EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Costos
› Por J. M. Pasquini Durán
En estos días recrudeció la campaña que culpa a los salarios por el alza de precios, como si la inflación hubiera estado en cero durante todos los años en que las remuneraciones de activos y pasivos permanecieron congeladas. No fue así, como bien lo sabe el ministro de Economía, Roberto Lavagna, pese a lo cual desde el Gobierno se ha convertido en el abanderado contra los llamados “desbordes salariales”. La mayoría de los economistas ajenos a la idolatría del mercado ubican el origen de la presión inflacionaria en otro lado muy distinto. Son los precios mayoristas los que subieron más del 150 por ciento desde la devaluación de la moneda, dado que los grupos concentrados de la economía hacen sus cálculos con la cotización del dólar estimada en cuatro pesos y, aunque nunca llegó a ese nivel, jamás lo reajustaron. La tendencia de estos grupos apunta a recuperar rentabilidades valuadas en dólares, una ambición que comparten los proveedores de servicios públicos.
En la ecuación de Lavagna, según los expertos más benignos, el dólar alto y los salarios contenidos permiten el superávit fiscal necesario para pagar las deudas a los organismos multilaterales de crédito y ofrecer nuevas emisiones de bonos en dólares con altas tasas de interés. De este modo, la economía crece en porcentajes equiparables a la china, pero la distribución de los ingresos sigue sin recuperar la equidad que se pregona en los discursos. Quienes siguen de cerca el pensamiento presidencial aseguran que para Néstor Kirchner la superación de la injusticia social vendrá de la creación de empleos más que de la nómina salarial, aunque para eso necesita tiempos más largos y una tasa de inversión productiva bastante superior a la actual, o sea una burguesía dispuesta a arriesgar el capital sin los fines prebendarios y especulativos de los años ’90. Para empujar a los remisos y quebrar a los mezquinos, entre otros propósitos, hace falta una victoria electoral contundente, casi un preaviso de la competencia de 2007, afirman los más entusiastas del objetivo plebiscitario para octubre próximo. “Duhalde ha tomado la decisión de anticipar la puja en dirección al 2007 y, por ende, es de carácter estratégico infligirle una dura derrota”, arenga el jefe de “Patria Libre”, adicto al oficialismo, pese a que el movimiento piquetero progubernamental no fue incluido en las listas K de candidatos. Esta es una decisión para la controversia, con pro y contra, ya que a pesar de las turbulencias del movimiento social sin duda es una de las canteras donde la sociedad tendrá que encontrar nuevos políticos para renovar los repetidos y desgastados profesionales de los negocios públicos.
Los críticos del paquete estratégico gubernamental que reconocen algunos avances cometidos por la actual administración del Estado también alertan sobre las trampas en el camino, remitiéndose a la actual experiencia de Brasil, donde el gobierno de Lula está arrasado por el escándalo de sobornos y corruptelas. “La derecha está eufórica. Es como si hubiera caído otro muro de Berlín”, escribe con amargura el ensayista Emir Sader, pero a la vez advierte: “El gobierno de Lula y el PT permitieron la ofensiva de la derecha (...) Fueron igualmente responsables por la búsqueda de apoyo por medio de negociaciones que, comprobadamente o no a través de la compraventa de votos, se hicieron de forma antiética, reproduciendo algunos de los peores vicios de la política brasileña y prestando un enorme servicio a los grandes intereses económicos, que quieren desmoralizar la política para continuar imponiendo la lógica del capital especulativo”. Sostiene Sader que las capitulaciones comenzaron mediante la conciliación con fórmulas económicas que formaban parte del legado de gobiernos anteriores, con el propósito de atenuar la desconfianza de los empresarios y ganar la buena voluntad de los inversores nacionales y extranjeros.
Tal parece que en esta época los sentimientos sobresalientes tienen que ver con diferentes sentimientos de miedo y de horror. Unos hacen terrorismo con el poder del capital y otras minorías con el asesinato a mansalva, mientras que las pujas entre ricos y pobres o las luchas entre los privilegiados y los desposeídos, mediante elucubraciones más o menos académicas, pretenden ser presentadas como un “choque de civilizaciones”, confundiendo con alevosía intereses imperiales con civilización y a los que menos tienen con barbarie. Con toda la potencia mediática de Occidente se exhiben los trágicos resultados de los ataques en Nueva York, Madrid, Londres y Egipto, provocando la justificada indignación de todo el mundo, pero esos mismos medios dedican sólo un par de párrafos o de imágenes a los 25 mil muertos contabilizados en Irak desde que se instalaron allí los ejércitos de ocupación, convirtiendo a los atentados que suceden en ese país en normal cotidianidad, lo cual no tiene ninguna justificación como no sea eludir los cuestionamientos a la espiral de violencia que producen las políticas guerreristas.
De muertes con diferentes categorías, la Argentina tiene penosos y numerosos antecedentes para exhibir ante el mundo. El lunes 18, para no ir más lejos, fue conmemorado el undécimo aniversario de la tragedia en la sede de AMIA, con encendidas y razonables críticas contra las autoridades políticas y judiciales que facilitaron, por acción u omisión, la impunidad de sus autores tanto materiales como intelectuales. Hay que recordar, por ejemplo, el apoyo público que recibió el juez Galeano de miembros del Ejecutivo, del Legislativo, dirigentes políticos y de la comunidad judía en oportunidad de conocerse el video que lo mostraba ofreciendo una recompensa a un detenido a cambio de ciertas declaraciones, el mismo elemento que hoy figura entre las pruebas que lo acusan. Varios de esos prominentes apoyos todavía pululan en la vida pública, algunos hasta son candidateados en la prensa para ocupar posiciones de gobierno, pero no se escuchó explicación alguna, mucho menos una autocrítica, de ninguno de ellos.
Tirar la pelota para adelante o a la olla pueden ser tácticas en un campo de fútbol, pero son inexplicables en la memoria de un pueblo y de sus instituciones. Hasta el olvido tiene costos en la práctica social y cultural de una nación, y en el curso y recurso de los años alguien tendrá que hacerse cargo de cada una de esas facturas. Por eso, la adhesión obsecuente, el apoyo ciego o la subordinación inmoral, que exigen la renuncia a toda valoración crítica en nombre de alguna estrategia superior o, lo que es peor aún, debido a una opción pasajera, táctica, suele pagarse con la pérdida de la credibilidad, el sacrificio de muchos y el eventual beneficio temporal de unos pocos. Hoy en día, el mundo y el país ofrecen oportunidades permanentes para elegir los costos que cada uno está dispuesto a asumir.