EL PAíS
› POR QUE A ISRAEL LE TOMO 45 AÑOS ADMITIR QUE LA MOSSAD SECUESTRO A EICHMANN
El viejo truco de los “voluntarios”
El secuestro del nazi en Buenos Aires generó una crisis diplomática que nadie esperaba. Jaqueado por un nacionalismo todavía poderoso, Frondizi aprovechó una pueril carta israelí para inventar una solución con Ben Gurión. Argentina aceptaba formalmente que los secuestradores habían sido “voluntarios judíos” y no agentes de la Mossad, y todos en paz.
› Por Sergio Kiernan
Con 45 años de atraso, el gobierno de Israel admitió oficialmente esta semana que los que secuestraron al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann no eran “voluntarios judíos, algunos de ellos israelíes” sino agentes de inteligencia, del Mossad y otras agencias. Resulta curioso que pasaran tantas décadas para poner en papel lo que ya estaba aceptado –y relatado en infinitos libros y artículos, además de un par de películas–, pero la clave está en lo que pasó después que Eichmann aterrizara, drogado y con uniforme de El Al, en Tel Aviv. Lo de los voluntarios fue una mentira improvisada sobre la marcha a la que David Ben Gurión y Arturo Frondizi se aferraron para superar la crisis bilateral y acallar a sus respectivas oposiciones.
Los israelíes tardaron más de diez años desde el fin de la guerra en concentrarse en ubicar a los nazis que habían organizado y llevado a cabo el Holocausto. En esa década habían creado su Estado, peleado dos guerras con sus vecinos árabes y recibido en masa a los sobrevivientes de la masacre nazi. Fue después de la crisis de Suez, en 1956, cuando sintieron que el “experimento” comenzado apenas ocho años antes y a balazos tenía la solidez suficiente como para concentrarse en el tema. Para entonces, a una década de los juicios de Nuremberg, ya habían surgido dos nombres simbólicos de la crueldad nazi. Uno era el de Joseph Mengele, el sádico médico de Auschwitz que se entretenía torturando niños con excusas científicas. El otro era el de su amigo Adolf Eichmann, coordinador general del Holocausto (ver recuadro). Ambos, nada casualmente estaban en Argentina.
El problema era dónde exactamente. A fines de 1957 Fritz Bauer, fiscal general de la provincia de Essen, en la entonces Alemania occidental, le pasó información precisa al encargado del Mossad, Isser Harel, ubicando al alemán en Buenos Aires. La fuente era un jubilado judío alemán, Lothar Hermann, que vivía en Argentina desde 1938, había perdido sus padres en un campo de exterminio nazi y era ciego. Como nadie sabía que eran judíos, su hermosa hija Sylvia se había hecho amiga de los hijos de Eichmann, en especial del mayor, Klaus. A los israelíes les tomó dos años confirmar el dato, cosa que lograron sólo en 1959 cuando Harel mandó a Zvi Aharoni a Buenos Aires. A principios de 1960, el agente envió un informe identificando al genocida y contando dónde vivía, qué trabajo hacía y cuáles eran sus rutinas. En ese papel aparece por primera vez mencionada la después célebre casa de la calle Garibaldi.
Con el dato en la mano, el primer ministro israelí David Ben Gurión le ordenó a Harel que preparara el secuestro de Eichmann. Los israelíes ni consideraron pedir su deportación por el lamentable hábito argentino de rechazarlas: Alemania acababa de recibir un rotundo no a su pedido de captura de Mengele –que se esfumó para siempre apenas supo del trámite– y lo mismo había pasado en los años cincuenta con pedidos de Francia, Yugoeslavia, Bélgica, Checolovaquia y Hungría. Nazis, ustashas y colaboracionistas como Ante Pavelic, Jan Durcansky, Pierre Daye o Charles Lescat, habían recibido una clara y pública protección argentina.
Ben Gurión era ducho en lo que los norteamericanos llaman “negabilidad”, la toma de decisiones, de modo de que sea fácil desmentirlas o al menos controlar los daños. El primer ministro no les informó a sus colegas de gabinete, no habló con su presidente y mucho menos con el Congreso. Los veinte agentes del Mossad y de otras agencias seleccionados para la misión formalmente se ofrecieron de voluntarios y aceptaron que su incursión oficialmente no existiera, aunque el jefe del comando fuera el mismo titular del Mossad. No era que les importara en particular, ya que la mayoría eran sobrevivientes del Holocausto o habían perdido a sus familias a manos de los nazis. Harel les explicó –a los israelíes y a los argentinos que dieron apoyo al secuestro en Buenos Aires– que estaban realizando una tarea histórica: por primera vez los judíos iban a juzgar a uno de sus verdugos y hacerle escuchar al mundo cómo fue el Holocausto. En ningún momento se discutió un simple asesinato.
La operación
Los veinte agentes fueron llegando a Buenos Aires desde diferentes lugares, con documentos falsos y sin que lo supiera ni su cancillería ni su embajada local (el jefe de seguridad se enteró casi sobre la hora). Varios argentinos proveyeron información, casas seguras y autos alquilados, un aspecto de la historia que sigue en el más profundo de los secretos. Eichmann fue secuestrado a la noche del 11 de mayo de 1960, cuando volvía de trabajar, muy cerca de la puerta de su propia casa en la calle Garibaldi. En un auto alquilado, el comando lo llevó a una casa segura y vacía para esperar que todo estuviera listo para sacarlo de Argentina. Iban a tener que pasar nueve tensos días.
Aquí aparece nuevamente la mano de Ben Gurión. En 1960, la aerolínea estatal israelí El Al no tocaba ningún aeropuerto sudamericano, con lo que el comando no tenía avión propio para sacar a la presa. Pero en ese mismo mes de mayo Argentina celebraba sus 150 años y los israelíes estaban invitados a las festividades que organizaba el presidente Arturo Frondizi. Ben Gurión decidió que la delegación no iría en un vuelo comercial sino en un avión de El Al especialmente fletado que, de paso, iría a investigar el potencial económico de una ruta a Buenos Aires. Así aterrizó en Ezeiza el vuelo LY601, el 19 de mayo de 1960.
Su principal pasajero, Abba Eban, que encabezaba la delegación oficial israelí, se enteró prácticamente al pie de la escalerilla de que todo era una máscara para sacar a Eichmann del país y de que el secuestro iba a estallar como noticia cuando él estuviera en Buenos Aires. Efectivamente, el 20 de mayo por la noche el avión de El Al despegaba de Ezeiza con un tripulante tan borracho que apenas se podía tener en pie. Era Eichmann, dopado hasta las cejas y de uniforme aerocomercial. El 22 de mayo, el avión aterrizaba en el aeropuerto de Lod y el alemán era formalmente arrestado y encerrado en prisión.
Mentiras útiles
Al día siguiente, 23 de mayo, Ben Gurión se presentó ante el parlamento israelí e informó que Eichmann estaba detenido en Israel e iba a ser juzgado de acuerdo a la Ley de Justicia contra los nazis y sus colaboracionistas, sancionada por esa misma Knesset en 1950. El premier se cuidó mucho de aclarar dónde había sido capturado el nazi, pero de inmediato, corrieron rumores sobre cierto país sudamericano. La cancillería hizo un débil esfuerzo para “filtrar” que en realidad el secuestro había tenido lugar en un país árabe, pero nadie se lo creyó.
La primicia sobre el caso fue publicada en Buenos Aires el 26 de mayo por dos vespertinos, La Razón y el desaparecido Correo de la Tarde. En su libro Argentina, Israel y los judíos, una historia de la relación entre los dos países, el historiador israelí Raanan Rein cuenta que la noticia fue recogida por la revista Time, que la difundió mundialmente, y que el presidente Frondizi se enteró literalmente por los diarios.
Tanto Eban como el embajador israelí en Argentina, Arie Levavi, alegaron demencia: ante la prensa y ante el muy preocupado canciller Diógenes Taboada, ambos dijeron que no sabían dónde había sido capturado Eichmann o si había israelíes entre los secuestradores. Luego de una tensa reunión en el Palacio San Martín, Levavi pidió a su gobierno que simplemente desmintiera que Eichmann hubiera sido secuestrado en Argentina. “La ruptura de relaciones con Argentina sería un golpe mortal para los judíos locales,” cablegrafió el embajador, “y cuestionaría por mucho tiempo nuestro estatus en toda América latina”. Israel emitió entonces un comunicado para el gobierno argentino donde se explicaba que sus servicios de seguridad le habían informado, luego de publicadas las notas, que Eichmann había sido traído por “un grupo de voluntarios judíos, entre ellos algunos israelíes” y que el nazi había aceptado ser juzgado en Israel “para que las generaciones venideras tengan un cuadro real de los sucesos”. Según la carta, los “voluntarios” le habían entregado su peculiar prisionero al Mossad y recién entonces el gobierno se había enterado del tema.
El embajador Levavi se quería morir. La mentira era tan insostenible y pueril, que le pareció “un cuento de abuelas”. Según el historiador Reini, el agente Zvi Aharoni –el que había ubicado definitivamente a Eichmann en Buenos Aires– dijo que le costaba “creer cómo alguien en el Ministerio de Relaciones Exteriores israelí puede tener la esperanza de que de esa manera se pondría fin al episodio”. La Cancillería argentina estuvo, sin saberlo, de acuerdo con el agente israelí: el 8 de junio le entregó a Levavi una dura respuesta exigiendo perentoriamente la devolución de Eichmann y el castigo a los “voluntarios”, a los que solapadamente acusaba de usar métodos nazis.
Ante el desastre, Levavi recurrió a Ben Gurión y le pidió que mandara una carta personal, menos formal, a Frondizi. El israelí, de buena pluma, enseguida despachó una nota en la que le explicaba al argentino la escala del Holocausto y la laya de gente que lo había realizado, por lo que juzgar a Eichmann en Jerusalén era “un acto de suprema justicia histórica”. Bien asesorado, Ben Gurión destacaba que Frondizi “había combatido contra una dictadura” y “ha revelado un enfoque sobre valores humanos”, y agregaba su “sincera expresión de pesar” por la violación de “las leyes de su país.” Frondizi respondió con una carta también amable en la que expresaba “comprensión” por lo que sentían los israelíes hacia Eichmann, pero reiteraba el pedido de que el alemán fuera devuelto a Buenos Aires para ser extraditado en tiempo y forma.
Es que el argentino estaba acorralado. Dueño de un poder limitado y cuestionado, Frondizi enfrentaba un huracán protagonizado por los Radicales del Pueblo, que lo odiaban como se odia en una guerra civil, y el entonces poderoso y activo nacionalismo argentino, con Tacuara en la calle. Como para que no falte nadie, se metió la Iglesia cuando el cardenal primado de Argentina, el funesto Antonio Caggiano, se pronunció sobre el “deber como cristianos” de perdonar a Eichmann “por lo que ha hecho”. Según el pintoresco cardenal, “Eichmann o Klement” no pasaba de un inmigrante que “llegó a nuestro país buscando el perdón y el olvido”.
Por canales discretos –el historiador Reini menciona a un asesor presidencial, Mariano Weinfeld– Frondizi enviaba señales de paz a los israelíes: igual que Ben Gurión, no quería ensuciar las excelentes relaciones entre ambos países, no tenía realmente las menores ganas de ver a Eichmann de vuelta en Buenos Aires, esperaba que en su próxima gira europea se pudieran encontrar en terreno neutral y pensaba pasarle el tema a la ONU, de modo de despersonalizarlo. La decisión del argentino fue un error.
Frondizi había llegado a la presidencia con apoyos cruzados y variopintos, entre ellos, los del nacionalismo. Entre los resultados de semejante boleta, el embajador argentino ante la ONU era Mario Amadeo, un diplomático de carrera de amplias, abiertas y confesas simpatías nazis. Amadeo había renunciado a su carrera en enero de 1944, protestando por la rotura de relaciones con el Eje. Perdonado y reincorporado, volvió a renunciar en marzo de 1945, cuando Argentina le declaró la guerra a Alemania y Japón. De los primeros nacionalistas en detectar a Perón y luego alejarse por su gusto por las masas, Amadeo era un fanático de Franco, al que veía como encarnación de un nazismo católico, y volvió al ruedo cuando Frondizi llenó todavía más la Cancillería de filonazis y catolicones como Santiago Estrada, Carlos Florit y Luis María de Pablo Pardo.
Esta joya de diplomático se reunió a mediados de junio de 1960 con la canciller israelí, nada menos que la futura premier Golda Meir. Amadeo puso dos aprietes sobre la mesa: que Israel entregara a Eichmann en la embajada argentina en Israel, y que hiciera “una reparación” por la ofensa a la soberanía nacional. Golda Meir propuso que Eichmann estuviera en el territorio diplomático argentino por unos minutos, para volver a ser entregado para su juicio. Amadeo se dio por ofendido.
El tema pasó al Consejo de Seguridad, que el 22 de junio condenó a Israel, declaró su horror por los crímenes nazis, instó a que se restauraran las “amistosas” relaciones entre Argentina e Israel, y pidió que Tel Aviv “indemnizara adecuadamente” a Buenos Aires. El escándalo del día fue, no asombra, de Amadeo, que comparó la llegada de los nazis a Argentina con la de refugiados judíos sin documentos, todos recibidos por igual. Meir le contestó que le parecía “por lo menos peculiar” comparar a Eichmann con sus víctimas y le recordó la postura oficial: Israel no había secuestrado a Eichmann en Buenos Aires, habían sido “voluntarios” y su país se disculpaba nuevamente por los actos de “algunos de sus ciudadanos”, pero no podía reparar lo que no había roto.
La situación se empantanaba. En Argentina, los nacionalistas pedían sangre por la ofensa a la sagrada soberanía. En Israel, la oposición señalaba la total imprevisión de las consecuencias del secuestro y la “incomprensión” de lo que podían sentir los argentinos. Frondizi estaba cada vez más preocupado: al llegar a la ONU, el tema se había trasladado efectivamente a Estados Unidos y ya empezaba a aparecer en reuniones donde se hablaba de inversiones esenciales al plan desarrollista. Israel pedía a los norteamericanos que hablaran con los argentinos, pero éstos se negaban a tocar el tema oficialmente.
Curiosamente, la idea salvadora vino de otro nacionalista de camisa marrón, De Pablo Pardo. Este nacionalista era formalmente apenas el asesor letrado de la cancillería, pero ejercía un poder mucho mayor y, más relevante, odiaba cordialmente a Amadeo. De Pablo Pardo invitó discretamente a su par israelí, Shabtai Rozen, a quien había conocido cuando ambos estaban en la ONU. Los dos letrados conversaron largamente en Buenos Aires sobre cómo terminar la crisis. El argentino le explicó al israelí que iban a echar de mala manera al embajador Levavi, declarándolo persona non grata, y que Estados Unidos ya había sido informado de la idea y la aceptaba. De Pablo Pardo aclaraba que en sesenta días se podían nombrar nuevos embajadores y que, si Israel aceptaba, todo volvería a la normalidad. Después de un breve y “simpático” encuentro con Frondizi, Rozen aceptó la idea.
El tres de agosto las cancillerías de Argentina e Israel emitían al mismo tiempo un comunicado –que habían redactado juntos De Pablo Pardo y Rozen– en el que los israelíes se disculpaban por los actos cometidos por “algunos ciudadanos” y se daba por terminado el tema. El mismo día se cambiaban cartas secretas poniendo fecha para el nombramiento de nuevos embajadores. Días después, el Congreso votaba una declaración de satisfacción por el cierre de la crisis. Golda Meir destacaba que todo se había solucionado en realidad por “la buena voluntad” de los argentinos. El expulsado Levavi, después de borrarse discretamente a París hasta que se publicaran las notas, volvía a Israel para ser recibido como un héroe.
Y así quedó la cosa por este casi medio siglo, hasta que Israel oficializó esta semana lo que todos ya sabían y ya habían aceptado. Tanto, que en realidad, nadie se acordaba del verso de los “voluntarios”.