Dom 13.02.2005

EL PAíS  › EL OSCURO ESPEJO CARCELARIO Y LA CORRUPCION

Valores en juego

El desprecio por la vida, herencia de la dictadura, y la incapacidad de previsión son un grave problema nacional, sin distingo de jurisdicciones. La monstruosa superpoblación carcelaria y el maltrato a los jóvenes reclusos concitan menos interés que el artículo del Código Penal sobre prescripción. Si algún político corrupto se beneficiara no sería por esa norma sino por la falta de actividad judicial. El nuevo artículo 67 ayudará a descomprimir la explosiva situación en las cárceles.

› Por Horacio Verbitsky

Los episodios del penal San Martín de Córdoba muestran que el desprecio por la vida y la incapacidad de prever cualquier desastre antes de que se produzca no son exclusividad de la Ciudad Autónoma que gobierna el último sobreviviente del Frepaso, ni de la provincia de Buenos Aires. Monstruosidades con centenares o decenas de muertos pueden ocurrir en cualquier momento en cualquier lugar de la Argentina, ya sea bajo administración provincial o federal, porque la degradación que ha sufrido la sociedad se corresponde con la desidia y la inoperancia estatales cuando no con la directa complicidad en situaciones aberrantes. La reconstrucción institucional muestra así una urgencia no menor a la de la redistribución del ingreso. Una y otra son necesarias para recuperar formas de convivencia que el país perdió en las últimas tres décadas. Las cárceles son un espejo ineludible de ese deterioro, el peor y más constante pero no el único.
La vida no vale nada
Horas antes de que los presos en el penal cordobés se amotinaran por las condiciones insoportables de vida que el Estado les impone, el ministerio del Interior impulsó un proyecto de ley de derribo de aeronaves, como parte del programa de lucha contra el comercio de sustancias psicotrópicas de uso prohibido por las autoridades sanitarias. La fundamentación no escrita de esta ley bárbara es que un avión intruso puede desobedecer la intimación a tocar tierra porque sabe que le basta con salir del espacio aéreo argentino para ponerse a salvo, porque ni Bolivia ni Paraguay tienen la capacidad de forzarlo al aterrizaje. Este razonamiento desprecia la prevención y sólo valora la represión, como si evitar el ingreso de uno de esos vuelos no tuviera importancia. Además, el problema no se limita a los países vecinos. En la Argentina vuelan a diario infinidad de pequeñas avionetas y aviones ultralivianos, a los que por debajo de cierta tara la ley ni siquiera les exige llevar radio. En las vastas extensiones poco pobladas de las zonas fronterizas, quien va a emprender un vuelo ni siquiera tiene controladores a los que solicitar o anunciar un plan de vuelo. Habrá que esperar entonces que el Congreso sancione la ley, que la ansiosa Fuerza Aérea la aplique, para que una docena de cadáveres innecesarios desaten la lacrimosa reflexión sobre las muertes evitables, como las de Cromañón, como las del penal San Martín de Córdoba, como las que se suceden en forma rutinaria en las cárceles de las provincias de Mendoza y de Buenos Aires. Esa devaluación de la vida es la peor herencia que han dejado la dictadura militar y el neoliberalismo. No tiene nada de extraño que el ex presidente Carlos Menem haya abogado por la intervención del Ejército, como hace periódicamente en su intento por aglutinar a todas las derechas del país. Pero no se percibe que quienes abominan de esas décadas negras estén adoptando todas las medidas necesarias para revertir su consecuencia. El operativo ordenado en la Plaza Francia por el moribundo gobierno de Aníbal Ibarra y su secretario de Seguridad y burocracia sindical Juan José Alvarez, en aplicación de las cláusulas represivas introducidas en el Código de Convivencia por los legisladores que responden a Maurizio Macri, incluyó una agresiva presencia de la Guardia de Infantería de la Policía Federal. Su personal golpeó a discreción a artesanos y periodistas, con la impunidad que les da el no lucir las plaquetas de identificación obligatorias, lo cual cuestiona la legalidad de todo el procedimiento. Del mismo modo, las fuerzas de seguridad que en cualquier lugar del país abren fuego en algún local cerrado o en un transporte público o emprenden una persecución a tiros en la calle para enfrentar a un ladrón armado, sólo deben rendir cuentas cuando hieren o matan a un transeúnte. Si no hay heridos o si las balas sólo hacen blanco en los asaltantes perseguidos no reciben ninguna observación y hasta es posible que sean condecorados. Es una cuestión de azar.
Locos de la guerra
El desatinado intento policial de retomar el penal cordobés, ocupado en reclamo por la imposición de un régimen mortificante, fue el comienzo del descontrol. Los disparos policiales sobre el camión en el que una docena de reclusos se proponía huir y que causaron la muerte del agente penitenciario que los amotinados habían puesto como mascarón de proa del vehículo, y de otras cinco personas en ese momento, no pueden atribuirse a la tensión que se vivía. Por el contrario, son de absoluta coherencia con la fría definición del secretario de Seguridad de Córdoba, Horaldo Senn, para quien “estamos en guerra, y en las guerras hay que solucionar el conflicto. Queremos resolver la coyuntura y debemos recuperar la legalidad”. Como la dictadura militar, este funcionario impermeable a su propio apellido, cree que la legalidad es el control absoluto del más fuerte, por cualquier medio. Lo sucedido también es congruente con las expresiones del gobernador De la Sota, que sólo lamentó las vidas perdidas de los funcionarios.
La conversión en guerra de una cuestión de orden público y seguridad ciudadana sólo puede conducir a este tipo de resultados. Además se propaga en círculos y sin dificultades abarca también a los familiares de los detenidos, que fueron rociados con una lluvia de proyectiles de duro caucho. También revela una deficiente preparación, ya que hubiera bastado con un bloqueo de la salida para evitar la fuga sin el costo humano que se produjo. No se aprovechó la experiencia nefasta de Ramallo, donde hace seis años la policía de Buenos Aires provocó una masacre similar por equivalente impericia, agravada entonces por la maquinación electoral del entonces candidato presidencial Eduardo Duhalde. Un principio elemental que no se aplicó, indicaba la conveniencia de entablar negociaciones a través de los familiares de los detenidos o de personas que ellos respetaran, dado que en las condiciones de aislamiento en que se encontraban, los amotinados no podían resistir por mucho tiempo. De hecho, en cuanto el secretario de derechos humanos de la municipalidad local (el ex seminarista y preso político durante la dictadura Luis Baronetto), un sacerdote y un ex presidiario padre de dos detenidos pudieron asumir esa tarea, la situación se calmó. Los presos no pedían locuras, como afirmó el locuaz intendente Luis Juez, sino condiciones mínimas de higiene y alimentación y visitas de sus familiares. La consigna que coreaban al iniciarse el motín era “Con la visita no se juega”. Recién cuando la Gendarmería desplazó a la policía cordobesa del control del lugar, el Estado mostró una actitud más razonable que los delincuentes amotinados.
Muertes anunciadas
Debido al sistema de enjuiciamiento oral que funciona desde hace muchos años, Córdoba es una de las provincias cuyos penales albergan menos procesados sin condena y en la que más se respeta la separación entre encausados (legalmente inocentes hasta que se pronuncie una sentencia condenatoria) y condenados. El absurdo es que los encausados están en la moderna cárcel de alta seguridad de Bower, sobre la ruta 36, y los condenados en la ruinosa penitenciaría de la capital, en medio de la ciudad. Mientras en Buenos Aires el 80 por ciento de los presos no tiene condena, en Córdoba no llegan al 50 por ciento, y la cárcel amotinada sólo aloja condenados. Pero, igual que en el resto del país, la psicosis social respecto de la inseguridad, el endurecimiento de las leyes penales y el ablandamiento de las garantías procesales han producido en los últimos años un incremento brusco de la población carcelaria y una llamativa indiferencia por las condiciones en las que se cumplen las privaciones de la libertad, en sitios que no reúnen las condiciones que la Constitución ordena en vano desde hace un siglo y medio.
Según estadísticas oficiales de hace un año, el 74 por ciento de los presos cordobeses no tiene trabajo remunerado y no pasó del nivel primario de educación, el 94 por ciento no participó en programas de capacitación laboral, el 67 por ciento tampoco en programas educativos, uno de cada tres intentaron fugarse y uno de cada cuatro fueron lesionados. Los índices de superpoblación en Córdoba son muy altos. De acuerdo con la información oficial los establecimientos penales de toda la provincia poseen capacidad para albergar a 3716 personas pero conviven allí 5823 detenidos, 57 por ciento más de lo previsto. En realidad el problema es mucho peor, ya que las plazas reales son menos que las declaradas, que se calculan contando los colchones que se agregan a espacios saturados de cuerpos. En la penitenciaría Nº2, la sobrepoblación oficial es del 51 por ciento (1071 plazas para 1621 personas alojadas). Pero según la prensa local, la capacidad real del penal es para 600 personas y la superpoblación del 270 por ciento.
“Sanas y limpias, para seguridad y no para castigo deberían ser las cárceles de acuerdo con el conocido pero incumplido artículo 18 de la Constitución. Las descripciones de los familiares de los presos cordobeses sobre el hacinamiento, la carencia de servicios sanitarios, la falta de atención médica y la crueldad del trato, son similares a las de los presos en las cárceles de Mendoza y de Buenos Aires en las que, además, se produce un número de muertes escandaloso. En la presentación judicial que presentó esta semana, el secretario de derechos humanos de la Nación Eduardo Luis Duhalde menciona dieciséis muertes en un año en Mendoza, estimación muy conservadora.
Peor es lo que sucede en la provincia de Buenos Aires, líder indiscutido en materia de ignominina carcelaria. Según la estadística oficial, en 2003 murieron bajo custodia del Servicio Penitenciario Bonaerense 139 personas, casi tres por semana. Además hubo 3400 lesionados, a razón de nueve por día. Los datos de 2004 todavía no se divulgaron. La generosa cobertura televisiva de la toma del penal cordobés fue posible, entre otras cosas, por su ubicación dentro de la ciudad, sin siquiera un perímetro de seguridad que lo alejara de las viviendas más próximas, como si esa ruinosa edificación del siglo XIX fuera una casa más del barrio. Una de las secuencias más impresionantes fue el castigo a un joven guardián obeso, al que dejaron en calzoncillos y borceguíes, por parte de jóvenes cuya mala alimentación saltaba a la vista en sus cuerpos esqueléticos. Quien crea que esa crueldad recíproca quedará confinada intramuros es porque no ha dedicado cinco minutos a reflexionar sobre los vasos comunicantes de la sociedad, por los que circula tanto lo bueno como lo malo hasta homogeneizar comportamientos y valores.
Paradojas
Un trabajo del Centro de Estudios Nueva Mayoría sobre conflictos en las cárceles en las últimas dos décadas indica que a partir de 2001, que es cuando comenzó el endurecimiento legislativo y se masificó la crisis económica, descendió la cantidad de motines, disturbios y huelgas de hambre en las cárceles de todo el país. El promedio anual de veinte protestas en todo el período, descendió a la mitad desde 2001, si bien en el mes y medio transcurrido de 2005 ya se han producido cuatro, lo cual prenuncia un repunte. Esta es una paradoja sólo aparente. La superpoblación carcelaria ha ido acompañada por el endurecimiento de las condiciones internas, por decirlo con una expresión neutral. Pero esto también puede describirse con las palabras del camarista bonaerense Raúl Borrino, de la Cámara de Apelaciones y Garantías de San Isidro. Hace tres años, Borrino escribió que la superpoblación “exige un sistema de terror interno que contenga la iniquidad de las condiciones a que se somete a los prisioneros: falta de luz, de agua, de alimento, de espacio, de actividad, de intimidad, de trabajo, de estudio, de movimiento físico”.
Sólo se les brindan “penurias prohibidas por la ley que no pueden ser toleradas por ninguna persona bien nacida, y torturas para que la degradación humana no explote en rebelión”. Pese a que nunca las condiciones fueron tan degradantes “nunca hubo menos amotinamientos”. El secreto de esta “paz de cementerio” es el “régimen de aislamiento y tortura sistemática y permanente”. Si bien Borrino se refiere a situaciones específicas de la provincia de Buenos Aires, donde, junto con Mendoza, se ha llegado a los peores extremos, su generalización al resto del país sólo requiere un ojo atento a las excepciones que confirman la regla.
La prescripción
La reforma al artículo 67 del Código Penal fue presentada en forma insidiosa como una medida en favor de la impunidad para actos de corrupción cometidos por funcionarios. Es posible que alguno de ellos se beneficie. Pero en tal caso, no será por la reforma sino porque las causas en las que se los investigaba fueron llevadas en forma indolente por jueces y fiscales que las han usado como elemento de negociación política y/o porque las penas para ese tipo de delitos no se compadecen con el clamor social contra sus autores. ¿Cómo conciliar el generalizado deseo de que los funcionarios que saquean el patrimonio colectivo “se pudran en la cárcel” con la escala penal (de 2 a 6 años) que reprime los fraudes contra la administración pública? De hecho, antes de que se modificara el cálculo de la prescripción, muy pocos funcionarios del gobierno más corrupto que ha tenido el país en décadas fueron condenados. Los casos más notorios, María Julia Alsogaray y Víctor Alderete, ratifican la incidencia de la política en las cuestiones judiciales: ninguno de ellos pertenece al Partido Justicialista. La reforma no favorece en nada a funcionarios de la actual administración, ya que la prescripción recién empieza a contarse desde que cesan en sus cargos. El gobierno de Menem terminó hace cinco años y la pena máxima por fraude a la administración pública es de seis años, lapso por el cual se extiende también la prescripción. Ese es tiempo suficiente para llegar a una condena o, por lo menos, a alguna de las otras instancias procesales que interrumpen la prescripción, como la declaración indagatoria o la elevación a juicio. Si ello no ocurrió hasta ahora no puede atribuirse a la nueva norma. El plazo que el Estado tiene para imponer una condena debe ser razonable. Como recordó el Centro de Estudios Legales y Sociales, “una vez iniciada la investigación, tampoco puede mantenerse abierta para siempre. Por ello, se entiende que sólo algunos actos de los responsables de la persecución penal justifican que el plazo para investigar se mantenga abierto. Antes de la reforma, eran justamente estos actos los que no estaban identificados por la ley penal y quedaban sujetos a la interpretación judicial. Esta falta de claridad es la que les permitía a jueces y fiscales demorar la persecución penal. Este comportamiento ineficaz e irregular de los funcionarios afecta a toda la ciudadanía, a las víctimas y a los imputados”, sostiene.
En la audiencia convocada hace dos meses por la Corte Suprema de Justicia en el hábeas corpus colectivo que el CELS interpuso en defensa de los presos en la provincia de Buenos Aires, el ministro de Justicia Eduardo Di Rocco reveló que en 2003 una de cada tres sentencias fueron absolutorias. De
los 30.000 presos bonaerenses, 24.000 no fueron juzgados y cuando lo sean, cerca de 8000 serán declarados inocentes, pero sus vidas ya habrán sido destruidas por las condiciones vergonzosas de alojamiento. Ellos estarán entre los principales beneficiarios de la nueva redacción del artículo 67. Algunos jueces y camaristas insospechables de parcialidad en favor de funcionarios o financistas corruptos sostienen que los delitos complejos requieren más tiempo para la investigación. Es un enfoque honesto pero equivocado: el problema no es de plazo sino de recursos técnicos y humanos idóneos para esas investigaciones. Sin peritos aptos y computadoras capaces de procesar grandes cantidades de datos, la extensión del plazo no ayuda a condenar a los culpables sino a prolongar el sufrimiento de los inocentes. La irritación no debe concentrarse en la norma, sino en la falta de discusión pública previa, que permitió la difusión manipuladora y confundió a vastos sectores acerca de lo que estaba en juego.
Casos concretos
Para que la discusión no sea abstracta y predominen interpretaciones caprichosas o interesadas, vale la pena revisar algunos casos concretos. Así se verá que la Oficina Anticorrupción como querellante en casos contra funcionarios ha conseguido resultados mucho más alentadores que los jueces y fiscales del fuero federal. En apenas 57 querellas seguidas por la O.A. hasta 2003, fueron indagadas más de 180 personas y 80 procesadas. En ocho procesos, la Oficina ya requirió la elevación a juicio oral y público. Además, la O.A. persiguió casos que de otro modo hubieran sido cerrados, por falta de actividad de los fiscales, impulsando la acción o apelando sobreseimientos.También pidió la reapertura de casos cuyo cierre había sido consentido por los fiscales. Uno de los más significativos es el del contrato de Siemens con el Ministerio del Interior. El juez lo archivó en 1999, el fiscal no apeló y recién cuando la O.A. pidió su reapertura en 2003, fueron llamados a declaración Menem y su Ministro del Interior Carlos V. Corach.
Lo mismo sucedió con el famoso caso Meller, que terminó con la destitución de un juez de la Corte Suprema. La causa fue archivada, la Oficina apeló y consiguió que prosiguiera y que no se pagaran 400 millones de pesos que reclamaba Meller. También en la causa por enriquecimiento ilícito del ex ministro Raúl Granillo Ocampo, la O.A. logró su procesamiento pese a que el fiscal había pedido que se archivara por falta de delito. En la causa contra el ex secretario de Comunicaciones Germán Kammerath, el fiscal consintió el planteo de prescripción de la defensa, pero la O.A. se opuso, y ahora debe decidir el juez. La relevancia económica de esos casos es impactante. Meller solicita 130 millones de dólares y Siemens demandó al Estado ante el CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversores) por 500 millones de dólares. Por cierto, si los hechos de corrupción se comprueban, los reclamos de las empresas se desvanecerían).
La última palabra
Si el tema no es la vida, sino la corrupción, una decisión clave será la que adopte la Corte Suprema de Justicia, en la causa “Gostanian, Armando y Otros s/ enriquecimiento ilícito”. Además del gordo bolú, se investiga allí el enriquecimiento ilícito de Ramón Hernández, Hugo Anzorreguy, Eduardo Menem, Adrián Menem, Emir, Karim y Omar Yoma. Lo que la Corte debe decidir y que se aplicará luego a todos los otros casos, sin apelación posible, es la facultad de la Oficina Anticorrupción de constituirse como querellante, algo que por razones evidentes molesta a muchos jueces y fiscales. Hasta ahora los votos en la Corte están divididos y el debate tiene menos difusión pública que el legislativo sobre la reforma al artículo 57. Un buen ejemplo de la manipulación con la que se puede inducir incluso a las personas mejor intencionadas a la fijación de una lista de prioridades errónea.

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