Vie 29.07.2005

EL PAíS  › OPINION

Quien quiera oír que oiga

Por Mario Wainfeld

El Consejo Consultivo nacional de políticas sociales (en adelante, Ccnps) propulsa establecer un plan de ingresos universal, un salto de calidad en las políticas sociales. El organismo da en la tecla cuando señala que el beneficio universal es el mejor freno disponible al clientelismo. La discrecionalidad del funcionario o del mediador tiende a desaparecer cuando los beneficios pueden ser reclamados “por ventanilla”, acreditando requisitos objetivos, sencillos, establecidos legalmente. El beneficio universal se autonomiza de quien lo generó, pues es obtenible sin mediaciones personalizadas del gobernante (o, eventualmente la ONG) de turno. El derecho a votar lo tiene cualquier ciudadano argentino, con las solas condiciones de serlo y de haber cumplido 18 años. Nadie tiene que pedirle permiso, ni venia ni un nuevo DNI (ni agradecerle cada vez) a Roque Sáenz Peña o a Eva Perón antes de cada comicio.
Universalizar es institucionalizar, algo a lo que todos los gobiernos (incluido el actual) son remisos. La institución trasciende a los contingentes funcionarios, limita su discrecionalidad. Universalizar un derecho social es, por lo común, percibido desde el poder político como un modo de atarse las manos. Y bien, de eso se trata.

El problema es el ingreso: El excesivamente denostado Plan Jefas y Jefes de Hogar (JJDH, en lo sucesivo) fue concebido y propagandizado como universal, designio valorable que se frustró en su propia parición por razones presupuestarias. De cualquier modo, esa promesa estatal significó una señal importante, un hito hacia el futuro. Y, aun en su precaria situación actual, en la que técnicamente no es chicha ni limonada, el JJDH es el plan de ingresos más grande de América latina, por goleada. No es poco, no basta.
El JJDH se concibió para los desocupados. Esa opción, propia del momento más sombrío de la emergencia, se viene revelando insuficiente. Los derechos básicos que consagra la Constitución nacional son inaccesibles también para muchas personas con empleo. Simplificando, el problema nuclear no es (sólo) la falta de trabajo sino la carestía de los ingresos.
En la vieja Argentina había pleno empleo y, mayormente, el que laburaba podía parar “su” olla. Esa realidad no ha sido desvirtuada sólo en su primera premisa sino en ambas. Hay millones de trabajadores que ganan menos de lo necesario, incluidos estatales. Así las cosas, un abordaje integral del mundo de la exclusión sería ficticio si sólo se centrara en los parados. También acierta el Ccnps cuando clava la mirada en los ingresos de los grupos familiares antes que en la condición de ocupado de sus cabezas de hogar.

El pasado que ya no es: El Gobierno, cuyo vértice mira con desdén o recelo este tipo de propuestas, suele responderle con una genérica alusión a la cultura del trabajo, válida en su intención pero desacreditada por anacrónica. El trabajo, gran vertebrador de la biografías personales, sólo merece llamarse digno si su retribución lo es. En el pasado ocurría usualmente así, hoy es mucho menos frecuente.
El sayo no le cabe sólo al Gobierno. Una mirada inercial, no siempre aviesa pero sí perezosa, insiste en atacar una coyuntura inédita en base a las herramientas del pasado. Presupone un contexto que ya no existe y quizá no existirá más.
Un tramo importante de los trabajadores quedó huérfano de representación no sólo por traiciones sindicales (claro que unas cuantas hubo) sino también por alteración del mapa social. En una interesante, reciente, intervención publicada en Clarín el diputado radical Aldo Neri lo expresó con precisión: “Al desocupado, al precarizado y al subocupado laboral no los representa el sindicato. De sus intereses deben ocuparse el Estado y la política”. De eso también se trata. Confinar la puja distributiva al plano de la negociación paritaria equivale, en los hechos, a alienar de ella a algo así como la mitad de la población.

El compañero Keynes: Institucionalizar un ingreso ciudadano, así fuera módico en sus inicios, sería un paso en el buen camino, desandando la escalada individualista en la que cayó buena parte de nuestra sociedad. El noventismo no fue apenas la adscripción a una política monetaria ridícula o a la desindustrialización. Fue, básicamente, un gigantesco sálvese quien pueda en el que –en surtidos peldaños de la pirámide social– muchos “cada cuales” atendieron su juego. Perdieron casi todos pero, valga recordarlo, muchos no vendieron cara su derrota pues renunciaron a pelearla juntos.
Una sociedad no termina de reconstruirse generando fuentes de trabajo. También es imperioso instar a sus sectores más favorecidos a sacrificar algo en beneficio de los más perjudicados. La desigualdad de hoy es afrentosa para la historia argentina y dejar su discurrir ligado a los vaivenes del mercado de trabajo, así sea con un gobierno presente, es un paliativo insuficiente. Supeditar un avance progresista a que sea barato o económicamente neutro (tal el discurso obstativo de Economía) es un modo sutil de promover su renuncia.
El principal motivo para instar un ingreso ciudadano mínimo no debe buscarse en la caja. Es ideológico en el mejor sentido de la palabra, alusivo a la concepción del mundo que se quiere promover. Por añadidura, hay voces consistentes que aseguran que una inyección regular de ingresos entre los más humildes sería un formidable dinamizador keynesiano de la economía.
El Gobierno, cuyas principales figuras alternan a diario con entusiastas intendentes del conurbano que comandan distritos donde abundan los JJDH, podría tomar cuenta de sus vivencias en ese sentido. El impacto de los ingresos básicos en la vida comunal ha sido importante. Dicho sea al pasar, este planteo es sostenido de modo convincente por una candidata a diputada del PJ porteño, Mercedes Marcó del Pont y, más en general, por muchos integrantes del Plan Fénix. Contar con aliados perceptivos a la iniciativa debería ser una buena nueva para muchos funcionarios, refractarios a la temática del ingreso ciudadano sencillamente porque es una bandera de la CTA y del ARI.
De momento, el Gobierno (empezando por la Rosada y Economía) presta más oreja a varios gobernadores, algunos de la “nueva política” como el mendocino Cobos o el tucumano Alperovich, que alertan sobre la competencia ruinosa que suponen mesadas de 150 pesos al trabajo que sus burgueses locales pueden, generosos, conceder a las glebas de la vendimia o la zafra.

La salida es por la puerta: El ingreso ciudadano es un debate relativamente nuevo en el mundo. Eso obliga a analizar prudentemente su factibilidad pero no basta para excluirlo de la agenda. Al fin y al cabo, la Argentina supo ser pionera en políticas reparatorias e igualadoras.
En la actual contingencia conviven un crecimiento chino, una desigualdad homérica, una fragmentación fenomenal entre los propios trabajadores, una riqueza descomunal de un 5 por ciento de la población y un superávit fiscal machazo. Esa situación nueva, que mixtura datos promisorios con otros ominosos, amerita soluciones nuevas.
Uno de los abanderados más convencidos del ingreso ciudadano en este Sur es el senador brasileño Eduardo Matarazzo Suplicy. Suplicy suele parafrasear una frase de Confucio, expresando que el mejor modo de salir de una casa es por la puerta. Para salir de la pobreza de ingresos, eje de la afligente desigualdad argentina, la solución debe hacer centro en los ingresos y no en futuros remotos o derrames virtuales. La puerta, hoy por hoy, no es apenas el empleo.
El detalle de la propuesta del Ccnps merece una polémica pública que excede las competencias de este cronista. Instalar el debate sobre la universalización, desde un ente oficial, es un logro no desdeñable. La campaña electoral, tan berreta hasta estos días, debería servir de tinglado para una discusión transversal que la Argentina necesita y muchos argentinos esperan.

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