Sáb 09.07.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Acostumbrarse

› Por J. M. Pasquini Durán

Pocas horas después de los atentados en Londres, los sentimientos de horror y de indignación fueron cediendo terreno a una opinión fatalista: tenía que suceder. De acuerdo con esa lógica de inevitabilidad, el próximo blanco será Italia y sólo falta saber cuándo ocurrirá, pero el calendario lo manejan los terroristas. Siempre se ha dicho que el capital es cobarde, pero luego de los primeros estremecimientos del jueves, las bolsas líderes recobraron cierta calma, lo mismo que los mercados de cambio, petróleo y otras materias primas. La baja en la cotización de la libra esterlina era una tendencia anterior a las explosiones y los expertos la atribuían ayer sobre todo a dificultades en la economía británica. Los analistas financieros sostienen que la mayoría de las poblaciones atacadas, en primer lugar los operadores en los mercados, casi de inmediato reanudan sus vidas, compras e inversiones habituales. Si con la caída de las Torres Gemelas el precio del petróleo cedió 27 por ciento, ayer las compras a treinta días oscilaron apenas en dos por ciento respecto del record alcanzado el miércoles. O sea, así como hay huracanes, nevadas y tormentas, sin que nadie pueda hacer nada para impedirlos, habría que acostumbrarse a convivir con los actos terroristas.
Es cierto que las categorías ideológicas formales son insuficientes para abarcar la complejidad del fenómeno o para analizar el comportamiento de las sectas de fanáticos, debido a que no se inscriben en los clásicos conflictos de izquierdas y derechas, de pobres y ricos, de colonia y metrópoli, pero eso no significa que la inteligencia humana sea incapaz de abordarlos. Los ataques en septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono en Estados Unidos, sedes simbólicas del poder económico y militar de la primera potencia mundial, dieron lugar a interpretaciones más o menos convencionales sobre el sentido político de los blancos elegidos. Después, las explosiones en Madrid (marzo 2004) y ahora en Londres vinieron a desmentir la intención que se les atribuyó. Los blancos elegidos en ambas ciudades europeas fue nada más que el brutal asesinato masivo de población civil, sin ninguna distinción de raza, sexo, edad o religión, pero la condición social era previsible ya que se trataba en los dos casos de transporte público de pasajeros al comienzo de la jornada laboral.
En la búsqueda de explicaciones, algunos comentaristas insinúan que uno de los propósitos del terrorismo, si no el principal, sería crear el cisma racial en las sociedades de Occidente, convirtiendo a cada árabe en sospechoso. El razonamiento parte de un supuesto que tiene bases relativas ya que no se trata de poblaciones integradas. Son cosmopolitas, pero la discriminación existe a flor de piel. Por supuesto que la desconfianza cunde, pero hay que recordar que cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor, en Estados Unidos fueron detenidos todos los pobladores de ese origen, hasta varias generaciones que habían nacido en ese país. No existe documento alguno para probar que esta reacción estaba incluida en el plan de ataque. Fue un daño colateral, para usar la jerga de las fuerzas de ocupación en Afganistán y en Irak cada vez que tienen que explicar el bombardeo de áreas no militares. Tampoco puede entenderse como una revancha, pero si lo fuera habría que considerarlos tan bárbaros y deshumanizados como sus agresores. Todo argumento que pretenda explicar, ni qué decir justificar, este tipo de atentados terroristas lleva agua al molino de la derecha fundamentalista que en Occidente levanta la bandera de la democratización por la fuerza para explicar y justificar su propio salvajismo expansivo.
Durante el último año, en Europa algunos periodistas y escritores han analizado la aparición de extremismos como Al Qaida, que invocan la guerra santa, como una radicalización de nacionalismos ofendidos, injuriados por las políticas de agresión imperialista. Sería algo así como la versión actualizada del antiguo anticolonialismo que defendieron figuras como Jean-Paul Sartre durante la confrontación de Francia y Argelia y que después de la Segunda Guerra Mundial explotó en movimientos populares de liberación. Según las versiones de actualidad, las formas brutales, aideológicas, de este nuevo anticolonialismo se deben a la crisis ideológica mundial, en particular desde la implosión de la Unión Soviética, que lo ha vaciado de toda formación política anterior y que le ha dejado la religión como única explicación global, ideológica, de su misión en la vida y en la muerte. Hay quienes proponen que el islamismo se expande en el mundo, en abierto desafío a las otras iglesias mayores, como la religión que intenta expresar a los oprimidos. Es verdad que los sentimientos de nación son una poderosa fuerza, cuando su identidad étnica, religiosa, cultural, en definitiva, cuando su integridad es avasallada. En América latina hay numerosos estudios y experiencias al respecto, incluso de la concepción de nación étnica, y hoy mismo el movimiento indígena en los países andinos es una fuente de enseñanzas. Mas no todo nacionalismo es reivindicable ni de progreso para la humanidad: el nacionalsocialismo de Hitler es el ejemplo obvio. Más allá de cómo pueda ser categorizado, el terrorismo ciego que asesina a mansalva es reaccionario, regresivo, una imagen en el espejo de lo mismo que dice combatir.
Por otra parte, no existe información rigurosa que permita adjudicarles a Bin Laden y Al Qaida la dirección o tan sólo la hegemonía de la resistencia en Irak contra las fuerzas militares de ocupación. Tampoco han sido la causa para que dieciséis países abandonaran la cruzada invasora y muchos menos para que en estos momentos seis de cada diez norteamericanos declaren inservible esa causa de los intereses petroleros que mandaron a la muerte a miles de personas para ocupar uno de los principales países productores y el precio del petróleo subió hasta niveles a los que nunca antes había llegado. El fatalismo que aconseja resignarse, acostumbrarse al terrorismo es una argucia retórica para seguir sosteniendo una causa inservible para la humanidad. A los conservadores como Bush la suerte de los humanos no les importa nada. Tanto es así que, en la cumbre del G-8 que acaba de terminar, el presidente de Estados Unidos volvió a oponerse a limitar el venteo de gases que producen el llamado “efecto invernadero”, letal para el hábitat natural del ser humano, porque significaría tal vez un recorte de las ganancias de las empresas que los producen.
¿Cómo es posible imaginar que el futuro de la humanidad será rendirse sin luchar a la vorágine de la espiral de la retrógrada violencia por una guerra de extremismos irracionales? La imagen de la raza humana descendiendo al infierno mientras indaga por el teléfono celular sobre los últimos atentados o busca las imágenes de las víctimas en su palm-top, por grotesca ni siquiera merece figurar en La Divina Comedia. Hay voces y alternativas que se escuchan también, aunque todavía parece que resuenan más débiles que las otras, pero son suficientes para saber que no hace falta acostumbrarse, que hay otras esperanzas posibles.

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