EL PAíS
› OPINION
Una vigencia que se renueva
› Por Mario Wainfeld
En los (quizá demasiados) actos que rememorarán en clave de repudio el golpe cívico militar de 1976 se repetirá un apellido ignoto hasta este año, el del obispo castrense. Muchas consignas (no hace falta ser adivino ni especialista para augurarlo) mentarán a Antonio Baseotto. La polémica entre el Gobierno y la cúpula clerical se originó en torno del aborto y acaso (ojalá) germine en un replanteo de las relaciones entre Iglesia y Estado. Pero el núcleo del escándalo público es la invocación al terrorismo de Estado, algo que una mayoría aplastante de los ciudadanos rechaza drásticamente, desde la razón y la epidermis. Discutir el terrorismo de Estado, el núcleo duro de la dictadura, es un debate vigente así hayan pasado 29 años, un lapso no tan breve.
Este cronista no cree que exista ese colectivo difuso, uniforme, demasiado parecido a la clase media de grandes ciudades (“la sociedad”) que invocan políticos o periodistas perezosos. La sociedad argentina siempre ha tenido divisiones tajantes y en los últimos 29 años se ha ahondado su fragmentación social. El pluralismo, a su vez, ha crecido desde la restauración democrática, un dato valioso que se damnifica por la feroz crisis de representación que vulnera especialmente a los sectores populares. Ese mix de fragmentación social, diversificación de imaginarios y crisis de pertenencias hace ilusoria la idea de una sociedad con un ideario común. Así y todo, puestos de cara a una evocación del terrorismo de Estado, los argentinos encuentran dos mínimos comunes denominadores: el interés y el repudio.
Es que el terrorismo de Estado fue lo fundante, la perversa mayor innovación, de la dictadura que alboreó hace casi tres décadas. Abundaban precedentes de autocracias cívico-militares, muchas de ellas dispuestas a aplicar planes neocoloniales y acallar a diversas formas del movimiento popular.
La violencia campeó en nuestra historia, plagada de fusilamientos, cabezas cortadas, mazorcas, tortura, represión callejera, censura, palitos de abollar ideologías. Mucha sangre corrió en la Argentina... pero el terrorismo de Estado implica un cambio de rango cualitativo, no una mera escalada. El plan sistemático de exterminio, signado por una marcada racionalidad político-económica, fue una solución de continuidad y no sólo un agravamiento. Quienes creyeron ver (a la luz de sus relatos y mausoleos previos) que el Proceso era una versión más dura del rosismo, del peronismo, de la Fusiladora, del nacionalismo del ’30, de tantos etcéteras no se quedaron cortos: se equivocaron.
Uno de los aciertos iniciáticos de Raúl Alfonsín fue percibir esa inflexión de la historia, algo que aprovechó en su campaña y concretó en el inédito juicio a las Juntas Militares. Hasta entonces la violencia sólo se combatía buscando la toma del poder, sea para replicarla con la lógica de la Ley del Talión, sea para aislar a sus demiurgos.
Los movimientos de derechos humanos surgidos en medio de la mayor oscuridad entendieron (fueron entendiendo) que una nueva forma de lucha se imponía, plagada de innovaciones para las luengas tradiciones del movimiento popular argentino. Acudir a países extranjeros, a tribunales locales o de ultramar, buscar verdad y justicia. Pero, muy especialmente, rehusar todo ejercicio de violencia, aun aquella por la que clamaba la voz de la sangre. Ni venganza ni toma del poder. Esa prédica pacífica, intrínsecamente democrática, se mantuvo enhiesta pese a la brutalidad de la dictadura. Y, lo que en algún sentido es más difícil, sin renegar de las convicciones pese a los desdenes, las traiciones, las agachadas de sucesivos gobiernos democráticos.
Aisladas desde el vamos, confinadas aún en materia de género, las Madres y las Abuelas persistieron y su estilo ejemplar fue permeando vasta porción del sentido común. Estuvieron solas en los años de fuego, bastante poco acompañadas en largos lapsos tras el ’83, pero mantuvieron su convicción. Andando el tiempo su apelación a la memoria, a la no violencia, al reclamo legal (con una creatividad que tuvo la enorme altura de su templanza) hizo escuela.
La violencia, en otro grado, siguió dañando a los argentinos. Cien reclamos atravesaron y atraviesan la geografía del país. Muchos de ellos repiten los estilos, las consignas, las banderas de los organismos de derechos humanos. Las marchas, las mujeres adelante, el “nunca más”, la constancia de no levantar la mano contra los asesinos. Los crímenes de María Soledad Morales, José Luis Cabezas, Kosteki, Santillán, por no citar sino algunos, fueron contestados con rituales y liturgias engarzados en la noble tradición precedente.
El rechazo al terrorismo de Estado aparea una búsqueda democrática aún imperfecta e insatisfactoria. Casi ningún argentino imagina la violencia como vía del cambio o de acceso al poder. La corporación militar (que terminó de cavar su fosa en Malvinas) ya no es vista como un factor de desempate en la política.
La búsqueda de verdad y justicia jamás será saciada del todo. Pero mucho se ha avanzado en ese camino. Cada 24 de marzo restaura los reclamos y los resignifica. El 2004 mostró a un Gobierno jugado en la recuperación de la ESMA. El 2005 dará bastante centralidad a Antonio Baseotto, en buena hora.
Es que, por obra y gracia de una de las militancias más nobles de nuestra historia, el nunca más al terrorismo de Estado, a la perversamente racional violencia de los poderosos, sigue siendo una bandera, cada vez más masiva, de total actualidad.