EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Terrores
› Por J. M. Pasquini Durán
La decisión del Ejército Republicano Irlandés (IRA) que depuso las armas después de treinta años de lucha sostenida contra el imperio británico es una reivindicación de la política como instrumento de convivencia, sin renunciar a los principios y fines de cada uno, justo cuando el terrorismo ciego trata de predominar sobre la puja ideológica, reemplazándola por la violencia asesina en nombre de sentimientos primarios vinculados con la fe religiosa o la raza. La contribución del IRA resalta todavía más cuando se la compara con el permiso para matar que el gobierno laborista inglés extendió de James Bond a sus agentes reales. Hasta el atentado a las Torres Gemelas en Manhattan, los policías de Scotland Yard que portan armas estaban autorizados, en los casos de enfrentamiento, a disparar dos balazos en el pecho del agresor, pero ahora pueden y deben volarle la cabeza al sospechoso. El ex jefe de la fuerza, John Stevens, explicó en su momento la nueva orden: “Estudiamos la experiencia en Israel y otros países que sufrieron ataques suicidas y la conclusión en todos fue una sola: la única manera de detener a un terrorista es destruir su cerebro antes que pueda hacer nada”. Todo el mundo sabe que el método logró en Londres el viernes 22 hacer blanco en un joven brasileño, rematado de cinco tiros en la cabeza por agentes del SO19, rama especial de Scotland Yard, cuyo mayor delito era vivir en esa ciudad con la visa vencida. El contraterrorismo es tan ciego y cruel como el enemigo que combate: “Ante la duda es preferible matar”, aseguraron las autoridades. ¿La espiral de violencia irracional será el destino fatal para el “choque de civilizaciones” que presagian los ensayistas conservadores?
La política, pensada como instrumento de civilización para resolver los conflictos humanos en dirección al progreso, se vuelve inútil cuando sucumbe a la lógica del horror. Sin embargo, el concepto del terror comienza a aparecer con mayor frecuencia en el lenguaje cotidiano de los políticos, aunque sea como calificativo para desprestigiar al adversario. Sólo como referencia: el ministro Ginés García acusó a los sindicalistas del Hospital Garrahan de ejercer “el terrorismo sanitario” entre la población, una frase desafortunada de una persona que en otras áreas de su gestión demostró una encomiable amplitud de miras. Tal vez por esos antecedentes se hace más llamativa esta claudicación del lenguaje ante la cultura de la violencia enceguecida y cruel de los depredadores de la especie humana. Este tipo de trastornos retóricos, amplificados por la difusión mediática, llueven sobre las espaldas de una sociedad castigada por décadas de violencia, incluso por el terrorismo de Estado, con altas dosis de impunidad, por lo que todavía es susceptible a las tentaciones de demonizar al Otro, de resolver los conflictos en términos de antinomias absolutas. Carlos Menem, arquetipo del conservador populista, pretendía dividir la sociedad en facciones irreconciliables con sus campañas de las dos veredas o de las plazas del “sí”, mientras lo que en realidad hacía era desmembrar al cuerpo social en dos porciones, una mínima privilegiada y una máxima de pobreza y de indigencia. Así, en nombre del unicato, se abrieron brechas de injusticia social que hasta hoy perduran, devorando la paciencia de los que la sufren. El “capitalismo social” que invoca el actual ministro Roberto Lavagna no debería tolerar que la brecha de ingresos entre un docente y un ministro, ambos pagados por el Estado, sea de uno a diez, incluso más en algunos distritos, porque eso pondrá siempre en peligro la convivencia ordenada y pacífica.
Las injusticias, cuando son flagrantes, trastrocan hasta los valores más consagrados. El horror es una de las formas crueles de la injusticia y las sociedades sacudidas por esos impactos se vuelven permeables también a las reacciones extremas y toleran la cancelación de derechos civiles y de espacios de libertad en nombre de una seguridad que nunca llega por ese camino. En otro tipo de tragedias, como las que vive Buenos Aires desde el incendio de República Cromañón, es frecuente la tentación de usurpar el dolor y la indignación para convertirlos en instrumentos del marketing político, sobre todo en un período de campaña electoral. Sin razón ni derecho pero con el dolor en llagas, las teorías del linchamiento hacen pie con facilidad en el ánimo de la colectividad agredida, pero eso debería ser tan inaceptable como las doctrinas de seguridad que disparan a la cabeza sin preguntar ni juzgar. Por cierto: no hay consuelo alguno para la muerte absurda y mucho menos cuando los padres deben enterrar a sus hijos. Aunque las víctimas y sus familiares jamás podrán ser compensados por ningún tipo de recompensa, lo menos que la sociedad puede exigir, para sí misma, son tribunales rigurosos y diligentes que juzguen y condenen todas las culpas y responsabilidades en la medida que la ley y la evidencia lo permitan.
Uno de los recursos legales es el juicio político a las autoridades administrativas y una comisión de la Legislatura de la ciudad, reducida a nueve miembros por la previa renuncia de otros siete, quiere aplicarlo a Aníbal Ibarra. En la víspera dio a conocer su veredicto, que incluye además sanciones a otros funcionarios del gobierno metropolitano. El texto de la comisión determina una conclusión que está en el sentido común de los ciudadanos: “La concurrencia en el acontecimiento trágico de la imprudencia parcial de asistentes al evento e incluso la avaricia económica de actores, gestores y agentes privados, no pueden asumir entidad determinante para diluir y menos todavía para exonerar las responsabilidades públicas [...]”. Es suficiente con recordar los informes posteriores a la tragedia, producidos por la misma administración, para constatar que el Estado y el gobierno de la ciudad fueron imprudentes, imprevisores y aun irresponsables en la prevención y la custodia de la seguridad de los locales públicos dedicados al baile, los espectáculos, el comercio y muchos más. Un tribunal político de esta naturaleza debería ser el ámbito adecuado para que la reflexión permita abrir las puertas hacia una profunda reforma del Estado y de la gestión administrativo– institucional, porque la infraestructura y muchas de sus normas están obsoletas, tanto como la vieja política que persiste en sobrevivir en la nueva Legislatura y, a veces, con caras nuevas para añejos estilos. En realidad, el rasgo más importante de la renovación producida, por el momento, es la fragmentación increíble de fracciones partidarias, al punto que al ciudadano corriente le resultaría imposible enumerar de memoria la lista de bloques legislativos.
Ibarra, por su lado, se ha ganado las críticas que abundan en la ciudad sobre su gestión y tal vez la tragedia que hoy lo enjuicia puso al desnudo buena parte de los motivos para las quejas. Que no todas las deficiencias de la ciudad pertenecen a su obra, es cierto, pero como le sucede al comandante de una nave, en su momento aceptó salir a navegar en las condiciones que la recibió y tuvo ya seis años de mandato cumplido para repararla. Lo que no pudo, no supo o no quiso, lo mismo que las tareas cumplidas, quedaron devorados por las llamas que consumieron casi dos centenares de vidas. Así pasó de prometedor líder de la transversalidad y compañero frecuente en actos públicos del Presidente a ser el ausente más notorio de la campaña electoral del oficialismo, figura incómoda para los candidatos del plebiscito K y fácil blanco para la oposición, sobre todo para Macri y Carrió, que disputan los votos de la Capital con el canciller Rafael Bielsa. Por lo tanto, desde el punto de vista de la sociedad que vota pero no participa de los quehaceres cotidianos de las rivalidades partidarias, ahora todos deberían hacer el mayor esfuerzo para que la política se aparte del horror, del terror y del linchamiento y sea el modo superior de la convivencia social, como alguna vez la imaginaron sus ancestros más ilustres.