Dom 21.08.2005

EL PAíS  › EL TEXTO DE STIGLITZ PARA SU VISITA A ARGENTINA

El consenso después del consenso

El economista más crítico de las recetas neoliberales llega este martes a Buenos Aires. Se verá con Kirchner y explicará su visión sobre cómo y por qué salir del Consenso de Washington para crear uno que no participe de las “visiones cerradas”. Una rotunda y fundamentada autopsia del modelo.

Por Joseph Stiglitz

Si existe un consenso en la actualidad sobre cuáles son las estrategias con más probabilidades de promover el desarrollo de los países más pobres del mundo, es el siguiente: sólo hay consenso respecto de que el Consenso de Washington no brindó respuestas. Sus recetas no eran necesarias ni suficientes para un crecimiento exitoso, si bien cada una de sus políticas tuvo sentido para determinados países en determinados momentos.
Al referirme al Consenso de Washington, por supuesto me refiero a la presentación excesivamente simplificada de las recomendaciones de los organismos financieros internacionales y del Tesoro de los Estados Unidos, especialmente durante el período de la década de los ochenta y principios de los noventa. Sean cuales fueren su contenido e intención originales, alrededor del mundo y en la mente de la mayoría de las personas, el término ha pasado a ser tomado como referencia de las estrategias de desarrollo centradas en las privatizaciones, la liberalización y la macroestabilidad (principalmente la estabilidad de precios); un conjunto de políticas predicadas en base a una gran fe (más fuerte de lo justificable) en los mercados libres de restricciones y encaminadas a reducir, incluso al mínimo, el rol del gobierno. Esa estrategia de desarrollo contrasta marcadamente con las exitosas estrategias implementadas en el este de Asia, en donde el Estado desarrollista asumió un papel activo.
Si el Consenso de Washington tuvo sus frutos, aún no se ha gozado de ellos o por lo menos los ciudadanos promedio de muchos de los países aún no lo han hecho. Países como Bolivia, que se encontraron entre sus primeros seguidores, todavía preguntan: “Sentimos el dolor, ¿cuándo nos toca la recompensa?”. Si las reformas expusieron a los países a un mayor riesgo, evidentemente no les dieron las fortalezas para una recuperación rápida; en América latina en su conjunto siguió casi media década de caída en el ingreso per cápita. Como los fracasos –especialmente las crisis, primero la mexicana, luego las del este asiático, la de Rusia y luego la argentina– pusieron de manifiesto que no todo iba bien, los defensores del Consenso de Washington sucesivamente trataron de cambiar la receta, proponiendo distintas versiones de un Consenso de Washington “plus”. México demostró que aun cuando un país tuviera su edificio fiscal en orden y mantuviera la inflación bajo control, podía sufrir una crisis.
El problema, supuestamente, era la falta de ahorro interno. Pero cuando los países del este asiático enfrentaron sus crisis –países con los niveles de ahorro más altos del mundo– se buscó una nueva explicación. Ahora se trataba de una falta de transparencia (aparentemente olvidando que la última serie de crisis se había producido en los países nórdicos, que se encontraban entre los más transparentes del mundo). La culpa la tenían las instituciones financieras débiles, pero si se encontraban esas instituciones financieras débiles en los Estados Unidos y en otros países industriales avanzados, ¿qué esperanza quedaba para los países en desarrollo? Para entonces, los consejos del Consenso de Washington, del FMI y del Tesoro de los Estados Unidos sonaban huecos: ex post, siempre podían encontrar alguna falla y agregar algo a la lista cada vez más extensa de cosas que debían hacer los países.
Si bien los puntos eran atendibles –mejoras en la gobernanza corporativa y la transparencia serían beneficiosas–, en los años siguientes se ha vuelto cada vez más evidente que la política, más que el análisis económico, era lo que estaba detrás del armado de la agenda. A modo de ejemplo: mientras impulsaban un organismo encargado de velar por la transparencia, el FMI y el Tesoro de los Estados Unidos seguían entre las instituciones públicas menos transparentes.
Con frecuencia, el tema de la equidad fue rechazado de plano. Una sociedad en la que la gran mayoría de los ciudadanos se empobrece –pero en la quea unos pocos en el nivel superior les va tan bien que los ingresos promedio aumentan–, ¿está mejor que una en la que a la gran mayoría le va mejor? Si bien pueden existir desacuerdos –y quienes están en los niveles muy superiores bien pueden resaltar que el ingreso promedio es el parámetro adecuado de medición–, la posibilidad de que los aumentos del PBI quizá no beneficien a la mayoría de las personas significa que no podemos simplemente ignorar las cuestiones relativas a la distribución. Algunos economistas argumentaban que las preocupaciones de índole distributiva podían ignorarse, ya que creían en la economía del goteo; de alguna manera todos se beneficiarían; una marea creciente levantaría a todas las embarcaciones. Pero las pruebas en contra de este tipo de economía se han vuelto abrumadoras, por lo menos en el sentido de que un aumento en los ingresos promedio no alcanza para elevar los ingresos de los pobres durante períodos bastante prolongados.
El Consenso de Washington representó un avance en cierto sentido respecto de anteriores perspectivas sobre el desarrollo, que veían una gran diferencia de recursos entre los países desarrollados y menos desarrollados. Fue por eso que se puso un “banco” en el centro de los esfuerzos del mundo por promocionar el desarrollo; permitiría que hubiera más recursos disponibles. Un punto interesante es que la creación del Banco Mundial (y del FMI) reflejó un reconocimiento de la importancia de las fallas del mercado. Si el modelo neoclásico fuera correcto, la escasez de capital se vería reflejada en mayores retornos sobre el capital y los mercados privados garantizarían el flujo de capitales desde los países industrializados avanzados y ricos en capital al mundo en desarrollo y pobre en capital. Pero especialmente al momento de la fundación del Banco Mundial esos flujos eran limitados; e incluso en la época dorada temporaria de los flujos de capital, a mediados de la década del noventa, antes de la crisis financiera global, los fondos iban principalmente hacia una cantidad limitada de países y para tipos limitados de inversiones. Aparentemente muchos países se enfrentaban a restricciones crediticias. (En este sentido, fue irónico que los organismos internacionales basados en el reconocimiento de una falla del mercado basaran tanto de su análisis en modelos que no les prestaban suficiente atención a esas fallas.)
Sin embargo, para principios de la década del ochenta se reconocía que los proyectos no alcanzaban. Fue así que el Consenso de Washington se centró en las políticas. Cuando fallaron las políticas de Washington, se argumentó, tal como ya destacamos, que estas políticas debían suplementarse con políticas adicionales, el Consenso de Washington Plus. Lo que se agregaba dependía de la crítica que se formulaba, de la naturaleza de la falla que se reconocía. Cuando no se producía el crecimiento, se agregaban “reformas de segunda generación, incluyendo políticas de competencia para acompañar la privatización de los monopolios naturales”. Cuando se señalaban problemas de equidad, el plus incluía la educación femenina o mejores redes de seguridad.
Cuando todas estas versiones del Consenso de Washington tampoco lograron el objetivo, se agregó un nuevo nivel de reformas: era necesario ir más allá de los proyectos y políticas, para llegar a las instituciones, incluyendo las instituciones públicas y su gobierno.
En ciertas formas, esto representaba un nuevo cambio fundamental de perspectiva, pero en ciertas otras era la continuación de la misma mentalidad. El Estado había sido largamente considerado como el problema y los mercados como la solución. Las preguntas deberían haber sido: ¿qué podemos hacer para mejorar la eficiencia de los mercados y del Estado y cómo debería cambiar ese equilibrio a lo largo del tiempo, a medida que mejoran los mercados y las competencias de los gobiernos? En lugar de hacer esas preguntas, el Consenso de Washington había ignorado las fallas del mercado, viendo al gobierno como el problema y proponiendo replieguesde gran escala en la participación del Estado. Tardíamente, se reconoció la necesidad de mejorar el Estado y el hecho de que muchos de los estados en los que no se estaba dando el desarrollo no padecían de demasiado gobierno sino de demasiado poco gobierno. Pero subsistía una falta de equilibrio. Por ejemplo, en lugar de preguntar si podían fortalecer los sistemas de jubilaciones estatales, se siguió prestando atención a las privatizaciones; cuando se notaron las falencias de las jubilaciones privadas (sus altos costos administrativos, problemas de selección adversa, la falta de protección para los jubilados contra los riesgos de la volatilidad del mercado o de inflación, las dificultades para impedir el fraude), los problemas fueron ignorados, o bien se intentó abordar las fallas del mercado, simplemente dando por sentado que sería más fácil hacer funcionar a los mercados que a las instituciones públicas.
Tampoco se reconoció suficientemente el vínculo entre las políticas y las instituciones (o las instituciones y la sociedad). Se les decía a los países que debían tener buenas instituciones y se exhibían ejemplos de buenas instituciones, pero no había mucho para decir sobre cómo crear esas instituciones. Era fácil instruir a los países sobre buenas políticas: simplemente reducir el déficit presupuestario. Pero un llamamiento a tener instituciones honestas no permitía ir demasiado lejos. Del mismo modo que había controversias sobre lo que se quería decir con “buenas políticas”, también había controversias respecto del significado de “buenas instituciones”. Se les decía a los países que fueran democráticos, pero no hay tema más importante para los ciudadanos de la mayoría de los países en desarrollo que su desempeño económico y se les decía que un ingrediente central, la política monetaria, era demasiado importante como para confiarse a los procesos democráticos. Como parte de la condicionalidad impuesta para recibir préstamos, se les dio a los países plazos acotados para reformar sus programas de seguridad social o para privatizar o modificar los estatutos de sus bancos centrales, para realizar reformas que las democracias de muchos países industriales avanzados habían rechazado. No se reconoció que al plantear tales exigencias se ponía a las instituciones públicas en una situación de resolución imposible: si no cumplían, perdían credibilidad, ya que se las acusaba de no hacer lo correcto para su país; si accedían a las exigencias, perdían credibilidad, ya que parecía que simplemente seguían las órdenes de los nuevos amos coloniales.
Cuando las reformas fracasaron en el cumplimiento de lo prometido, tal como sucedió en un país tras otro, los gobiernos volvieron a perder credibilidad. Así, las debilidades de las instituciones públicas fueron causadas en parte por las instituciones de Washington. Así, aun cuando el Consenso de Washington comenzó a ampliar la lista de lo que había que hacer, sus perspectivas continuaron siendo demasiado estrechas. Se necesitaban metas más amplias y aun más instrumentos. Se hacía necesario un cambio más fundamental de mentalidad. El problema también lo ilustraron las confusiones entre fines y medios. Muchas veces, las privatizaciones y la liberalización se tomaron como fines en sí mismos y no como medios.

Elementos de un consenso

Hasta ahora he descripto varios elementos de un consenso emergente, o por lo menos de una perspectiva de amplia aceptación, sobre las insuficiencias del Consenso de Washington. Llevando el análisis un paso más allá, también existe un consenso sobre dos de los problemas subyacentes: una creencia excesiva en el fundamentalismo de mercado e instituciones económicas internacionales que crearon reglas de juego injustas e impusieron políticas fallidas, especialmente a los países en desarrollo que dependen de ellas y de los donantes para recibir asistencia. Si bien muchas de las políticas de los países en desarrollo han contribuido ellas mismas a su propio fracaso, se hace necesario reconocer las dificultades del desarrollo.
En otro trabajo ya escribí en profundidad sobre las causas de estos fracasos, el rol de las diferencias honestas en el análisis económico, en la interpretación de la evidencia estadística y las experiencias históricas, contra el rol de la ideología y los intereses creados. En los últimos años, la disciplina de la economía ha prestado más atención a las instituciones, a los incentivos de las instituciones y dentro de ellas y a las relaciones entre gobernanza, diseño organizativo y comportamiento organizativo. Dichos análisis arrojan luz sobre el comportamiento del FMI y la OMC. Un aspecto preocupante no es solamente lo que se hizo sino lo que no, por ejemplo no hacer frente a los problemas planteados por el sistema internacional de reservas, los defaults soberanos y la insuficiencia del sistema mediante el que se comparten los riesgos de la tasa de interés y de fluctuaciones del tipo de cambio entre los países desarrollados y los menos desarrollados. Hay varios elementos más de un consenso post-Washington. El primero es que no se puede llegar a una estrategia de desarrollo exitosa simplemente dentro de los confines de Washington, sino que ésta tendrá que asegurar la participación del mundo en desarrollo de manera importante y significativa.
El segundo elemento es que las políticas que aplican una misma solución para todo están condenadas al fracaso. Las políticas que funcionan en un determinado país quizá no funcionen en otro. En efecto, incluso cuando el contraste entre el éxito de las economías del este asiático –que no siguieron el Consenso de Washington– y las que sí lo hicieron se vuelve cada vez más claro, siempre queda la pregunta de hasta qué punto las políticas que funcionaron tan bien allí pueden transferirse a otros países. Un tercer elemento es que hay determinadas áreas en las que las ciencias económicas aún no han brindado teorías lo suficientemente fuertes o comprobaciones empíricas que resulten en un amplio consenso respecto de lo que deben hacer los países. Puede haber un amplio consenso en contra del “proteccionismo excesivo” que únicamente atiende a los intereses de ciertos grupos de interés, pero no hay consenso respecto de que una liberalización rápida, especialmente en un país con alta desocupación, permitiría un crecimiento económico más veloz. Quizá solamente genere mayor desocupación. El argumento habitual de que la liberalización libera recursos para que éstos vayan de sectores protegidos e improductivos a sectores de exportación más productivos no convence, cuando ya hay vastos recursos no utilizados disponibles.
En estos casos, existe un consenso emergente: se debe dar a los países un margen para experimentar, para utilizar su propio criterio, para explorar qué puede funcionar mejor para ellos. Si bien quizá no sea posible formular recetas simples aplicables a todos los países, puede haber determinados principios y un conjunto de instrumentos que puedan adaptarse a las circunstancias de cada país. Esta conferencia nos brinda una oportunidad de explorar algunos de los principios posibles, algunas de las reformas posibles, tanto en las políticas implementadas por países individuales como por la comunidad global.
Al abordar cada una de estas cuestiones, espero que podamos hacerlo sin recurrir a los estereotipos y el conventional wisdom, que tan a menudo carecen de un adecuado fundamento teórico o de pruebas y que han dominado el debate en estas áreas durante tanto tiempo.
Nos ocuparemos de dos conjuntos de cuestiones: en primer lugar, ¿qué puede hacer cada país, por sí mismo, para profundizar un desarrollo sustentable, estable, equitativo y democrático? Al abordar esta problemática, los países en desarrollo deben encarar el mundo tal como es, con las desigualdades del sistema global de comercio y las inestabilidades del sistema financiero global. Pero eso nos lleva a la segunda pregunta: ¿cómo debería rediseñarse la arquitectura económica global, para hacer que la economía global sea más estable, para promover la equidad entre los países y para aumentar la capacidad de los países en desarrollo de ir en pos de sus objetivos y especialmente los de desarrollo sustentable, estable, equitativo y democrático? Si bien en el corto espacio de esta conferencia ni siquiera podremos abordar todas las facetas de esta pregunta, sí podemos tratar, o por lo menos referirnos someramente, a algunas de las reformas centrales, incluidas (o especialmente) las reformas en el gobierno global.

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