Lun 11.07.2005

EL PAíS

Escrito & Leído

› Por José Natanson

Un noruego, 500 etíopes

El 83 por ciento de la población vive en países que producen el 10 por ciento del ingreso mundial, mientras que el 17 por ciento vive en las naciones más prósperas, que se quedan con el 90 por ciento del total de los ingresos. El 10 por ciento más pobre de los seres humanos gana 264 dólares por año, mientras que el 10 por ciento más rico obtiene 37.600 dólares. El noruego promedio gana lo mismo que 500 etíopes. Y la mayor parte de la humanidad vive con un ingreso promedio inferior al de Italia del 1500.
Estos son algunos de los increíbles números que repasa Enrique Blasco Garma en La riqueza de los países y su gente (Lumiere), donde busca explicaciones variadas a una pregunta sencilla: ¿qué es lo que hace que un país sea más rico que otro?
En un intento por superar la mirada de la economía neoclásica, el autor explora las condiciones extraeconómicas de la prosperidad y concluye, como tesis fundamental de su libro, que el “ecosistema institucional” es la clave para explicar las enormes asimetrías de ingresos entre los países. “Las naciones florecientes crean ambientes culturales que refuerzan el respeto a las cualidades humanas. Estos países se diferencian de los rezagados por la protección que las instituciones brindan al individuo. Para ello es necesario trabajar en un sistema institucional de convivencia más respetuoso de cada individuo, con independencia de donde viva”.
A través de un ingenioso juego de comparaciones, Blasco Garma coteja los ingresos de los habitantes de un país con los de los ciudadanos de ese mismo país que emigraron a Estados Unidos. Separa otras variables, como el nivel de educación, usualmente más alto, de los emigrados. Y sostiene, por ejemplo, que un haitiano ganará 5,6 veces más que lo que gana en su país si viviera en Estados Unidos, un gahnés 5,8 veces más, y un argentino 2,1 veces más.
“Asombra que el país de residencia sea la mejor explicación de las diferencias de ingresos en el mundo”, sostiene el autor. Y, en busca de una explicación, analiza no sólo el impacto de las instituciones y la política, sino también la importancia de la justicia, el rol de las ideologías y el veneno de la corrupción.
Esto no implica que sus tesis sea certeras, o que no se puedan introducir matices a sus planteos. En principio, es cuestionable la idea de que los países se encuentran más o menos rezagados en una trayectoria unilineal, es decir una concepción del progreso como una meta única. Es notable también la ausencia de un análisis profundo sobre la correcta distribución del ingreso hacia adentro de los países como condición no ya para la equidad, sino para el crecimiento.
Por otro lado, hubiera sido interesante una descripción detallada de posibles contraejemplos a su teoría, que por momentos resulta excesivamente institucionalista: países que han prosperado económicamente en contextos institucionales débiles e inestables –Italia– o incluso con altísimos índices de corrupción –China–. Finalmente, al comparar las trayectorias económicas de los países pobres y los ricos, el autor evita una mirada integral que interrelacione ambos universos. Falta, en definitiva, una mirada sobre la dependencia.Pero, al margen de estos necesarios planteos, La riqueza de los países y su gente constituye un intento riguroso por explorar un tema complejo. Con un título en Chicago, una trayectoria ligada a las finanzas y un libro sobre la dolarización como antecedentes, Blasco Garma ha tenido la inteligencia de intentar superar la mirada economicista y la miopía neoliberal que a menudo tiñe las investigaciones sobre el desarrollo para mirar un poco más allá.

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En La memoria compartida (Paidós), Yayo Aznar y Diana B. Wechsler compilan diferentes textos sobre la relación argentino-española desde el punto de vista de la construcción de un imaginario cultural común. “Compartir un pasado e intentar compartir un presente no significa que a los dos países les interese rescatar los mismos hechos en su memoria colectiva. Pero analizar las estrategias políticas que forman esa memoria, advertir los olvidos, supone reconocer las grietas que soslaya la historia oficial”, sostienen.

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