EL PAíS
› LAS RETENCIONES, EL PARATE AL AUMENTO JUBILATORIO
Discutir de buena leche
El aumento de las retenciones a los lácteos recrea la clásica contradicción entre los intereses de los exportadores y los consumidores locales. La lógica del Gobierno, sus mensaje a otros productores. Dos porqués del freno del aumento a los pasivos. Y una incitación a debatir los posibles límites de la política del paso a paso.
OPINION
Por Mario Wainfeld
El aumento de las retenciones a la exportación de productos lácteos masajea el ego gubernamental. La suba (300 por ciento) del impuesto –explican en la Rosada y en Economía– fue tomada desoyendo las quejas y presiones del sector. “Creían que no nos íbamos a animar, justo cuando se inaugura la Exposición Rural”, se jactan muy cerca de Roberto Lavagna. El decisionismo, la aptitud para cambiar rumbos bien en caliente, la ponderación del “aguante” oficial son un potente común denominador entre Néstor Kirchner y Lavagna. La hiperquinesis, la respuesta pronta son, efectivamente, una característica de la actual gestión. Definir esa virtud como excelsa, sin contrapartidas, es un exceso. O, peor, una lectura sesgada de la compleja realidad.
Repasemos los hechos básicos. Los productores habían acordado con el Gobierno precios máximos para los lácteos. Decidieron dejarlo sin efecto hace unas semanas. El motivo, tradicional en la Argentina, es la suba de las exportaciones, que se han multiplicado casi por tres en igual número de años. Los precios internacionales, con un peso subvaluado, son más elevados que los criollos. Para completar la tendencia, relatan en Economía, han ingresado capitales neocelandeses que van en procura de prevalecer en el mercado lácteo internacional. La exportación empuja hacia arriba los precios locales. El Gobierno les habló a los productores con el corazón y “ellos” reaccionaron con el bolsillo.
Como también es proverbial, la cadena de la producción láctea enhebra eslabones de diferente consistencia. Los tamberos, el más débil, son muchos y no están cartelizados. Las empresas lácteas son pocas, tendiendo al oligopolio. Las cadenas de supermercados, usted ya sabe. La formación de precios surge de ese espinel desparejo en el que los más grandes sojuzgan todo lo que pueden a los más dispersos. Las empresas productoras, a su vez, se dividen entre las que se dedican a la leche en polvo (que se exporta casi en su totalidad) y las que trabajan el material líquido, que suelen destinar algo así como el 70 por ciento al mercado local. Ciertamente, hay grupos que producen leche en polvo y también envasada. Según narran en Economía, estos distintos sectores “están todos peleados entre sí”, lo que es verosímil. Como fuera, estuvieron de acuerdo en algo que fue maximizar su ganancia a costa de encarecer la canasta familiar de otros argentinos.
La medida se tomó por 180 días, pero puede suspenderse antes. La idea es que las contrapartes vuelvan a la mesa y mantengan tiesos sus precios, escarmentadas por la voluntad gubernamental. El Gobierno dejó explicitado que no tiene necesidad del nuevo ingreso fiscal, que se destinará (de un modo aún no precisado) a generar beneficios compensatorios para los tamberos. Por lo que se escuchó hasta ahora a los tamberos, el sistema sustituto no los fascina especialmente.
Las nuevas retenciones son una señal que trasciende a los lácteos. Los productores avícolas se reunirán mañana con representantes de Economía y, calculan allegados al ministro, aceptarán frenar la suba de los pollos que, contrariando las sabias leyes de la naturaleza, están orbitando muy alto.
Las campanas de Economía también doblan para los productores de carne, cuya ecuación es análoga. “Ya tomaron nota. Uno de los principales formadores de precios ya le garantizó a Lavagna que ellos ni sueñan con revisar los precios pactados”, sonríe suspicaz un alter ego del ministro. La carne en ultramar cotiza mucho más alto que acá y en Economía levantan la guardia cuando vaticinan que el requirente mercado chino expandirá las exportaciones en un 40 por ciento. Una buena noticia que puede volverse mala si no se toman las prevenciones respecto de los derechos de los consumidores argentinos.
Saber si el incremento de las retenciones obrará el efecto buscado –bajar los precios internos sin herir gravemente el crecimiento del sector– es de momento un albur. Aun si así fuera, el Gobierno debería asumir que la solución es precaria e insatisfactoria, una remake de la tendencia a la manta corta que ronda al “modelo” en el que está enancado y, a veces, obstinado. Ya volveremos sobre este punto, pero en ese tránsito hagamos escala en un contramarcha de esta semana, la de...
Las jubilaciones que no fueron:
El Gobierno desmintió que estuviera por implementar un aumento jubilatorio. El Presidente, micrófono en ristre, acusó a funcionarios, que no identificó del todo, de difundir versiones falsas. En verdad, este diario había divulgado una información real, la puesta en marcha de un aumento generalizado, que se suspendió (seguramente se pospuso por un lapso no muy largo) en prevención de eventuales efectos inflacionarios.
Lavagna viene alertando acerca de los efectos indeseables de aumentos salariales “que no mejoren el real nivel adquisitivo” de los presuntos beneficiarios. La discusión pública, si se la mira con un poco más de detalle que lo usual, tiene un ingrediente interesante. Quienes critican el punto de vista ministerial suelen adoptar una visión clásica de la economía, afirmando que no es posible que haya inflación por exceso de demanda cuando una fracción altísima de los consumidores tiene ingresos muy deprimidos, algunos de ellos ceñidos a la subsistencia. Por su parte, Lavagna (usualmente celoso de la técnica económica) asigna importancia esencial a un fenómeno sociológico, “la cultura inflacionaria”, que arraiga entre quienes fijan precios y, a su ver, remarcan toda vez que ven cortar las barbas de su vecino, cercano o remoto. El punto opositor, quizás, ignora una conducta arraigada. El ministerial, quizá, deja la política salarial bastante supeditada a los reflejos egoístas de los empresarios, aun a los irracionales.
Otro tópico de discusión, menos zarandeado en el ágora, pudo incidir en la dilación del anuncio para los jubilados. En Economía –y tal vez en alguna otra agencia estatal– no están tan convencidos de que sean más deseables los aumentos generalizados que los focalizados entre los que cobran menos. “Se dice que achatamos la pirámide –se enoja, dentro de su estilo, Lavagna–, ¿y qué? Cuando llegamos las jubilaciones más altas (sin contar las de privilegio) eran 20 veces superiores a las mínimas. Ahora son diez veces. ¿Y?”, interroga, sugiriendo con ese manierismo retórico que el escenario actual es mejor. “¿Por qué tiene que ser tan dilatada la pirámide jubilatoria?”, vuelve a requerirse el ministro, de momento ante auditorios de su confianza. “Que haya menos diferencia entre la base y el vértice. Y luego, vamos subiendo desde la base”, redondea.No es el suyo –preconiza Lavagna por si hiciera falta– un punto de vista socialista o de raíz exótica. “Es política social a la uruguaya”, propone echando un vistazo cálido al país hermano, más democrático y más igualitario que el nuestro, como tantos argentinos venimos a comprender más o menos tardíamente.
La idea sería sugestiva, aun para sectores progresistas, pero con una condición que hoy está faltando: que la utopía de la pirámide más corta y más pareja se hiciera extensiva a todos los asalariados o, mejor, a todos los habitantes del país. Si el modelo social oriental (menos “pobres”, menos “ricos”, más parejitos) se circunscribiera a los pasivos lindaría demasiado cerca con el riesgo de emparejar para abajo.
Vino viejo, odres nuevos:
Las retenciones atañen a un clásico de la historia argentina que es el conflicto entre los exportadores de productos primarios y las mayorías populares. Argentina cuenta con enormes ventajas comparativas para el agro y la ganadería, a lo que se adiciona una característica que no le es exclusiva pero sí inusual. Sus habitantes, dentro de sus menguantes chances, “se comen lo que exportan”. La importancia que tienen los lácteos, la carne, los pollos en la economía doméstica del argentino de a pie no es parangonable a la del cobre entre los chilenos, el gas para los bolivianos o (aun) el café para los pentacampeones del mundo. Los momentos pro exportadores (devaluatorios, de dólar alto) suelen deprimir los ingresos y los consumos de los trabajadores. Las contracorrientes respecto de esas tendencias, retenciones incluidas, son uno de los hilos conductores de dos siglos de historia. Este relato, exageradamente veloz, parafrasea el elegante ensayo Entre la equidad y el crecimiento de Lucas Llach y Pablo Gerchunoff (Siglo XXI, 2004), no así lo que se dice a continuación.
La coyuntura actual es una remake de ese dilema, dentro de un contexto novedoso. Uno de los datos diferentes es que el actual gobierno es pro exportador pero no antipopular, tiene una mirada atenta respecto de los asalariados. La política económica tiene como piedra basal el peso recontra bajo pero también se preocupa por la distribución del ingreso. En los primeros tiempos –en parte por arrancar del quinto subsuelo– pudo lograr una situación de sinergia o de suma positiva. La perinola pudo indicar algo semejante a “ganan todos”. Pero esa contingencia, asombrosa, en la cual una política económica no deriva en ganadores y perdedores, va derivando a otra más convencional, no necesariamente de suma cero pero sí de intereses tensionados, difíciles de sintetizar. Lo que no amerita bajar los brazos, pero sí pensar acciones más sustentables en plazos más largos.
El Gobierno viene resolviendo (o mejor, afrontando) el intríngulis a su modo, paso a paso. Opta en la abrumadora mayoría de los casos por medidas y no por políticas. Si hay plata en caja, aumentos de fin de año. Si hay inflación, acuerdos de precios. Si el acuerdo naufraga, suba de retenciones. El norte no es malo pero sí (¡ay!) escurridizo y autoriza a suponer que va siendo hora de pensar más el mediano y largo plazo.
La desigualdad, la disparidad de ingresos, las enormes asimetrías existentes en el propio seno de la clase trabajadora, la falta de previsión ameritan políticas de más largo alcance, que den cuenta de la complejidad de esos temas. No se trata de parangonar al estadista con aquel que sólo mira el horizonte lejano, pero tampoco de equiparar la acción de gobierno con la de los bomberos.
El paso a paso, además, es pobre en institucionalidad. Vivir de decreto en decreto puede no ser inconstitucional pero sí es ínsitamente precario.
Es todo un detalle que un gobierno que se define como el máximo progresismo posible haya relegado el planeamiento al arcón de los recuerdos o lo haya dejado relicto para que lo tomen el centroderecha o algún otro actor.
Una pregunta, sólo aparentemente lejana a esta disquisición, que va haciéndose pertinente es qué harán el oficialismo y los partidos opositores más votados con el resultado de las elecciones. Cómo leerá el Gobierno (aun en un escenario ganador) si la mayoría de los argentinos elige una opción ajena al surtido kit de lemas del kirchnerismo y el peronismo. Qué harán los opositores (aun si alcanzan un buen resultado en varios distritos y terminan competitivos con el Gobierno) si el oficialismo al que demonizan es primera minoría con un buen caudal de apoyos. Cómo conciliarán unos y otros su discurso despiadado y excluyente con un pronunciamiento que será más variado y plural que sus diatribas, que francamente suenan como expulsivas hasta para los más interesados.
La famosa frase de John Maynard Keynes, aquella que profetiza que en el largo plazo estaremos todos muertos, tiene demasiados adeptos incondicionales por acá. Para colmo de peores, casi todos parecen entender que los tres meses que faltan para los comicios equivalen al largo plazo, lo que los exime de pensar algo para los días que advendrán después.
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