EL PAíS
Trelew 1972, una ciudad cerrada a la justicia
Al saberse de los fusilamientos en la base naval, un grupo de abogados viajaró al sur a intentar salvar a los sobrevivientes. A 33 años, su relato de días de amenazas e intentos inútiles por verlos.
› Por Susana Viau
“Perdone, señor, pero estamos cerrando”, “lo sentimos mucho. El cocinero ya se fue”, fueron las frases más escuchadas por los abogados Mario Hugo Landaburu, Héctor Sandler y Rafael Lombardi durante su corta estadía en Trelew. El resto era silencio y miedo en la ciudad que acababa de pasar, por segunda vez en una semana, al primer plano de la actualidad política porque esa madrugada del 22 de agosto de 1972 el capitán de corbeta Luis Emilio Sosa había fusilado a 16 de los 19 guerrilleros detenidos en la base naval Almirante Zar. Landaburu era el secretario general de la Asociación Gremial de Abogados de Buenos Aires. Sandler y Lombardi también formaban parte del organismo que nucleaba a lo más combativo del foro porteño y les había encomendado la tarea de garantizar la vida de los malheridos Ricardo René Haidar, María Antonia Berger y Alberto Miguel Camps.
“Cuando llegué a la gremial lo encontré a Sandler en la puerta. Estaba angustiadísimo y tenía los ojos llorosos”, recuerda Lombardi. Arriba, en el piso de la calle Esmeralda donde funcionaba ese nutrido grupo de abogados capitalinos, una mujer con la mirada perdida apoyaba la frente contra una ventana: era la madre de María Angélica Sabelli, una joven militante de las FAR, detenida meses atrás. El nombre de la muchacha figuraba en la lista de muertos que acababan de suministrar. Landaburu dirigió la asamblea que se improvisó de inmediato y propuso que la gremial, conocida por la defensa gratuita de los presos políticos, volara al sur para garantizar la seguridad de los sobrevivientes. Votar la moción fue sólo una formalidad. Landaburu se ofreció para viajar y preguntó quién quería acompañarlo. Sandler y Lombardi levantaron la mano. Además de la asistencia letrada que constituía uno de los fundamentos de la entidad, cada uno de ellos tenía su propia razón para postularse: Landaburu, perteneciente a una familia de reconocidos abogados, integraba el plantel de profesionales de la Federación Gráfica Bonaerense (allí se había enterado de los sucesos) y de la CGT de los Argentinos; Sandler, oficial retirado de aeronáutica, viejo amigo de Pedro Eugenio Aramburu y sin embargo defensor convencido de los derechos humanos, había dado a su historia una vuelta de campana que lo condujo poco después a participar en la célebre reunión de “Nino”, a una banca de diputado por Udelpa (Unión del Pueblo Argentino, la formación inspirada por Aramburu) y por último al exilio en México, 1975, en pleno desarrollo de la Triple A; Lombardi, por su lado, había sido un viejo militante de Palabra Obrera (una de las corrientes que dieron origen al ERP) e incorporado a la actividad política a un grupo de jóvenes de Pergamino, entre los que estaba, precisamente, Rubén Pedro “el Indio” Bonet, uno de los asesinados en Almirante Zar.
Dadas las raquíticas finanzas de la Asociación Gremial de Abogados, reunir el dinero necesario para alquilar el taxi aéreo, un Piper de seis plazas que los trasladaría a Trelew, fue casi un milagro. A Landaburu, Sandler y Lombardi se sumó un cuarto abogado, Jorge Cavilla. El pequeño avión despegó del aeroparque Jorge Newbery. Había pasado el mediodía, deberían hacer una escala. Al aterrizar en Bahía Blanca estaba esperándolos Manuel Rodolfo Salgado, ex miembro del Superior Tribunal de Río Negro, quien había ocupado la vicepresidencia del congreso que la gremial bautizó con el nombre de Néstor Martins, uno de sus miembros secuestrado y desaparecido. Ya en Trelew se encontraron con la mujer de Bonet y el hermano de Eduardo Capello, otro de los jóvenes fusilados. Resolvieron dividir tareas. Unos intentaron en vano ingresar a la cárcel de Rawson y visitar a los heridos; otros interpusieron un hábeas corpus en favor de Haidar, Berger, Camps y también de Julián Licastro, que había sido detenido. “El hábeas corpus –recuerda Landaburu, quien viene de jubilarse como defensor general de Casación– lo radicamos en el juzgado federal a cargo de Alfredo Risso Romano, que era el fiscal federal. Ocurre que la Marina –dicen que Hermes Quijada– había dado orden de detener al titular del juzgado federal porque se había entrevistado con los prófugos en el aeropuerto y el juez había pedido licencia y se había venido para Buenos Aires. Los que fuimos a la base nos entrevistamos con un tal capitán Pacagnini, que era uno de los jefes de la base Almirante Zar. Fue una entrevista muy corta y habló, sobre todo, de la detención de Licastro. Nosotros le reiteramos que queríamos ir al penal, pero no hubo caso. La impresión que tuvimos fue que Pacagnini estaba abrumado, lo sobrepasaban los acontecimientos. Lo único que nos permitió fue entrevistarnos con Licastro.” “En Trelew –relata Lombardi– lo único que obtuvimos fue que Risso Romano hiciera lugar a nuestro pedido y ordenara la revisación de los sobrevivientes para constatar su situación. Más allá de eso, no nos dieron bola en ningún lado.”
Sin embargo, pese las cerradas negativas, los tres abogados continuaron insistiendo en visitar a los presos de Rawson. “Los marinos nos pararon en el camino, nos hicieron bajar y nos revisaron. Pero con nosotros –dice Landaburu– venía Risso Romano, que se identificó y así nos permitieron seguir.” “Pasadas 48 horas, en Trelew no nos quedaba nada por hacer –señala Lombardi– y decidimos pegar la vuelta a Buenos Aires. Pero estaban la mujer de Bonet y el hermano de Capello y no entrábamos todos en el avión. Sorteamos los lugares. Ellos entraron y Salgado y Landaburu quedaron abajo para esperar el avión de Austral. En Aeroparque, nos obligaron a aterrizar en zona militar.” Lo cierto es que Landaburu y Salgado recibieron una advertencia del enviado del diario La Nación: “Si esperan el avión de Austral, a ustedes los matan”. La advertencia llegó acompañada de una invitación: emprender el regreso con él, en la máquina que el diario había contratado. Dos fotógrafos debieron dejarles su lugar y retornar, ellos sí, en un vuelo de línea. Cuando llegaron, recibieron una noticia inesperada. A la misma hora en que el Piper que los llevó a Trelew despegaba de aeroparque, una bomba de gran poder había estallado dejando convertido en ruinas el local que la Asociación Gremial de Abogados tenía en la calle Esmeralda al 600.