EL PAíS
› OPINION
El lugar de la Iglesia
› Por Washington Uranga
En los últimos años la Iglesia Católica democratizó su discurso y muchos obispos tienen hoy un diálogo más franco y abierto con la sociedad. Sin embargo, la jerarquía de la Iglesia Católica en la Argentina y la institución eclesiástica en general no asume todavía que en democracia puede recibir del Gobierno el mismo trato que otras instituciones y actores sociales. Está instalado en la cultura institucional que, por tradición y porque la religión católica forma parte “fundante” de la constitución de la nacionalidad, el catolicismo, la Iglesia y en particular su jerarquía “merecen” un trato diferenciado y una consideración especial. De hecho, así lo deja en evidencia la práctica política e institucional en este país. Y eso más allá todavía de lo que la Constitución y las leyes establecen respecto de la preeminencia y los privilegios de la Iglesia. Los obispos y quienes ostentan algún tipo de representación oficial de la Iglesia reciben, no sólo del Estado sino de gran parte de los actores sociales, un trato preferencial y diferente. Si bien esto ha disminuido a medida que las ideas democráticas y el ecumenismo ganan espacio y la secularización avanza, subsisten fuertes evidencias en ese sentido. Pocos en la Iglesia reniegan de esta condición, porque aún quienes se consideran más “progresistas” usan la capacidad de presión que les otorga su condición católica e incluso sus atributos episcopales para conseguir aquello que no se obtiene por otra vía, así esto sea apoyo para los más pobres. En el otro extremo, el de las posiciones más conservadoras y retrógradas, dan por “natural” que la Iglesia Católica tenga un trato privilegiado por parte del poder político y hasta llegan a argumentar que “la opinión de la Iglesia no puede tener en este país el mismo valor y el mismo peso que la de cualquier otra institución”. En el medio un buen número de obispos hacen gala del diálogo, participan y escuchan posiciones diferentes, pero no dejan totalmente de lado la idea de la preeminencia de sus argumentos, poniendo la condición de autoridad religiosa por encima de otros atributos y opiniones. Es más. Aunque varios de estos actores más democráticos de la Iglesia verbalicen una actitud de apertura, en ocasiones sus prácticas terminan desdiciendo sus afirmaciones. Todo esto –y seguramente mucho más– está por debajo y en la trama del conflicto suscitado en torno al obispo castrense.
Desde allí los hombres de la Iglesia se inclinan por entender como “campaña anticatólica” la opinión distinta, contraria o disidente. Y no sólo los grupos o sectores más conservadores son los que hablan de esa supuesta campaña. Lo dijo el propio presidente del Episcopado, Eduardo Mirás, cuando promediaba la semana. Hoy mismo, en su homilía pascual el arzobispo de Resistencia, Carmelo Giaquinta, recuerda “la persecución” que sufrió la Iglesia hace cincuenta años “cuando el general Perón encarceló prácticamente a todo el clero de la República”. Se pregunta Giaquinta si en aquellas circunstancias a Perón “¿lo enloquecieron sus demonios internos?” o si bien “¿hubo otros externos que lo manejaron?”. Pero Giaquinta no termina allí. Haciendo una analogía con la actualidad interroga si “¿hoy la locura vuelve a regular las relaciones del Estado con la Iglesia?”. Recuerda que “en julio pasado el presidente Kirchner agredió gratuitamente a los obispos que hablamos de la pobreza. Lo cual fue una agresión a toda la ciudadanía. No faltó en el Gobierno quien pretendiese que pidiésemos al Presidente una audiencia conciliadora. Ahora arremetió contra el obispo castrense, el cual en su desafortunada carta no dijo lo que se dice que dijo”. El obispo chaqueño reacciona de manera corporativa y se hace cargo como Episcopado de críticas que el Presidente le hizo, con nombre y apellido, al ultraconservador arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, y al obispo castrense Antonio Baseotto. Respecto del Presidente, el arzobispo Giaquinta se pregunta ahora si “¿son sólo sus demonios internos o hay demonios externos que lo azuzan? Está bien –agrega– que el gobierno argentino y el Vaticano traten de reencauzar la cuestión del obispo castrense. Pero hay en juego una cuestión muy grave que atañe a todos: ¿la Argentina será una sociedad democrática, o regirá en ella la ley del chicote?”.
Criticar las ideas de una persona, así este sea un obispo, no debería dar lugar en ningún caso a la interpretación de un enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia ni, mucho menos, a la negación de la libertad religiosa, como algunos pretenden afirmar. Nadie podría decir que la posición ultraconservadora es la que domina hoy en el Episcopado católico argentino. Pero no menos cierto es que en la gran mayoría de los obispos, más allá de sus posiciones, sigue vigente una actitud de defensa corporativa de la institución. Giaquinta ha sido un severo crítico de Aguer y de Baseotto y, sin embargo, ahora no tiene capacidad de tomar distancia, de distinguir el debate de ideas del ataque institucional. No es la única posición. Jorge Casaretto, el obispo de San Isidro, cuando llama a restablecer el diálogo y reconoce imprudencia de parte y parte, expresa a una porción importante de los obispos que considera que no hay razones para el choque institucional y que lo que hace falta es que el Estado y la Iglesia se sienten a dialogar para encontrar una salida razonable a la crisis. Otros, como Marcelo Melani, el obispo de Neuquén, van más allá y piden revisar la institución del obispado castrense.
En medio de todo este debate hay algo que ninguno de los obispos va a resignar y es la defensa de la posición histórica de la Iglesia sobre el aborto y en contra de cualquier propuesta de despenalización. En eso la jerarquía de la Iglesia no dará un paso atrás. Pero también respecto de este asunto hay diferentes posiciones. Están quienes pretenden hacer de la defensa de Baseotto y del aborto un solo tema y aquellos que consideran que el debate sobre cuestiones de principios y concepciones no puede mezclarse con la defensa irrestricta de una persona, máxime cuando –como lo ha hecho Baseotto– se incurre en tremendo desatino que hiere la sensibilidad y la memoria de gran parte de los argentinos.