana después, sus amigas lloran como las niñas que son, cerca de donde pegaron cartas idénticas a las que pueblan sus carpetas de estudiantes secundarias, con dibujos que reemplazan la palabra corazón y signos de admiración que no alcanzan para subrayar la intensidad de su memoria. “Eramos seis –dice Laura, con la voz estridente que le permite la angustia–, siempre juntas, para todos lados, éramos ‘Las 78’, pero no te puedo decir lo que significa porque es un secreto. Lo inventó Buchu y ella nunca lo contaba, los que lo saben es porque lo adivinaron.” ¿Y qué puede querer decir ese apodo para un grupo de adolescentes que compartían cada semana el rito de juntar monedas, cambiarse la ropa, robar una cerveza de la heladera de papá y salir a ver alguna banda con lo recaudado en trabajos tan provisorios como precarios? “Es una boludez –empieza a sonreír Agustina–, nos gustaba más que ponernos las pibas de la esquina, como se ponen algunas.” ¿Será que todas nacieron en 1987 y 78 es el año al revés? ¿Tendrá algo que ver con Attaque 77?
Conservar ese secreto las anima un instante, las rescata del silencio recoleto que quedó en Plaza Once cuando la marcha del 6 de enero se llevó a la mayoría hacia Plaza de Mayo, y las devuelve a esas anécdotas cotidianas que ahora brillan como gemas. “Nunca conocí a alguien que tuviera tantos amigos como Buchu, pero era un desastre, nunca tenía un mango, se subía al colectivo con el único billete de cinco pesos y rescataba las monedas del pasaje entre nosotras. Siempre había que prestarle ropa, llegaba tarde a todos lados. A mí me queda su ropa en casa. Y en la casa de ella también debe haber remeritas mías.” Las 78 hacían danza-teatro para bandas de rock como Callejeros, usaban unos trajes negros sobre los que cosían retazos fosforescentes que brillaban bajo la luz negra. Buchu, dicen, era tan desbolada que los pegaba con plasticola y mientras bailaba dejaba estelas de estrellas en el piso que caían de su traje. El mismo que Laura tiene en su casa.
Son chicas de clase media, en la periferia de la clase media, con casa propia la mayoría, pero que necesitan trabajar para darse “sus gustos” y sabían que a pesar de que las esperaba la universidad pública en la que todas tienen puesto algún plan a largo plazo, esos trabajitos de verano se harían de tiempo completo, siempre que lo consiguieran, “porque nosotras sabemos cómo es la situación de nuestros viejos”. Buchu ya no va a ir al conservatorio de música, como soñaba. Tampoco habrá vacaciones en Gesell, en carpa y comiendo arroz hervido. Las 78 creen que no habrá vacaciones para ninguna, perdieron una hermana y ese apellido secreto que eligieron quedará lisiado, para siempre.
Los invisibles
“Luchando sin atajos/los invisibles/ piden que sus críos se salven/ y no piden más”, dice una de las canciones de Callejeros, una que sirvió para que sus seguidores se identificaran con un nombre que les resultaba común: los invisibles. Así se llaman los foros y con esa misma palabra que enuncia lo que está y no se ve, pintaron banderas en las que siempre aparece el barrio, o mejor, el suburbio, y hasta la esquina precisa en la que se hicieron amigos y es la cita obligada para salir a patear la noche. Virreyes, Varela, Puente La Noria, Celina, Martín Coronado, El Docke, Laferrère, Bajo Flores, ubicaciones geográficas que fijan la identidad y la pertenencia, la que no se cambia como no se cambia la camiseta de fútbol. Lugares, la mayoría, de casas bajas construidas en otras décadas, cerca de alguna fábrica que hoy es un fantasma de sí misma. La invisibilidad es un estigma, pero Callejeros la convirtió en un himno de melodía bailable y seguramente no de casualidad desde 2001 hasta ahora cada vez lo entonaron más voces, al mismo tiempo que esa clase media en el borde iba cayendo en el abismo de los números estadísticos y cruzando la frontera de “los pobres”. Y sin embargo a pura resistencia siguen conservando algunos rasgos de la clase a la que accedieron padres y abuelos a fuerza de trabajo, de comprar terrenos alejados para la casa propia y soñar destinos profesionales para los hijos.
En la casa de Valdi, “gráfico de nacimiento” según su hermana, “igual que mi papá”, saben lo cerca que queda el abismo. En ese lugar de Lanús Oeste, casi Valentín Alsina, no se erguía la Villa Diamante como ahora, plagada de pasillos intestinos, cuando el padre compró el terreno en el que hasta el 30 de diciembre vivían tres hermanos, cada uno en su pieza, construidas a medida que las dos mujeres se quedaron embarazadas y parieron y Valdi se mudó con su novia, Tania. Valdi, Osvaldo Zapata, tenía 25, llevaba siete de noviazgo y tenía una “pasión inoxidable” por la música. Así como fue a ver a Callejeros, se había ido solo a escuchar a Cacho Castaña, a mitad de año. El industrial que empezó a los 13 lo dejó en el camino, el papá necesitaba ayuda en la imprenta que también funciona en la casa y últimamente eran dos hermanos los que trabajaban en la empresa familiar. “Valdi quería comprar un terreno y ampliar la imprenta para que las dos hermanas mujeres trabajáramos también ahí. Cada una de nosotras tiene una nena. Estaba a full todo el tiempo, se manejaba re bien con los clientes, con los cheques”, dice Sandra, la mayor, que el jueves de la masacre despreció la invitación de su hermano para ir a ver el show en República Cromañón. “Es que yo le había dicho que quería ir a algún lado con mi hija, de 13, antes de que deje de darme bola y él compró las entradas de regalo.”
Era de Racing y seguía a todas partes al club de sus amores. Los ojos negros y el pelo largo, como lo muestra la foto que Sandra imprimió en una remera, sobre el corazón. Hacía rato que su cara estaba tapada con un trapo cuando su papá lo encontró, tirado en el playón donde se acomodaban los cuerpos sin nombre ese jueves negro. Igual sus amigos trataron de reanimarlo, le golpearon el pecho, le dieron su aliento a través de la boca inerme. Después, mucho después, tocaron en su velorio el tema que estaban practicando juntos, Valdi en la batería, con su grupo Maldita Generación. El guitarrista de la banda de Lanús, Abel González, habitante de esa villa que crece de espaldas a la casa ampliada de los Zapata y en donde la cumbia suena en cada vuelta del laberinto, Abel, que había acusticado su pieza de chapa para los ensayos, pagó su propio cajón: de sus ahorros para comprarse una moto para hacer reparto de pizza se descontó lo necesario para el sepelio. “El ya tenía una antes –dice Sandra, bajo el sopor de la tarde sobre el asfalto que sostiene el altar a los muertos en Ecuador y Bartolomé Mitre–, la había comprado sin papeles, para trabajar. La policía se la había incautado y estaba empezando de nuevo.” Tania, la novia eterna de Valdi, todavía no sabe que está muerto. El viernes le sacaron el respirador pero nadie se anima a decirle la verdad.
Familia Callejera
“Loooko! toy buscando una chica ke se llama Dalma, ella siempre está con la madre, hasiendo pogo en el medio... we, si saben algo avisen. ¡nunca olvidar, siempre resistir!”. En la página de internet que “caristone”, una chica de Boedo con piercing en la lengua, armó como sitio no oficial de Callejeros, cientos de chicos y chicas escriben su desolación con ortografía incomprensible. De los días anteriores a la masacre, los mensajes parecen igualmente jeroglíficos, pero todos destinados a alentar el cierre del año de la banda, poblados de “aguantes”, luchas y resistencias que no se definen. Dalma, por fin, apareció en la marcha y se fundió en abrazos con otros que conoce por apodos o de vista, “amigos de recitales, porque la familia del rock es chica. ¡Bah! es como si vos siempre compraras en la misma feria, al final conocés a todos aunque no sepas de sus vidas”.
Para llegar a su casa en un día de lluvia como el último viernes, hay que estar dispuesta a mojarse los pies en un agua negra que impide ver los desagües. Es un chalet blanqueado y sin terminar del plan Fonavi, al límite de la “villa cuernito”, en Dock Sud. Ahí resiste el embate de sus vecinos, que la cargan cuando sale a la calle con sus atributos de chica stone y los walkman puestos. “Lo que pasa es que para escuchar rock hay que tener un poco de nivel intelectual, porque a lo mejor dice lo mismo que la cumbia, pero con metáforas. Hay que tomarse el trabajo para entenderlo”, dice, aunque se enoja también con los “rollingas” que “para putear te dicen cumbianchera o villera”.
Suele suceder que cuando los límites están muy cerca es necesario expresar las diferencias que hacen de frontera, para afirmarse. Buchu –y sus amigas de Floresta– no necesitaba explicar demasiado por qué prefería sus zapatillas de lona a esos tractores último modelo que otros adolescentes exhiben en los pies. Para ellas, los jeans rotos y las zapatillas dibujadas son signos de una elección. Para Dalma, en cambio, son una forma de resistencia: “A veces es muy feo que te griten crota, o ‘rollinga, comprate zapatillas’, pero yo prefiero mis topper a que me chifle la panza. Vos los ves a los cumbieros con Adidas de 250 pesos y flacos como una astilla ¡será que no comen!”. Dalma no se acuerda casi nada del último recital, salvo de la advertencia por las bengalas. Pero eso era lo más común, si había estado en mayo, junto a su madre, que la acompaña a todos lados, cuando se prendió fuego por primera vez la media sombra que tapaba los cables en el boliche de Chabán. “El en persona apagó el fuego para no llamar a los bomberos, pero éramos pocos y salimos todos. Después volvimos a entrar. ¿Y por qué volvimos a entrar? Nosotros mismos nos tenemos que rescatar, pero estamos muy acelerados.”
Igual, ella tiene todo para agradecer a la “familia callejera”, mientras está bailando en un recital, de espaldas o de frente a los músicos, a nadie le importa “si sos gorda, si tenés plata, si fumás o no fumás, si vivís en la villa o al lado. Ni siquiera importa si un día estás con un novio y otro día con otro pibe, por ahí ellos se encuentran y está todo bien, ‘quedatelá’, dicen. En cambio en la bailanta capaz que por eso se acuchillan. Y eso que van reempilchados”.
El Terko y el Topo
“Era mi hermano el que se hacía llamar así, Terko, por un tema de La Renga que decía ‘siempre que muera, volveré a nacer’. Era un pibe común, de 18, acababa de terminar la escuela, en el Juan XXIII de Ramos Mejía. Iba a estudiar ingeniería informática. Jugaba al fútbol, estaba todo el día frente a la computadora, era parte de su vida. Y con mi papá, a los dos les gustaba la música, entonces mi papá se metía en el medio de los chicos”, dice Romina Viega Mendes. Fueron cinco los egresados del Juan XXIII que llegaron aquella noche a ver Callejeros, y tres sobrevivieron. El Topo, Federico González y el Terko, Cristian Viega Mendes, quedaron mezclados en un abrazo, inconscientes, debajo de una pila de cuerpos enmarañados. Tan juntos estaban que los documentos llegaron con el cuerpo equivocado a la morgue. Fue un alivio corto para el novio de Romina, esa vez no tendría que dar la mala noticia a su suegro, una noticia que detodos modos no tardó en teñir la casa de los Viega Mendes de un luto que apenas se nombra.
Son tres familias en el mismo terreno –a medida que alguien se casa o se junta, igual que los Zapata, se construye–, en el partido de La Matanza, el mismo del que salió el grupo Callejeros, “pero ellos son de Celina –dice Romina–, del otro lado de la Riccheri, ahí es un poco más humilde”. Ahí, escampa y oscurece sobre el Camino Negro. Ellos, en cambio, son de “donde está la universidad”. Cristian, que también tenía su banda, Efecto Secundario, y una comunidad en internet en la que jugaba juegos de rol, había ampliado sus amigos en las veredas del conurbano, en el partido de La Matanza, uno de los más pobres del Gran Buenos Aires. Y ahí están esos amigos, sosteniendo una bandera que Romina no termina de reconocer porque lleva el apodo de su hermano pero ninguna imagen. Eso, dice, sería demasiado. Al fin y al cabo era un pibe como cualquier otro, como cualquiera de los 191 que registra el contador de muertes hasta el momento, un número tan amplio que por momentos parece desdibujar el hueco infinito que se abrió en tantas casas.
Dicen que para conocer a todo el mundo basta con conocer a 8 personas, 8 grados de separación del resto de los hombres y mujeres. Basta mirar alrededor para saber que de este luto no hay separación posible, porque en definitiva todos los relatos hablan de lo mismo, de estos que somos en esta frontera de la Tierra.