EL PAíS
› A 45 AÑOS DEL SECUESTRO DE EICHMANN EN ARGENTINA
Tacuara salió a la calle
› Por Sergio Kiernan
Este miércoles se cumplieron 45 años desde que un comando israelí capturó al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en un suburbio de Buenos Aires. El aniversario no sólo marca casi medio siglo de un proceso legal que permitió realmente entender y difundir cómo fue la destrucción de los judíos de Europa, sino también el arranque de una campaña de violencia antisemita en Argentina como no se había visto en el país y como no se volvió a ver desde entonces. Protagonizada por Tacuara, la campaña de ataques duró casi cuatro años y fue la última vez que el nacionalismo de ultraderecha pudo montar algo desde el llano: su violencia se encarnaría a partir de entonces en el Estado. Este ensayo general de la manera entrópica de hacer política que se tragaría al país también marcó la primera vez en que los argentinos judíos se defendieron, cambió el mismo concepto de organización institucional de la comunidad y disparó la emigración a Israel, hasta entonces mínima.
A fines de los cincuenta, los israelíes recibieron información precisa del paradero de Eichmann en Argentina. El calvo y miope ex oficial de la SS ya era, junto al sádico sociópata de Josef Mengele, uno de los símbolos de lo que empezaba a llamarse Holocausto. Como resumiría Hannah Arendt en su cobertura del juicio de Jerusalén, Eichmann fue el burócrata “banal” que hizo que los trenes llegaran a tiempo a los campos, organizó censos, asignó las tropas y hasta pagó los viáticos para que judíos, gitanos y otros indeseables fueran tragados por la máquina de destrucción de su führer. Una discreta misión de inteligencia confirmó los datos recibidos y ubicó una dirección, después célebre, en la calle Garibaldi. A principios de 1960, el premier David Ben Gurión organizó la misión de secuestro con la conciencia tranquila respecto de que Argentina de ninguna manera arrestaría y deportaría al nazi. Alemania acababa de pedir a Mengele, que fue defendido por el gobierno y que se esfumó para morir muchos años después en la tranquila playa brasileña de Bertioga. Los países que fueron ocupados ya habían pedido a varios de sus verdugos, sin suerte.
Ben Gurión organizó la misión asegurando la mayor “negabilidad” posible: los enviados eran “voluntarios”; su tarea no existía formalmente y si algo salía mal serían ignorados por el gobierno. El premier ni siquiera les informó del tema a su presidente o al gabinete, y les explicó a los veinte agentes –del entonces flamante e ignoto Mossad y de otros entes de seguridad– que de ninguna manera debían matar a Eichmann porque lo que se buscaba era que Israel hiciera por primera vez justicia con un nazi. Los agentes llegaron a Buenos Aires, hicieron contacto con un reducido grupo de argentinos que apoyaron la misión, alquilaron una casa y se llevaron a Eichmann de la esquina de la calle Garibaldi el 11 de mayo a la noche. Para sacarlo del país esperaron que llegara la delegación israelí que visitó el país para festejar los 150 años de la Revolución de Mayo y aterrizó el 19 de mayo. Era el primer avión de El Al que tocaba Sudamérica y el 20 despegó rumbo a Tel Aviv llevando un tripulante de uniforme que se caía de borracho: era Eichmann, drogado hasta las cejas. El 22 a la mañana el avión aterrizó en el aeropuerto de Lod y el alemán fue arrestado formalmente. Al día siguiente, un radiante Ben Gurión informaba al Parlamento que tenía a Eichmann en prisión y que lo juzgaría por la Ley de justicia contra los nazis y sus colaboracionistas sancionada por esa misma Knesset en 1950. El ministro se cuidó de no aclarar de dónde había sacado al nazi, pero la deducción era tan obvia que la Cancillería israelí amagó “filtrar” que venía de un país árabe. Nadie se lo creyó.
En esos tiempos previos al fax y el correo electrónico, la noticia tardó un par de días en llegar a Buenos Aires, pero fue una bomba de formidable potencia. El presidente Arturo Frondizi se enteró literalmente por los diarios –La Razón y el olvidado Correo de la Tarde– que tenía otra crisis entre manos, justamente una que era kerosén para las llamas del nacionalismo civil y militar que lo acosaba. Las urgentes reuniones con el embajador y la delegación israelí que todavía estaba en Buenos Aires dejaron en claro que en Jerusalén nadie había pensado en este aspecto de la operación: el manejo político de una situación en un país con un presidente amigo, un Estado calado de filonazis y 300.000 judíos.
Lo que siguió fue una serie de improvisaciones que solucionaron el tema sólo por la voluntad política de los protagonistas. Israel emitió un comunicado inverosímil en el que afirmaba que Eichmann había sido traído por “un grupo de voluntarios judíos, entre ellos algunos israelíes” y que el gobierno se enteró sólo cuando los “voluntarios” entregaron al nazi a la policía. Para mejor, la versión indicaba que Eichmann había aceptado ir a Jerusalén para ser juzgado. La nota fue rechazada por la Cancillería argentina, completamente dominada por nacionalistas, y la crisis comenzó a escalar. Mientras Ben Gurión y Frondizi dialogaban por intermediarios para salir del pantano, el tema se trasladaba a la ONU, entraba en la agenda norteamericana y amenazaba con crear toda clase de problemas para ambos países, pero más para el nuestro. Finalmente, en agosto, se arregló que Argentina expulsaría de mal modo al embajador israelí, que Jerusalén se disculparía por “los actos de algunos de sus ciudadanos”, que a los sesenta días nombraría un nuevo representante y que todos amigos. Esto explica lo pintoresco de que este año Israel admitiera oficialmente que los “voluntarios” eran agentes estatales: todo el mundo se había olvidado de la demencial nota de 1960.
Fachos en la calle:
Lo que no arregló la diplomacia fue el notable pico de violencia antisemita protagonizado por Tacuara con la alevosa complicidad de la Policía Federal, el apoyo abierto de los militares y el más discreto de la oposición. Frondizi, que había llegado al gobierno con un poder limitado y cuestionado, con un peronismo que soñaba con un alzamiento y una oposición radical que lo veía prácticamente como un traidor por haber dividido el partido, tenía poco espacio de maniobra ante los militares que lo derrocarían en 1963 y una derecha que empezaba a armarse, aprendiendo eso de hacer política tirando cadáveres sobre la mesa.
El historiador israelí especializado en Argentina Raanan Rein cuenta en su libro Argentina, Israel y los judíos –editado por Lumière– que los primeros años sesenta fueron el peor momento de esa comunidad desde el pogrom de la Semana Trágica de 1919. Sobre 21 millones de argentinos, 300.000 eran judíos, el 80 por ciento de ellos en Buenos Aires y el GBA. En esos momentos, la comunidad vivía un momento de cambios profundos. Comenzaba a sentirse la realidad del Estado de Israel, nuevo de 12 años, salido de su segunda guerra regional y ofreciendo un drástico cambio de roles a los judíos del mundo que culminaría en la Guerra de los Seis Días, en 1967. En diálogo con Página/12, Jacobo Kovadloff –en esos años vicepresidente de Hebraica y hoy asesor del American Jewish Committee– recordó que también fue la época en que comenzó a escribirse la historia del Holocausto y se conoció la historia de la resistencia del ghetto de Varsovia. “En esa época se debatía mucho por qué los judíos se dejaron matar por los nazis”, explicó Kovadloff, “y la historia de Varsovia nos demostró que no todos fueron así, que hubo judíos que resistieron con las armas en la mano”.
Esa comunidad convivía con personajes como el cardenal primado Antonio Caggiano, que peroraba sobre el “deber como cristianos” de perdonar a Eichmann, “un inmigrante que llegó a nuestro país buscando el perdón y el olvido”. También con Jordán Bruno Genta, siniestro fascista y profesor en la Fuerza Aérea de temas como Masonería y Judaísmo. Y con la abierta costumbre de los comisarios de declararse nacionalistas, igualito que el canciller y el embajador argentino ante la ONU. En la calle, esa Argentina hoy inimaginable tenía una expresión militante, Tacuara.
El Movimiento Nacionalista Tacuara, nacido en el desorden posterior a la caída de Perón, tuvo su bautismo de combate en 1957. Era un grupo muy juvenil, con bastante de clase alta, exclusivamente masculino y con dos banderas principales: la restauración de la enseñanza religiosa en las escuelas, abolida por Perón a fines de gobierno, y el combate a judíos e izquierdistas, que veían como una misma cosa. Dirigida por Alberto Ezcurra Medrano y con letra del prolífico padre Julio Meinvielle –un antisemita tan violento que el mismo Vaticano acabó ordenándole que bajara el tono–, Tacuara hacía una crítica drástica de la democracia y proponía un país “libre de políticos, libre de demagogos y libre de judíos”.
Tacuara compartía con la izquierda, sin embargo, la tendencia a atomizarse por cuestiones doctrinarias. Entre 1960 y 1963, mientras cometía todo tipo de tropelías en las calles, el grupo tuvo tiempo de dividirse en tres. Primero se fueron los “patricios”, que formaron la Guardia Restauradora Nacionalista con una “cláusula de limpieza de sangre”: tener cinco o más generaciones en el país. Luego se abrió el Movimiento Nueva Argentina, madre de casi todos los grupos católicos nacionalistas de hoy, y finalmente el más notorio, el que encabezaba Joe Baxter, que renunció al antisemitismo y comenzó un giro hacia la izquierda que lo llevaría a la Fracción Roja del ERP, nada menos.
Pero en 1960 los tacuaras actuaban coordinadamente y con amigos como Hussein Triki, representante de la Liga Arabe en Buenos Aires, puente entre los nazis locales y los neonazis extranjeros, e introductor de la idea de que la “lucha” de estos argentinos era la de los árabes. También batía el parche la prensa nacionalista encabezada por El Pampero –fundado en 1940 con fondos de la embajada alemana–, el todavía existente Cabildo, creado en 1942 con dineros del gobernador bonaerense Manuel Fresco, y Azul y Blanco, fundado en 1956 por el notorio Marcelo Sánchez Sorondo. Uno de los primeros frutos de la campaña fue la batalla entre nacionalistas y “liberales” en la puerta de la Facultad de Medicina, en julio de 1960, con el entredicho diplomático todavía sin arreglar. Los tacuaras hicieron pintadas, gritaron consignas como “Queremos a Eichmann de vuelta” y se trenzaron con los estudiantes. Hubo seis heridos de gravedad, entre ellos dos nacionalistas.
En agosto, las piñas abundaron en los secundarios, en buena medida en el conflicto entre laica y libre que enfrentaba a los que querían una educación católica obligatoria y los que no. El pico fue el 17 de agosto, cuando tacuaras del Colegio Nacional Sarmiento atacaron a sus compañeros judíos e hirieron de un tiro a Edgardo Trilnik, de 15 años, durante el acto de homenaje a San Martín. Le siguieron interminables meses de bombas –de las explosivas y las de alquitrán– contra sinagogas y colegios judíos, cientos de pintadas, volanteadas y amenazas. El nivel de producción de las acciones de Tacuara se ve, por ejemplo, en el ataque comando en un campo de Mercedes donde se realizaba un cursillo agropecuario para futuros emigrantes a Israel, que se preparaban para trabajar en un kibbutz. Un grupo de tacuaras atacó el lugar de noche, les dio una grave paliza a los chicos y arrasó con las simples instalaciones del campito.
Tanta violencia generó crecientes repudios dentro y fuera del país, con el antisemitismo argentino instalándose definitivamente en la agenda internacional. Ante cada reclamo –de la comunidad judía, de los padres de alumnos del Sarmiento, de instituciones no judías–, el gobierno juraba escarmientos diversos y medidas rápidas, pero nada ocurría. La administración Frondizi era simplemente demasiado débil como para quebrar la intimidad policial con los nacionalistas o controlar a sus tantos funcionarios pronazis. Policías como el comisario Green confesaban abiertamente su nacionalismo y el discurso hasta de sectores moderados no dejaba de destacar la presencia “de comunistas” en las manifestaciones de repudio a la violencia.
Cuando el peronismo ganó varias gobernaciones en las elecciones de marzo de 1962, Frondizi no pudo resistir las presiones cruzadas y acabó derrocado por los militares, que nombraron a José María Guido, presidentedel Senado, como presidente provisional con el mandato de llamar a elecciones. El gobierno de Guido, de nula base social o política, presidió una época de crisis económica y desorden que los nazis criollos leyeron como una oportunidad. La ejecución de Eichmann, el 31 de mayo de 1962, les sirvió de disparador para una serie de treinta ataques antisemitas. El más grave fue el secuestro de Graciela Sirota, el 21 de junio. La chica de 19 años fue golpeada, subida a un auto cuando esperaba el colectivo para ir a la facultad y torturada groseramente con quemaduras de cigarrillos por todo el cuerpo. Para terminar, le grabaron con una navaja una esvástica en el pecho.
El grotesco ataque resultó también un disparador para la comunidad judía, que llevaba dos años abroquelándose y aprendiendo a defenderse ante una situación en que cada día del año había por lo menos una acción antisemita. Los nacionalistas ya percibían que no era gratis ir a buscar pelea: estaban conociendo la autodefensa de la comunidad, que incluía clases de judo cada vez más masivas, turnos de guardia de voluntarios en las instituciones, universitarios judíos que iban a clase armados y hasta una galería de tiro instalada en la cancha de paleta de Hebraica, en la calle Sarmiento. Un incidente que rescata Rein terminó con un grupo de voluntarios judíos tiroteándose con sospechosos que rondaban una institución en un auto: resultaron ser policías de civil.
Cuando se produjo el caso Sirota, la comunidad judía llamó a una huelga de comerciantes para el 28 de junio. El debate interno mostró una mayoría a favor de defender a los judíos atacados más allá de su identidad política –Sirota era simpatizante de izquierda– que para el golpe de 1976 se había perdido. La huelga resultó una sorpresa porque trascendió por mucho a esa comunidad y se complementó con secundarios enteros vaciados de sus alumnos e infinitas expresiones de apoyo de sectores políticos, gremiales e intelectuales.
El pico de violencia antisemita, que comenzó a abatir bajo el gobierno de Arturo Illia, dejó otro cambio en la comunidad judía. La emigración a Israel, prácticamente marginal entre los argentinos, pegó un salto. Entre 1950 y 1960, apenas 400 judíos por año solían dejar el país. En 1962 fueron 693 y en 1963 la cifra fue record, 4255. Al año siguiente los números se estabilizan en un nuevo piso, que pasaba los mil por año.