EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Justicia
› Por J. M. Pasquini Durán
Las peores opiniones populares sobre el sentido de justicia imperante en el sistema judicial nacional quedaron confirmadas en un par de días. El miércoles fue liberada María Julia Alsogaray, la única detenida por las variadas imputaciones de corrupción de los años ’90, y el viernes también volvió a la calle Omar Chabán, propietario del local donde ocurrió la tragedia inolvidable. Sólo para comparar: a los dieciséis detenidos acusados de agredir la sede de la Legislatura porteña se les negó la excarcelación. Esta semana prescribió, sin condena, la causa contra Monzer Al Kassar, reconocido traficante internacional de armas, y hace dos semanas, tras el pago de una fianza de veinte mil pesos, salió de prisión el último miembro de la banda Los Horneros implicada en el secuestro y brutal asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas. La lista no se agota ahí, pero son suficientes menciones como referencia. Los juristas podrán acudir a bibliotecas a favor y en contra de estos fallos, pero en el sentido común de cualquier ciudadano sólo queda una única impresión: aquí el que tiene plata y/o influencias, así sean mal habidas, con los consiguientes recursos que se compran y se venden, siempre zafa.
Todavía están calientes las palabras pronunciadas por Carmen Argibay, miembro de la Corte Suprema, para fundamentar que podía aliviarse la situación de las cárceles, abarrotadas de presos, lo mismo que las comisarías, si se morigera o corrige la aplicación del régimen de prisión preventiva aplicado en masa a los que el lenguaje coloquial llama “ladrones de gallinas”. Dado que la razón indica que justicia lenta no es justicia, la propuesta llegó como un refrescante, práctico y humanitario aporte a un debate siempre abierto pero inmóvil. A estas horas, las sensaciones positivas han sido reemplazadas en buena parte de la sociedad por un perturbador sentimiento de indignación y tal vez, lo que sería mucho peor, por un desagradable sabor a resignación ante lo que parece irremediable.
Por supuesto que tiene remedio, ninguno sencillo ni con parches de ocasión. Hay considerables sectores de la sociedad hambrientos de justicia, incluso dispuestos a movilizarse, como se probó con el episodio Blumberg y con las incontables manifestaciones que a diario recorren calles en todo el país al grito constante de jus-ti-cia. La demanda impacta sobre todo en las clases medias, quizá por eso la reivindicación a veces puede escucharse más fuerte que las otras, también justificadas en plenitud, relacionadas con la pobreza y el hambre. Después de la experiencia Blumberg, devorado con avidez por los voceros de la derecha política, quedó en claro que esa potencial movilización popular y, a la vez, las propuestas para una remoción exhaustiva del Poder Judicial, necesitan de otro tipo de cabecera.
Es obvio que no son los partidos políticos los que pueden infundir credibilidad y confianza para una reforma semejante, aunque en algún momento tendrá que pasar por las instituciones republicanas, ya que por ahora una parte de dimensiones desconocidas de la dirigencia política está bajo sospecha. No es sólo por maniobras de corrupción o tráfico de sobornos, también por ineptitud manifiesta tal como quedó en claro con el informe sobre la tragedia de Cromañón de Aníbal Ibarra a la Legislatura porteña, en el que mostró la añeja indiferencia de esos aparatos, por decir lo menos, para legislar, ordenar y controlar la seguridad pública en todos sus aspectos. Sus consecuencias las sufre a diario la población, aunque más de una vez le cueste identificar las causas últimas.
Tampoco el Estado, en sus tres poderes, ha mostrado la voluntad y la fuerza indispensables para curar sus propias heridas, depurar los organismos y rehabilitarse de sus vicios. Los reemplazos en la Corte Suprema fueron indicadores auspiciosos, pero sin seguir la marcha transformadora son equivalentes al aliento inicial de un maratón que todavía espera la orden de largada. Debido a que en todos los gobiernos de la democracia, para no ir más atrás, la cuestión de la justicia se volvió un tema recurrente, cada uno prometió mucho y realizó la conveniencia de turno. Ninguno tuvo un proyecto renovador a la medida de lo que necesitan el país y su gente, por lo cual el tema pasó de una administración a la próxima, mientras se degradaba el modo de ejercer el poder y la cultura cívica de la sociedad.
Durante los años ’90, la transformación conservadora estableció sin remilgos la dependencia de los tribunales, sobre todo en los escalones más altos, del poder político centralizado por el Ejecutivo. En tiempos de la Alianza, una importante dirigente del Frepaso solía contestar que en el Poder Judicial no hacía falta grandes cambios porque los mismos jueces que habían servido al menemato servirían a los sucesores, ya que eran vasallos del poder. Error: en todo caso son vasallos de un sistema de intereses con el que mantienen un pacto de mutua protección, basado en una cultura de privilegios socio-económicos y ciertos prejuicios socio-racistas que condenan de antemano a pobres y “negros”, pero no se inclinan ante cualquier administración política.
Lo cierto es que entre las herencias conservadoras de los noventa quedó instalada en la sociedad la idea de la relación dependiente entre los tribunales y la Casa Rosada. Esa percepción determina que en casos como el de Alsogaray y otros la mayoría de la sociedad reciba el fallo de los tribunales como el resultado de componendas políticas. Lo mismo que la impunidad de los que robaron, coimearon, hicieron negocios privados de la gestión pública o sólo recibían sobresueldos, la opinión de la calle suele atribuirla a solidaridades corporativas o, dicho en criollo, a que “entre bueyes no hay cornada”. Por lo que sería en su propio beneficio que el actual gobierno, además de compartir la indignación colectiva, realice los gestos y actos necesarios para deslindar responsabilidades. Por ejemplo: sus actuales funcionarios y seguidores que ocuparon cargos de alguna relevancia durante la época de los sobresueldos ya deberían haberse presentado por propia voluntad ante el fiscal de la causa. El presidente Néstor Kirchner podría citar en audiencia urgente, para escucharlos aunque sea, a los familiares de los muertos y a las víctimas de Cromañón, por citar iniciativas a mano alzada.
La presunción más generalizada es que nada importante cambiará si todo depende del Gobierno, porque el mecanismo mafioso que maneja la Justicia sólo puede ser atravesado por los poderes que lo moldearon a su antojo. Algo de razón puede haber en esta lógica si, para citar un caso notorio, se usa la experiencia italiana. La mafia organizada en el sur comenzó a ser hostigada recién cuando la gran industria del norte de Italia decidió instalar plantas en el sur, buscando mano de obra más barata, y se encontró con que debía pagar peaje a la “cosa nostra”. Varios de esos grupos económicos decidieron volcar el peso de sus influencias para que la administración política tomara en serio la causa del crimen organizado. Algunos hombres de la Justicia, que también los hay aquí, encontraron la oportunidad para avanzar y reventaron también los pactos mafiosos entre los negocios y la política.
Dado que no hay a la vista ningún conflicto real de intereses entre los grandes negocios, el poder político y el sistema judicial, pero sí lo hay entre el sentido de justicia y las demandas populares, a lo mejor la causa de la reforma judicial podría ser tomada en las manos honorables del movimiento por los derechos humanos, a través de los organismos disponibles para la tarea, inaugurando una etapa diferente para el propio desarrollo de esa militancia inclaudicable. Los inversores que piden seguridad jurídica no se refieren a la honestidad de los jueces, sino a las garantías de preservación de sus capitales y rentabilidades. ¿No habrá llegado la hora de hacer escuchar la demanda de seguridad jurídica para los intereses del bien común? A lo mejor, la indignación en lugar de alentar la conformidad o la bronca pasajera, podría convertirse en el trampolín de una fuerza social que obligue a todos a gobernar, hacer negocios, trabajar y vivir con las manos limpias.