EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
MALESTARES
› Por J. M. Pasquini Durán
En los paradigmas ortodoxos de los fundadores del capitalismo los consumidores tenían tantos derechos como los que pudieran adquirir en el mercado. La evolución de las teorías del Estado corrigieron esa pretensión dogmática otorgándole al ciudadano la posibilidad de recibir servicios considerados vitales, tan sólo por el principio de igualdad de oportunidades, sin más consideración que su pertenencia a la comunidad. Las asambleas constituyentes, desde la primera de 1813 hasta la última de 1994, pulieron los conceptos en la categoría de derechos constitucionales. Aunque la última oleada de capitalismo salvaje, conocida como “neoliberalismo”, durante las décadas de los años ’80 y ’90 del siglo XX, pretendió reinstalar aquella visión primitiva despojando al pobre de todo, hoy en día ningún gobernante podría negar que a cada persona le asiste el derecho a la salud, a la educación y a la justicia, por lo menos, para no hablar del trabajo, la vivienda digna y otras prendas del bienestar elemental, sin la provisión de las cuales ninguna familia o comunidad puede considerarse satisfecha.
Cuando los verdugos del “neoliberalismo” fueron desalojados de la Casa Rosada, aunque no de la vida nacional, en medio de los escombros del Estado de bienestar las tareas urgentes fueron auxiliar a los más desamparados y refundar algunas bases de la economía que sostuvieran múltiples chances para la producción y el trabajo. Si bien el auxilio sanitario está lejos de agotar la demanda de los necesitados, las sensaciones de asfixia y de irremediable malestar fueron desvaneciéndose en las capas de la sociedad más capacitadas para la recuperación. Hay índices estadísticos que certifican el proceso cumplido, pero fue suficiente el espectáculo de la última temporada veraniega para constatar el renovado ambiente del país. Otro signo de esa energía recuperada podría ser quizás el auge de las protestas surgidas en estos días desde las comunidades de la salud y la educación.
Son demandas vigorosas y múltiples, originadas en una diversidad de causas específicas, pero un intento de síntesis indica que están exigiendo ya no los elementales derechos sino una mejor calidad en el ejercicio de sus respectivas prácticas. Desde mejoras salariales hasta refacciones edilicias, los reclamos incluyen, por ejemplo en la educación, la revisión de leyes que fueron dictadas en el esplendor de las políticas de mercado, sin ninguna consideración hacia el bien común. Dicho en criollo, con la panza llena se puede pensar en filosofía. La síntesis es grosera y exagerada, pero vale para decir que el país debería celebrar que regresen las oportunidades de abordar el desafío de las excelencias hospitalarias, porque esa actitud implica que se descuenta que la población tiene el derecho a la salud y, por lo tanto, ha llegado la hora de pensar en los mejores recursos para asistirla. Lo mismo vale para la educación, aun a sabiendas de que todavía hay chicos que no llegan a la escuela y otros que la abandonan por la fuerza de las circunstancias, porque es tiempo de pensar en los que ya están y permanecen en las aulas.
Hay una consideración previa a cualquier otra reflexión: lo que se pide es legítimo y está respaldado por los diversos claustros o componentes de cada comunidad. En todos los años pasados, incluidos los del apogeo de mercado, ninguna experiencia pudo demostrar que la condición de propiedad pública sea la falla esencial en los servicios en salud y educación. Por el contrario, aunque ambas áreas han sido castigadas por todos los rigores, todavía destellan ejemplos de excelencia y hay, sobre todo, un potencial de recursos humanos que han probado hasta el hartazgo que, en mejores condiciones, están listos para competir por el liderazgo. Eso no obliga a omitir las críticas y aún las condenas a las graves falencias que uno puede encontrar hoy en cualquier hospital o escuela del Estado. Al contrario, el reto que propone la protesta es una buena oportunidad para poner sobre la mesa el cuestionario completo de opiniones, también las de mayor contraste.
Es una instancia que los administradores del Estado deberían acoger con entusiasmo, en lugar de replegarse detrás de la estrecha visión conspirativa que exhiben algunos funcionarios cuando deslizan que tal o cual protesta o demanda no es otra cosa que una astucia de tal o cual grupo político. Por lo general, con excepción del presidente Néstor Kirchner, cuando los funcionarios acusan miran hacia la izquierda, muy rara vez hacia la derecha, pese a que la historia nacional consigna con abundancia que las conjuras se originaron siempre en el extremo diestro del abanico ideológico. Está bien que estos son tiempos de campaña electoral y cada político sólo quiere lucir méritos y éxitos, pero también estos son tiempos de remociones profundas, de pioneros y constructores, donde lo que están sobrando son los remendones del pasado.
La misma sociedad civil debería acostumbrarse a considerar los conflictos sociales como brotes naturales de las libertades democráticas, aunque el costo sea el alboroto y ciertas incomodidades de tránsito, sin descontar alguna que otra exageración en las manifestaciones. Las unanimidades obligadas y el orden estático son propios de regímenes autoritarios, en los que la disidencia es pecado y cualquier reclamo es una úlcera abierta en el estómago comunitario. Si los jóvenes no demandan lo imposible, si los que no son escuchados no alzan la voz, si los que piden son desoídos, el mecanismo democrático no está funcionando como debe. Por otra parte, los mismos gobernantes acostumbraron a la sociedad a que no serán atendidos sus reclamos si no aparecen en la pantalla del televisor y las cámaras no se encienden si no hay un poco de escándalo. Con la mano en el corazón, ¿qué funcionario podría asegurar que un trámite normal es atendido antes que un escándalo en la televisión?
Entre los hábitos descartables sería saludable para la convivencia democrática eludir la tentación de emitir opiniones de piedra, propias de las épocas en que los antagonismos se dirimían con sangre. En estos días ocurrió de nuevo a propósito de un fallo controversial que facilitaba la libertad bajo fianza del empresario de República Cromañón, lo que dio lugar a expresiones de mutua irritación entre el Poder Ejecutivo y miembros de la comunidad judicial. Sería bueno que políticos y juristas dejaran las emociones a los sobrevivientes y familiares de las víctimas de esa tragedia inolvidable, sin renunciar por eso a la libertad de opinión y de juicio que les compete en sus respectivas jurisdicciones. La justicia, lo mismo que la salud y la educación, es un servicio elemental y obligatorio que sus administradores deben proveer a la ciudadanía. Para eso cuentan con la facultad de legislar y de aplicar la norma según su honrado arbitrio.
El Poder Judicial, en toda su extensión, no puede ignorar que está bajo sospecha y que existen antecedentes y prácticas que justifican la mayor parte de las suspicacias. Nadie ignora, por otra parte, que es una de las ramas del Estado que hace rato está necesitando de una reforma tan completa que casi sería equiparable a una refundación. Mientras tanto, es tan frágil como una casa de cristal y nadie, por honrado que sea, puede proceder con mano de piedra. Esa deficiencia añeja no habilita, claro está, a que las otras ramas del Estado cascoteen la fachada sin otra precaución que dar rienda suelta a su libre albedrío.
En todo caso, una situación semejante, de efectos tan estremecedores, debería ser aplicada para acelerar el proceso de reformas indispensables. ¿De toda la vocinglería escuchada, de las razones de unos y otros, quién y cuándo sacará las conclusiones valederas para marchar hacia delante si cada cual descalifica al otro como interlocutor válido? En lugar de tomar partido por uno o por otro, en una suerte de plebiscito continuo y cotidiano, al ciudadano corriente, sujeto central de la institucionalidad democrática, tal vez le gustaría recuperar la confianza en los tribunales, tanto como disfrutar de la buena educación y de la atención hospitalaria de excelencia. ¿O será una utopía de izquierda?