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Las plazas y los campings
Una reseña sobre la plaza que el Gobierno cerró a cal y canto.
Un ministro y un Presidente, atentos a la tevé. Los nuevos conflictos gremiales, un mapa en cambio. Algunas pistas sobre el contexto que los posibilita. Cómo juegan los dirigentes sindicales peronistas la interna bonaerense. Y algo más.
Opinion
Por Mario Wainfeld
“La Plaza de Mayo no es un camping.”
Aníbal Fernández, ministro del Interior.
“Los muchachos de French eran unos 600. Como ‘pueblo’ son una cantidad insignificante y poco representativa, como expresión de activismo político es una cifra notable.”
Salvador Ferla, “Historia argentina con drama y humor.”
Definir la propia identidad no es una tarea mecánica, inocente de selectividad. El peronismo pudo mecerse en otra cuna pero gusta datar su partida de nacimiento en octubre del ’45 y dar como domicilio la Plaza de Mayo. La patria misma, según la mayoría de los relatos natales, alboreó en los alrededores del Cabildo, de la mano de French y Beruti, que no eran alumnos de colegios privados, sino militantes, por añadidura armados. Estanislao López y Pancho Ramírez ataron sus caballos a las rejas de la Pirámide, desafiando y (a un mismo tiempo) temiendo el centralismo porteño. Esa misma pirámide, con mínimos retoques municipales, vio rondar a las Madres. Encarar a la dictadura militar fue, el 30 de marzo del ‘82, sinónimo de llegar a la Plaza contra los uniformados que velaban por su silencio. Juan Perón la llenó muchas veces, tuvo su contrapunto con la juventud maravillosa y también definió ahí qué era (a sus oídos) la más maravillosa música posible. Es, tal vez, posible contar la historia argentina usando como hilo conductor ese escenario democrático, tributo patente del trazado de las ciudades fundadas por los españoles. En todo caso, es imposible contar esa historia prescindiendo de la Plaza.
Las patas en la fuente, los caballos en un improvisado palenque, los graffiti, las pancartas, los bombos y (a no escandalizarse tanto) algún elemento contundente de vez en cuando forman parte de la mejor historia de las luchas populares. Mucho más que un camping, jamás un miniestadio con estéticas y recursos hollywoodenses, la plaza se inventó para ser ocupada, usurpada, vivida por miles de reclamantes, muy a menudo opositores, casi siempre provocativos. La frase del ministro que encabeza esta nota le hace poco favor a un gobierno que gusta reivindicar místicas militantes pasadas. Más de un menemista habrá lamentado retroactivamente no haber tenido la imaginación de Fernández para descalificar a la Carpa Blanca, aquélla en la que acampó un sindicato de Estado durante meses, encarando a otro gobierno peronista, eso sí, en otra plaza.
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“Cuando fueron los incidentes en la Rural, Aníbal estaba mirando la tele y hablando en directo con (el jefe de la Policía Federal comisario) Vallecas. Le daba órdenes todo el tiempo. Le gritaba, ‘están pegando, identífiqueme ya a los que pegan, o los exonero a usted y a ellos’”. Y después los sumariamos a todos. No queremos ni un solo herido. Y nos preocupa que la Policía corra a los manifestantes cuando se alejan de la pelea. No lo vamos a permitir.” Un par de colegas del ministro del Interior concuerdan en relatos cuasi calcados en resaltar la obsesión del Gobierno por limitar el accionar policial. Néstor Kirchner también mira los operativos por TV y, aunque lleguen menos precisiones, es de imaginar que somete a Fernández a un asedio similar al que éste propina a Vallecas. Más que conforme con la repercusión de los operativos, que “la gente” celebra, el Gobierno se preocupa por que no haya leña. Pero no se pregunta si está generando un precedente lamentable para la calidad institucional que sólo funciona(ría) con dinámica de protesta y participación.
Eso sin contar que es muy difícil jugarse todas las fichas a manos de la templanza de la Federal, que no será la mejor policía del mundo, pero tampoco dista tanto de serlo. Algo que sin duda intuyen Kirchner y Fernández mientras, celular en ristre, no sacan los ojos de la pantalla chica.
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Ni las ficciones como 1984 ni las fascinantes observaciones de Michel Foucault sobre las sociedades vigiladas se bastan para describir la vastedad de la presencia de los medios en el siglo XXI. Buena parte de sus predicciones conservan sugestión y pertinencia pero no abarcan el todo. La relación entre los gobernantes democráticos y el bombardeo cotidiano de los medios es un faltante severo de esas miradas precursoras. Los mandatarios están sometidos a un escrutinio cotidiano, pasado por el peculiar prisma de la información de masas. Los sondeos diarios, las epidérmicas pero pasionales reacciones de los espectadores-ciudadanos son un menú diario que los gobernantes deben consumir, gústeles o no. La extrema volatilidad de la opinión media y del poder político son un dato fundante, al menos en este Sur donde los gobiernos pueden diluirse hasta la consunción aun sin mediar reveses electorales, como ocurría en los viejos tiempos.
El debate público en los medios genera sus propias magnitudes respecto de las dimensiones de los hechos. Kirchner es un gobernante que se formateó en ese mundo, a cuya lógica tributan buena parte de sus acciones, esencialmente su obsesiva búsqueda de revalidación diaria. Durante un buen trecho de su mandato, todo fue sinergia, suma positiva. Ahora, la escena mediática (en conjunción con movidas de sus adversarios, que tampoco son mancos) le complica más la vida. Por ejemplo, le agiganta algunos conflictos laborales cuya repercusión, rezongan en el Gobierno, es muy superior a su impacto en la realidad.
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Al Presidente le gusta describirse como un David confrontando con uno, cien Goliats. Ese tópico del relato nacional popular lo conforta y le ha servido para cimentar su reputación y su autoestima. Es sencillo, entonces, entender cuánto lo incordia ser enfrentado por quienes se arrogan, asimismo, la condición de sucesores de David. La relativa, proliferación de conflictos sindicales sostenidos por conducciones locales o, aun, delegados enfadan a Kirchner y a su elenco, no especialmente proclive a discutirle sus premisas, sus análisis ni sus virajes.
El conflicto del Garrahan, el que afectó a los subtes porteños el año pasado, el de los petroleros de Santa Cruz tienen algunas características comunes que deberían interesar a las academias que estudian temas sociales, a analistas de la realidad y a políticos. Las teorías conspirativas son ejercicios ociosos, vanos para desentrañar esas mutaciones, aunque más no fuera, para describirlas.
Se trata de conducciones minoritarias, muy combativas, de fuerte predicamento entre sus bases. Son basistas, asambleístas y tienen enfrentamientos frontales o larvados con sus conducciones centrales. No se trata, necesariamente, del clásico antagonismo entre delegados combativos y conducciones “burocráticas”, como lo demuestra el caso del Garrahan, cuya conducción, la Asociación de Trabajadores del Estado, tiene una prolongada tradición de lucha. Pero, en estrecho contacto con bases que no le van a la zaga en radicalidad, el delegado Gustavo Lerer rebasa a ATE en la dureza de sus reclamos y en intransigencia. El conflicto, acotado a un sector dentro de un hospital, a una minoría dentro del sindicato, tiene en términos mediáticos una potencia enorme. El Gobierno contribuyó, tal vez involuntariamente, a agrandar a su rival con diatribas desmedidas, destinadas (con éxito) a avivar la hoguera mediática y a desacreditar el contendiente. Esa táctica ha cedido en estos días a un silencio que busca restar centralidad (y por ende repercusión) al conflicto, amén de acentuar el aislamiento de los trabajadores no médicos. La fuerza de estos finca en organización, en su mística y en la visibilidad de sus acciones que no deriva de sus efectos sobre los pacientes (que el martilleo de comunicadores de derecha no ha logrado probar) sino de su impacto en el ágora mediática. Militantes de partidos de izquierda muy proverbiales, admiradores de dirigentes de la primera mitad del siglo pasado, no se quedaron totalmente en el ‘30 o el ‘40. Son bien contemporáneos en su perspicacia y aptitud para pelear espacio en los medios.
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Otra huelga, la de los petroleros en Santa Cruz, tan luego, tiene algunas similitudes remarcables. El sindicato provincial integra una Federación nacional que signó un convenio colectivo por dos años, hace pocos meses. Los petroleros santacruceños piden modificar ese convenio vigente, sin mayor aprobación de la federación, que tampoco los desautoriza. Uno de los reclamos, que el Gobierno considera atendible pero imposible de acoger en el corto plazo, se refiere al mínimo no imponible del impuesto a las ganancias. Los salarios que reciben los petroleros por su dura labor sufren un importante recorte fiscal. La reivindicación, que hubiera sido asombrosa hace unos años, testimonia los cambios de época y la disparidad de los sueldos de los trabajadores. Una disparidad que, empero, no impide que se propague el efecto demostración. Los buenos sueldos del convenio del Smata son, para preocupación de los funcionarios oficiales, una referencia para trabajadores. Algunos son de otras ramas de actividad menos florecientes y hasta hay estatales que invocan un precedente que jamás hubiera sido tenido en cuenta en los ’60 o los ’70.
La conflictividad gremial, explican en la Rosada y en Trabajo, funciona bien en la mayoría de los casos, derivando en negociación colectiva centralizada y no caótica que mejora sueldos y condiciones de trabajo. Pero ciertos conflictos de enorme visibilidad, jugados por sus protagonistas a todo o nada, les hacen fruncir los entrecejos y rezongar enfáticamente contra los delegados combativos. Es más que factible que el cuadro de situación que empieza a despuntar florezca aún más, andando el tiempo.
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La estructura del movimiento obrero argentino, correspondiente a tiempos de pleno empleo y cierta preeminencia de la actividad industrial, ha quedado desajustada, lo que tiene una lógica imbatible: nada es lo que era. Una crisis de representatividad gremial no tiene rango de novedad en un país donde todas las representaciones, empezando por la política, están en entredicho. Algunas referencias dan contexto a mutaciones que salen a la luz, fomentadas por el crecimiento mal distribuido. Entre otras cosas, median años de fracasos sindicales, de pérdida de combatividad o de poder (a menudo las dos cosas). La tasa de sindicalización ha bajado fenomenalmente. Muchos trabajadores desconocen la vivencia de un conflicto, ni qué decir de uno exitoso. Trabajadores de la descendente clase media, sometidos a fuertes privaciones por años, no se reconocen en el estilo o en la lógica de los peronistas.
El crecimiento económico ha desentumecido a los trabajadores y ha relegado el temor que los disciplinó en los ‘90.
La existencia de un superávit fiscal colosal aviva pulsiones diferentes, fáciles de entender. El Gobierno concibe al superávit como un recurso progresista, no recesivo, que rehabilita la potestad estatal. Pero lo maneja a la manera carismática y decisionista que prefiere Kirchner, con discrecionalidad y nula planificación. La sorpresa, un método muy caro al Presidente, es contradictoria con el debate colectivo, con la armonización de intereses.
Primerear, dominar la agenda han sido dos sagacidades básicas de Kirchner, que apuntalaron una legitimidad implantada en la difusa opinión pública. Novedoso en otros aspectos, Kirchner no innovó al acomodarse en un esquema presidencialista muy delegativo, muy concebido desde arriba, habilitando escasos o nulos canales de participación o debate. Ese esquema, muy controlador, le hace un poco de agua, “por abajo” más que por arriba.
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No son fáciles tamaños censos pero seguramente la mayoría de los desocupados revistan en las agrupaciones piqueteras más afines al Gobierno. La mayoría de los gremios enrolados en la CGT no le produce urticaria a Kir-
chner. La política oficial, con un fuerte sesgo distributivo y muy generosa con sus aliados, ha otorgado sus frutos. Pero esos avances, naturalmente, suscitan nuevas tácticas de quienes quedan en la oposición. Esas tácticas no pueden dejar desguarnecido el espacio mediático, en el que sustancian los conflictos sociales, como condición de supervivencia.
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En tanto, la jerarquía de la CGT no juega muy activamente en la interna bonaerense pero lo poco que juega no es en pro del kirchnerismo. Según algunos baqueanos oficiales son más los jerarcas provinciales que se encuadran con Hilda González de Duhalde que los que acompañan al Frente de la Victoria. En la semana que pasó, el principal dirigente de la Uocra provincial exigió, de modos nada corteses e irresistibles, subirse al palco en el que hablaba José María Díaz Bancalari. El episodio fue registrado por los operadores bonaerenses del oficialismo y tiene su miga porque el líder de la Uocra, Gerardo Martínez, es uno de los pocos sindicalistas de primer nivel que juegan fuerte con el oficialismo.
La, de todos modos menguada, pata sindical es uno de los factores en el que confían los estrategas duhaldistas para resistir en su remake de la fortaleza de Dien Bien Phu. La identidad peronista es su bastión y su límite con el que aspiran a conservar el 20 por ciento que le reconocen la mayoría de los sondeos conocidos. “Los sindicalistas no son muy presentables pero aportan plata, pueden llevar gente a los actos y garantizan fiscales y movilidad el día de la votación. Y algo sirven para conservar nuestro capital simbólico, la identidad peronista”, explica un hombre que supo ser funcionario de Duhalde, atrincherado en el bunker.
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El viernes al atardecer el cronista debió transitar de su trabajo a casa, partiendo de Plaza de Mayo. Calles cerradas, estaciones de subte soldadas a cal y canto, acaso un millar de policías forzaron un éxodo de transeúntes y choferes particulares o de taxis. Las reglas que rigen el tránsito fueron dejadas en suspenso, salvo alguna excepción muy básica. Los semáforos eran desafiados, los colectivos invadían las veredas con dos ruedas, urgidos por una prisa que tenía aire enconado. Las bocinas ensordecían al más pintado. Cruzar la calle era una aventura, bajarse del auto para putearse se hizo costumbre. Ningún policía se sintió motivado a tener la menor intervención en lo que era un cabal aquelarre y un espacio mucho más signado por la intolerancia y la insolidaridad que la Plaza cuando funcionó como camping. Seguramente era más riesgoso que la marcha pacífica que se estaba “previniendo”. ¿Estaría “la gente” a favor del Gobierno por su conversión a la vulgata de derecha? ¿Vale la pena hacerse esa pregunta?
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El Gobierno ha producido un hecho histórico, involutivo, del que tendrá que salirse retrocediendo de alguna manera. Cerrar la Plaza de Mayo a una masiva manifestación popular compuesta por trabajadores ocupados y desocupados, amén de estudiantes y (más vale) activistas políticos fue más que un error. Ayer, el mismo Aníbal Fernández explicó que podrá marcharse a la plaza, previo pedido de autorización, aunque postuló que jamás se volverá a acampar en ella, como si ese modo de manifestar fuese un peligro público. Quizá sea el comienzo de una corrección, quizá una nueva valla para oponer a los manifestantes. Manifestantes que eran una mezcla de estudiantes, laburantes y militantes que, paradoja digna de mención, el Gobierno (que va por autopista en camino a ganar las elecciones) difícilmente podría convocar a marchar a su favor.