Sáb 12.02.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

La quita de la política

› Por Luis Bruschtein

La quita del 70 por ciento de la deuda privada predefault parece finalmente encaminada y su culminación será un éxito para el Gobierno. Será la quita más grande del mundo. Pero sólo será un alivio pasajero porque, si se cumple esta durísima transacción, la deuda que queda equivale a alrededor del 80 por ciento o más del PIB. Se habrá pasado de una cifra impagable a otra que demandará grandes esfuerzos y sacrificios para pagar.
La relación deuda-PIB quedará en una escala similar a la de Brasil y Uruguay donde el Partido de los Trabajadores y el Frente Amplio plantean difíciles y complicadas líneas de negociación con los organismos financieros internacionales –que en el caso de Argentina quedaron fuera de la quita– para que las cuentas les puedan cerrar sin que los pagos afecten el crecimiento y la situación social.
Las alas de izquierda del PT brasileño y del FA uruguayo destacan la quita realizada por el gobierno argentino comparándola con los objetivos más limitados de sus propias fuerzas políticas en el gobierno. Pero en realidad, sólo después de esa considerable quita, la situación argentina se podría comparar a la que deben encarar Lula da Silva y Tabaré Vázquez con sus respectivas diferencias y particularidades.
Pasar de la consigna pura a la acción concreta de gobierno representa una diferencia abismal y el reconocimiento de que la política no pasa solamente por los buenos deseos de un solo jugador, sino que depende de coyunturas locales e internacionales y complejos y múltiples juegos de fuerzas e intereses. En ese marco, el planteo de la quita y su difícil pero exitosa ejecución fortalecerán al Gobierno, que pudo imponer una estrategia que fue jaqueada por el FMI y por factores locales del poder económico.
En este tramo final, cuando ya se advierte una adhesión mayoritaria a la propuesta por parte de los acreedores particulares, muchos de esos críticos, casi todos, han cambiado sus cuestionamientos por una comprensión tardía y “razonable”. Se preparan para otra etapa de negociaciones. Coinciden ahora en que la deuda era impagable, pero advierten tras cartón sobre los esfuerzos que demandará pagar lo que resta. Y los esfuerzos enumerados hacen recordar nuevamente a las famosas listas de condiciones del Fondo, incluidos los puntos de superávit fiscal y las tarifas de los servicios privatizados.
El respiro será cortito porque, finalizado el trámite de la quita, se vienen otras discusiones. El presidente Néstor Kirchner ha dicho que no pagará deuda con el hambre de la gente. Antes la deuda era “impagable”. Ahora es “pagable” pero, para cumplir con su palabra, debe convertirla en “pagable sin el hambre de la gente” y sin comprometer el crecimiento. Esta negociación con el Fondo y los organismos financieros promete ser muchísimo más larga y complicada que con los acreedores privados.
Este proceso de negociación de la deuda fue seguido por la sociedad en un papel de público o espectadora. Los actores se movieron en el escenario con mejor o peor desempeño y el público se limitó al aplauso, el abucheo o la indiferencia.
Los políticos no oficialistas criticaron con razón la falta de disposición del Gobierno para abrir un debate en el que cada quien expusiera su enfoque sobre un tema que afectará por lo menos los próximos cincuenta años del país. El Gobierno argumentó, también con razón, que en una negociación tan dura y compleja necesitaba presentar un cuerpo homogéneo que le permitiera tomar decisiones drásticas con rapidez según las circunstancias.
Pero si los dos –oposición y oficialismo– tienen razón, quiere decir que alguno de los presupuestos es falso, porque de esa manera la política queda fuera de uno de sus cometidos esenciales. Si la política no sirve para enriquecer y facilitar la resolución de uno de los problemas de fondo de este país, entonces la política, simplemente, no sirve. Y habría que concluir que la forma de hacer política en Argentina, tanto del oficialismo como de la oposición, no es funcional a un esquema democrático como el que se presupone que tiene. Habría que pensar entonces en alguna forma de monarquía u otra que concentre el poder de decisión, por un lado, y que conceda un espacio simplemente testimonial a la oposición, por el otro.
Consenso o hegemonía son palabras que se aplican al mismo fenómeno según del lado que se lo mira. Dice consenso el que le favorece y hegemonía el que queda fuera. Pero la hegemonía se construye también con consenso sobre ideas. Y puede ser que no, que se construya sobre la base de alianzas tácticas o de circunstancia, en función de la distribución de espacios de poder. En la política argentina, pobre de ideas y proyectos, tiene primacía la segunda forma de construir consensos y hegemonías.
A esto apunta un sector de la oposición cuando denuncia al Gobierno porque prefirió “buscar la mayoría oficialista” en el Congreso para que le conceda las facultades extraordinarias que le permitieron manejar la negociación de la deuda, en vez de abrir un debate con la participación de todas las fuerzas políticas.
Pero en realidad, también tienen su cuota de responsabilidad los que quedan fuera de esa construcción hegemónica. Pareciera casi imposible construir consensos políticos sobre ideas concretas. Consenso significa concesiones de todas las partes en función de una idea más importante y con reglas de juego claras donde cada quien tiene su lugar, responsabilidades y espacios críticos. Significa manejar opciones y no rigideces que a veces se esconden en posiciones falsamente principistas. La flexibilidad para llegar a consensos en función de ideas no existe, pero sí hay flexibilidad para construir en función de espacios de poder. Es tan principista (o todo lo contrario) la mecánica, que termina generando las situaciones menos principistas posibles. Entre esas formas hegemónicas sin contenido y esa incapacidad de generar consensos –que de alguna manera describen lo mismo–, se producen fenómenos como que del peronismo haya salido el gobierno más neoliberal, pero también el menos neoliberal o que el progresismo haya generado un gobierno neoconservador.
Las dificultades para discutir proyectos para confrontar y acordar en el plano de la política derivan entonces esa discusión a momentos como la tragedia de Cromañón o los secuestros extorsivos en el caso de Blumberg, o a la Justicia. Pero como en realidad lo que se está debatiendo mal no son esos temas, sino proyectos diferentes, ninguna de esas situaciones son bien resueltas y el mismo debate, en esos términos, termina pareciendo una mezquina falta de respeto ante el dolor y la tragedia.
Esta forma de hacer política tiene una racionalidad tan intrincada que resulta irritante. Es más difícil, menos eficiente y menos concreta aunque parezca lo contrario. La mayoría de las veces sirve para retroceder y cuando se avanza se lo hace con un costo triplicado. Es más fácil desde el gobierno o la oposición blanquear ideas, difundirlas, promoverlas, debatirlas, negociar y lograr acuerdos básicos que avanzar con equilibrios maquiavélicos o esperar una tragedia o un estrepitoso fracaso para prevalecer sobre el otro.
Hay miles de explicaciones y problemas heredados para que la política funcione de esta manera, pero lo cierto es que estuvo ausente en el primer tramo de negociación de la deuda. Es difícil saber hasta dónde aprueban los que aprueban y qué harían los que critican si estuvieran en el lugar de gobernar. Pero el proceso recién empieza; las presiones sobre la política serán muy fuertes y en gran medida los resultados estarán en relación con la capacidad de la política de asumir un dinámica diferente.

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