EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
RELEVOS
› Por J. M. Pasquini Durán
Cada día son menos los que están dispuestos a apostar que el gobierno completará el mandato original. La sensación generalizada es que la debilidad del Poder Ejecutivo aumenta más rápido que la inflación y el número de nuevos pobres. La mentada “alianza para la producción” se quedó en el título y, en cambio, sigue funcionando, aunque maltrecho por la ruina económica, el acuerdo pampa entre el gobierno y el capital financiero. La obsesión por recibir con urgencia las bendiciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) ya ni siquiera es un mandato de la ortodoxia ideológica, sino el manotazo del náufrago para agarrarse a cualquier cosa que lo mantenga a flote por un rato. El presidente Eduardo Duhalde buscó el apoyo de gobernadores y legisladores, como si tuvieran la poción mágica de la fuerza, y se encontró con un tropel de ambiciones privadas que están dispuestas sólo a comerciar ventajas para apropiarse de nuevas porciones de poder o, simplemente, por su propia supervivencia. Los aliados de la UCR alfonsinista y del Frepaso residual están igual o más desprovistos de energía, de modo que sólo pueden ofrecerle compañía, igual que las plañideras de velorio. Buena parte de ellos, para colmo de males, no pueden ni frecuentar lugares públicos por temor a la reacción popular.
En esa dinámica, tampoco el reemplazo del equipo económico consiguió recrear expectativas positivas entre los damnificados de las estafas bancarias, los trabajadores mal pagados y superexplotados o los excluidos. Dado que el gobierno carece de poder de convocatoria social, en lugar de promover una alianza de clases para la producción y el consumo en el mercado interno, el Presidente busca acuerdos de aparatos, como los que acaban de proveerle tres nuevos miembros para el gabinete (Atanasof, Matzkin, Camaño de Barrionuevo), pero sus efectos lo debilitan cada vez más. ¿Adónde fueron a parar los planes asistenciales de la Primera Dama? Entre la iliquidez del Tesoro nacional y las rivalidades de los que temen quedarse sin la plata dulce del asistencialismo, gerentes sindicales y burócratas políticos, el grandilocuente discurso inaugural, con millones de beneficiarios, no consiguió ni armar el padrón nacional de potenciales receptores. Mientras tanto, la decadencia fabrica nuevos pobres a razón de tres por minuto.
Los focos purulentos de la corrupción y la injusticia estallan todos los días, a veces como tragedia, otras como drama grotesco, hasta asfixiar de asco a la mayoría de la sociedad. Con el riesgo, además, de perder la capacidad de asombro y acostumbrarse a convivir con los corruptos y los injustos. Seguir con el recuento cotidiano de la caída serviría si los que tienen poder de decisión estuvieran dispuestos a reflexionar con honestidad sobre el destino colectivo y el bien común, pero hay suficiente evidencia que vuelve vana esa contabilidad. Ni la iglesia Católica, con todo el peso de su autoridad moral, logró conmover ni penetrar el cascarón encanallado de los intereses creados. Por supuesto, ninguna salida será fácil ni la reconstrucción un lecho de rosas. La austeridad y la incomodidad serán compañeras de viaje por un largo trecho de futuro, igual que en la postguerra de país vencido. Lo único que puede aspirar y prometer quien se proponga caminar en otra dirección, distinta a la actual, es que el esfuerzo sea repartido con equidad, empezando por quebrar la dualidad infame de pocos ricos y muchos pobres.
El proyecto conservador para el futuro ya es conocido y probado, porque es la perpetuación del presente. Tiene, a su favor, la posesión absoluta del poder y el excedente de recursos para sostenerlo. El movimiento popular, en cambio, tiene aspiraciones coincidentes en la base, pero tantos proyectos y aspirantes a líderes únicos que no es posible distinguir con nitidez unadirección precisa. Además, hay una perversa capacidad para fragmentar las organizaciones y tendencias debido a percepciones dogmáticas y también impacientes del proceso social. En algunas asambleas barriales suele advertirse, por ejemplo, una fuerte tensión entre los que quieren mejorar la vida en el barrio y los que imaginan a esos movimientos como brigadas para la toma del poder, como si un tema fuera excluyente del otro. ¿Para qué tomar el poder si no es para mejorar la calidad de vida de la población? ¿Cómo atender a fondo las necesidades del vecindario sin influir en el poder? Desde el sentido común, no parece que la solución a esas miradas en apariencia contradictorias sean la construcción de opciones cerradas sino la mutua concesión en un recíproco aprendizaje.
Aun así, ni los movimientos vecinales ni los piqueteros y otras formaciones sociales son, en sí mismos, productores “naturales” de nuevos representantes que estén en condiciones de sustituir a los caducos aparatos partidarios. Para conseguirlos, tiene que existir el propósito deliberado de encontrarlos y ayudarlos a instruirse en la responsabilidad de Estado, cualquiera sea el nivel que aspiren a ocupar. ¿Qué pasaría si hay elecciones antes de fin de año? ¿De qué fuente surgente brotarían los cuadros inéditos o, acaso, habría que conformarse con elegir al menos malo de los que ya existen? Tampoco es tarea sencilla elaborar las líneas generales de políticas públicas hasta delinear un plan de gobierno que apunte a realizar lo obvio: asegurar los derechos generales a la educación, la salud, la justicia y la seguridad, para no entrar en capítulos más complicados. Desde la oposición, las consignas casi siempre alcanzan, pero el ejercicio concreto del poder requiere mucho más que frases ingeniosas o cautivantes, por más verdaderas que sean las aspiraciones que las fundamentan.
Si los actuales profesionales de la política están recluidos en el infierno o en el purgatorio por voluntad popular y los aparatos partidarios colapsan corroídos por sus propios vicios, ¿donde están los centros de elaboración de políticas públicas y la escuelas de formación de dirigentes? Una parte surge, con cierta espontaneidad, de la acción y las deliberaciones de las bases sociales, pero en buena medida depende de los núcleos intelectuales, desde las universidades hasta los pequeños núcleos, incluso de los esfuerzos individuales. No se trata que los intelectuales sean los relevos de la representación, tampoco lo pueden tener prohibido, pero son ellos los que deben reconciliar a la política con la sociedad, tendiendo puentes de información y conocimiento para permitir que decenas de miles de ciudadanos, de distinto sexo y edad, tengan los elementos necesarios para imaginar el porvenir, al margen de la suerte de Duhalde o de las manipulaciones de personajes como Luis Barrionuevo que ayer llamaba a los ahorristas a destruir las sedes bancarias, en lugar de repudiar y reclamar a los gobernantes, con el mismo desparpajo que le permitió afirmar que en el país nadie se hace rico trabajando.
Hace ya tiempo que los viejos políticos han apartado a los intelectuales, inútiles en su mayoría para hacer negocios, y no son pocos los hombres de la academia o la cultura que se han apartado de la política asqueados por los vicios de las concepciones y los métodos de la decadencia. Es la hora de recuperar espacios útiles en la sociedad, al lado del movimiento popular, cuyos miembros, a su vez, deberán utilizar la fuerza de la inteligencia para compensar la ausencia de recursos y de hábitos de poder, propios por ahora de los poderosos. Puede ser que reflexiones de este tipo sean inútiles para dilucidar hasta cuándo durará el gobierno de Duhalde o para anticipar lo que puede emerger de los tradicionales aparatos partidarios, incluidos los de izquierda, pero la voluntad popular no podrá apropiarse de su propio futuro sino se prepara lo mejor posible para semejante responsabilidad. Basta de lamentar lo que no fue, enroscados en la depresión de las miserias cotidianas, para dedicar la mayor energía a dibujar el día de mañana. ¿Optimismo voluntarista? Puede ser, pero vale la pena intentarlo antes de resignarse a que mañana otro chico pase hambre o que algún ahorrista intente arder como antorcha de su desesperación.